CUENTO Montejo Boulevard | Daniel Sibaja


Bécquer - Domingo/4:00 p.m.

—Soy un poeta —estaba frente a un reflejo como de hombre que no es hombre, hablaba consigo mismo—. Parece que el oficio de tocar entre las mesas de un restaurant como el Impala o el Pistache sobre la Boulevard no es tan diferente a la métrica que acentúa mis canciones. Y la verdad es que si te miras a un espejo acabas esperando mucho como para usar una de esas guayaberas hasta cumplir los dieciocho años; estupideces. Te ves estúpido. Mírate. No. Así no debe ser. Eres un poeta. Debo dejarlo más claro: me presento, soy poeta, aunque quisiera confesarte que escucho la libre y no tan libre música jazz en los Helados Colón siempre que don Chucho enciende su gramófono antiguo y me enseña lo que fue la ciudad de antaño. Admito que soy admirador de Miles Davis pero también le doy a la cantada popular y soy dulce de yuca o de nance, como también podría ser pastelito de camote para dulcificar las pintas de casa, y cacahuate salado para los sándwiches de Oxxo o 7eleven. Uno debe mantener el estómago lleno. En todo caso —y aquí entraría la pregunta—: ¿cuál es tu cantante favorito de la música regional?
El mío es Guty Cárdenas.
Conocí a Ojos tristes un domingo mientras inauguraba las primeras fugas de casa. Enseguida me volví como un raro niñete kitsch que no ha tenido ningún cariño, ninguna caricia ajena y, si sobra expresarlo al mundo, me pude enamorar en un instante de alguna manera ridículamente posible. Las ruedas de bicicleta vintage, de a quince la hora sobre la Boulevard, nos hicieron conocerla en un paro de urgencia sobre la fuente de Texcoco atrás del Monumento Patria. Primero miramos a los anti-tauromaquias hacer su performance conmemorativo para que las calesas dejasen de sobreexplotar a los potros del Centro Histórico. Sin hacer mucho caso de lo que me rodeaba leía algunos versos de Sabines, por aquello de que a papá le descubrieron su lado Chiapas hace unos meses. Atrás, en la fuente, Ojos tristes varada con unas botas negras y unos leggins rotos; se figuraba como la Gioconda en un close-up daguerrotipo, y sus piernas eran algo emo y emotiva; con sus audífonos, íntegros, acomodados entre oreja y pelo, emanaba una madurez para decirle a todos: “¡aléjate, raboverde!”.
Tenía que mantener la ignorancia a flote. Arrojé el poemario a la fuente. Conseguiría su número. “Hola, soy poeta y también tengo una banda de jazz”, le dije, luego se me acordó que no podía tocar ningún instrumento porque según mamá era disléxico desde el kinder y no tenía tantos amigos en la escuela, mucho menos en el barrio. Sobre la música en mí, afirmo: en casa sólo se escuchaba trova y no había más que una radio de cassettes compactos que nadie se atrevía a tirar porque, se supone, era herencia del abuelo.
Cuando la abuela René me presentó al Tío Cosme, también me dieron ganas de ser músico; yo era arrítmico y tenía los dedos más tiesos de la historia humana. El Tío me regaló una guitarra purépecha. Nomás con eso se aprende cuando no hay para el pan. No me gustaba el color de la tarrita, son las más baratas en el mercado y las cuerdas se le desafinan al instante. Algo es algo. Cerca de una mata de naranja agria me enseñó los primeros acordes y los primeros versos; me dijo: “¡somos poetas!”. Hasta ese momento yo no sabía la carga que significaba ser de esa clase de hombres —poetas— y me la creí de a mucho.
—Soy un poeta —volvió a decirse frente al cristal. Han pasado dos semanas y es el día de la cita—. Mejor me guardo el discurso y comienzo improvisar, a lo trovador de veras, como dice el Flaco de oro. ¿En dónde estarán esos cabrones? Le dije que sea puntual. Pinche Memo, ojalá haya conseguido al bataco.

Chita - Domingo/4:15 p.m.

En una banca frente a las Casas Gemelas, de cabeza y con los calcetines en las sandalias, Memo se hallaba moviendo el swing a contratiempo y esperaba a su amigo Chita; enfoquemos al animal: un prodigioso músico, hijo de un músico, nieto de otro músico salido del Conservatorio Nacional. Llegaron a la provincia para sacarle las monedas al cochino, abriendo escuelas por doquier de a mil pesos la semana y unos insultos mediocres como mediocre es la plusvalía por cada alumno solfista. Le dicen Chita porque su madre es una antropóloga aficionada a los problemas sociales de África. Sin embargo, él adoptó su nombre singular por la rapidez con que toca la batería. Se graduó del CEMUS antes de los trece; fábrica de los Mozart-express. Usa cinta aislante para cubrirse los dedos y fuma de la verde, pues los fines de semana ensayaba a escondidas con un grupo de reggae que lograba hacerlo sentir un Bob Marley. Memo fue por él un viernes a la medianoche; sabía que el Chita estaba más allá que pa’ acá. Aquella invitación era lo mejor que pudo haberle sucedido.
—El Bécquer busca un bataco para formar una Cool Jazz Band. ¿Le entras?                 —Memo sabía que el jazz importaba un pito en la sociedad contemporánea y que pocos eran los aficionados como el Chita. 
—Si logras convencer al viejo, te digo que sí —le respondió a Memo, que tampoco era de un temperamento estable—. Acepto si me dejas hacer mi papel de Joe Morello en las tocadas. Y, claro, tú sabes, me dejas fumar mota.
La versión de un Take five ejecutado profesionalmente hacía ignorar los “géneros pendejos”. Chita mantuvo esa idea en cada segundo de su vida. No sirve para él una música under de oscuros metales, arañados, de una garganta coca o heroína. La música dejó de ser un oficio divertido desde los seis años cuando su padre lo encerró con un piano de cola y jugaban a copiar partituras completas de los conciertos de Bach por obligación a la disciplina heredada.
El Chita le dice sí a todo. Su furia dejó caerlo en la batería, así lograba olvidarse de las lecciones 24/7 y los conciertos de cumbia a los que su papá lo enviaba para ganarse un billete de quinientos. Su padre creía enteramente que él se convertiría en un director de orquesta o un político para financiar las plazas sindicales de la Filarmónica Típica del Estado.
Y llegó corriendo.
—¡Vámonos, Memo!
—¿Y tu padre?
—¡A la verga! Hay una ciudad que necesita oírnos.


Memo - Jueves/3:00 a.m.

 —¿Memo, eres tú? —llamó Bécquer—. Soy el de la secundaria estatal Urzaiz Rodríguez —del otro lado del teléfono el amigo joven freestyle se tomaba un trago de José Cuervo, era su costumbre: embriagarse a la hora muerta y releer partituras del Mingus Ah Um—. Soy el poeta.
—Pinche Bécquer, ya te iba a mentar la madre. ¿Qué quieres, güey?
—¿Te acuerdas del gran sueño?, ¿aquel de la Minton’s playhouse en Mérida? —Memo era sobrino del Violonchelista por excelencia de la región. Dicen que le nombraron “Don Cellini, The Major God”, por su enorme talento nato. En un ataque de alcoholismo y de pobreza, no pudo comprarse las cuerdas de un Stradivarius para un concierto que le prometía una beca completa en Nueva York. El Major God decidió dedicarse a bolear zapatos frente a la catedral, recibiendo entrevistas de noticieros nacionales con frecuencia; y él, rechazándolos y diciéndoles: “¡putos italianos, maricones, esto es México, por favor quítense de la Orquesta del Estado!”, se contentaba la pochera de music hall sonriéndoles hipócritamente. Al llegar a casa se dedicaba completamente al estudio musical de su sobrino para enmendar sus errores —después de que en un accidente de tránsito murieran los padres del niño sobre el periférico de la ciudad por culpa de un camión urbano pesetero—; derramaba el talento de sobra que se le había arrugado en las manos y se empeñaba en enseñarle la dura disciplina, a crear un monstruo de la improvisación inalcanzable, a interrumpir las horas de juego con interminables lecturas sincopadas: “tú solventarás mis fracasos, Memo, ¡órale, a practicar!”. Antes de comenzar le ensartaba un sorbo de alcohol en la boca; quizá por eso siempre llegaba borracho a la escuela y tenía problemas por romperle su instrumento a los niños de la Orquesta Estudiantil.
—Acepto, Bécquer, nomás te digo que si es una Yoko Ono, le paramos a la jugada y seguimos con lo nuestro.
—No lo olvides. Domingo. Cuatro en punto. En la Montejo, frente al Monumento Patria a donde van los chairos. De ahí nos trasladamos a La Quilla. Consígueme a un bataco, eso nos hace falta.
—¿Y el sax?
—Ya contacté a uno por el Facebook. Le apodan “Ligerito Rodríguez”.
—Tiene que ser maricón, a eso me suena —bajo la hamaca, botellas de alcohol y negros vinilos resaltaban las obsesiones más queridas del Memo; finalmente, las ganas de ahogar penas y pesares se fueron. Atrás de la puerta se derrumbó un Don Cellini con la escopeta en mano; apuntaba directamente hacia la nuca de su sobrino.
—¡Órale, cabrón! ¡Póngase a estudiar!

Ojos tristes - Domingo/4:30 p.m. – Lunes/00:00 a.m.

—Llegas tarde, Memolonga, dijimos a las cuatro en punto.
—Esperaba al Chita, no te me alteres. Chita: El Bécquer. Bécquer: El Chita. Ahora que se conocen, presúmenos, ¿en dónde está la güerita?
­—Está por llegar. Hoy no tocaremos, es noche de música indie, creo. El plan es que nos presentemos como grupo —dijo Bécquer, que con los nervios doblegados inició a contemplar como halcón a Ojos tristes que llegaba desde el fondo con los audífonos bien puestos; venía como se lo esperaba, tan soñada, tan única.
—No mames, Bécquer, se parece a Mon Laferte.
—Cállate Chita, vas a agüitar al Bécquer; debe ser una de esas cantantes guturales de metal.
Ojos tristes caminó por una línea de concreto sobre la escarpa de la avenida. Para Bécquer esto hizo que se acentuara más su figura. Las hojas caían sobre su pelo y se anudaban entre los audífonos. Como equilibrista, mantenía su andar de modelo en pasarela, pero desde el principio de su cuerpo que no se conocía ni se acertaba, era común tener unas ganas inmensas de tatuarse ese su nombre irreconocible; tener en la espalda una marca indeleble de su misterioso color negro. Al llegar y presentarse fue un hecho, era una cantante de metal que gustaba escucharse a sí misma entre bandas de La Quilla: un lugar de toquines independientes para músicos guturales amateurs. Quién lo diría.
Un poco más tarde, en el camión, los labios hinchados de Ojos tristes se quedaron en Bécquer, quien estaba incluso más nervioso que antes. “Hoy canto, algo así como a la Here Comes The Kraken!”, nadie dijo nada porque nadie sabía qué mierda era eso.
Cuando llegaron a La Quilla se dieron cuenta, todos vestían de negro y hacían un slam lleno de golpes. Lo que más excitó al Bécquer fue verla entrar a ese derrumbe de sudores y danza ritualista de secta haciendo invocación al diablo. “¿Qué verga hacemos aquí?”, se preguntaron todos, pero el Bécquer decidió tomarse un pulque en chinga para olvidarse de que, el próximo mes, Ojos tristes iba fingir que le gustaba la música jazz e iría a verlos a una competencia de bandas sin género, enfrentándose, tal vez, al estilo que acababan de conocer en serio y que no tenía nada que ver con el Kind of Blue de Miles Davis ni mucho menos a los suaves vals de Guty Cárdenas.


Ligerito Rodríguez - Lunes/1:00 a.m.

Se fueron de La Quilla porque a Bécquer se le subieron las tripas después de entrar a los tanques de marihuana. De a poquito y cojeando, el lomo de Chita y los hombros de Ojos tristes, tuvieron que cargar el cuerpo de un poeta crucificado; con Memo de guarda, caminaron hasta la Catedral. No hubo suerte. La plaza seguía llena y, en la explanada de San Idelfonso, el poeta se les vomitó sobre las luces del suelo. La luz de la iglesia franciscana iluminó: los fracasos de fosa en la cara de Bécquer y los anhelos rotos de Chita por tener una banda de jazz. Derrotados por el calor de la noche, sentaron al hombre muerto. Ojitos prendió una luciérnaga sabor melón y decepcionada dijo: “no tienen una banda de jazz, ¿verdad?” Memo titubeó y se mordió las uñas, empujó al Chita.
Del otro lado de la calle, retumbó como de una versión remasterizada, el Blue Train de John Coltrane, y apareció: pedía dinero en las mesas de sopa de lima y tortas de asado con queso, vestía con sombrerito jipijapa y unos converse de suela abierta.
—Es él, muchachos. Es Ligerito Rodríguez, ¡coño, miren nomás al cabrón! —había revivido Bécquer, para dar esperanza al grupo, para señalar al maestro. Era un saxofonista bohemio de las calles.
—Lo veo —dijo Chita con las pupilas dilatadas—. Es un maldito, un prodigioso y vagabundo jazzero de manos ágiles, de nueva gran estafa por melodía, y es algo tan parecido al hijo de Bird, el pájaro Parker invocando al bebop bajo la luz de una luna, tocando a orillas de Harlem e improvisando notas de cuna para Shakespeare.
—No seas mamón. Creo que tengo un orgasmo en los oídos —remató Memo, con sus ojos entrecerrados y siguiendo el compás imposible.  
Ligerito Rodríguez es hijo del señor doctor Cantinas, cliente frecuente en el Cardenales Club y músico cubano en La Negrita los sábados. El señor doctor Cantinas fue más bien un menonita rebelde exiliado y que presumió su overol y la camisa siempre-a-cuadros frente a la barra. Ahora vive en el norte de la ciudad por City Center y el Club Campestre Deluxe. El apodo es por su garganta tequilera y de espino de henequén. Ligerito Rodríguez es también hijo de una cubanita que hacía críticas cinematográficas de Fidel Castro y unos mangos de Caín pudriéndose. Sus padres se conocieron cuando el menonita sudó el carnaval caníbal de La Habana, en un viaje que hizo desde el puerto de Sisal. Su primer instrumento fue el nylon de un empaque de sabritas clásicas de contrabando y un peine soplador de plástico chino.
Las clases de solfeo fueron las de su madre recién mexicanizada y libre del comunismo, las lecciones en el sax eran de Alto Cedro e iba a Macané para ir hasta la Buenavista Social Club con su compadre el Compay Segundo al compás de un son chan chan y una pena del Junica en el puerto de Progreso, para toparse por fin con la Blanquita, la Mérida de los pájaros chifladores a pleno atardecer/pueblo antiguo, ciudad T’Hó, prometida capital de la cultura.
Un domingo, en su octavo cumpleaños, llevaron al niño Rodríguez a conocer el Mcdonald's de la ciudad. A través de la ventana, un snowbird vagabundo embarbado se desvivía con otro ritmo, un tono desconocido, extraño, inalcanzable, y lo sintió familiar. Era un Round Midnight, era un tipo de amor musical a primera vista.
—Buenas noches, señor, soy Luis.
—Evening, cuate, ¿qué se le ofrece? —El hombre bajó un momento el sax oxidado con el que tocaba y se limpió la saliva con mucha normalidad.
­—Mi hijo quería acercarse a escucharlo tocar —dijo su madre.
—Thank you, my kiddo! Con-sejo: decimos adiós, pero nada nos quita… —al extranjero jubilado se le olvidó cómo decir corazón, por ese motivo se tuvo el sax pegado al pecho y extendió su mano esperando recibir una moneda. Su madre miró en el niño los óvalos de su pupila dilatándose, como flotando, y como que era de verdad: la imagen de un músico de calle nocturna se le había estampado en su cajita feliz esa noche.
—PUTA madre, tocas chingón, eres una… —decía el Memo, que hasta le dio el resto de las luciérnagas de melón como ofrenda.
—No fumo, gracias —dijo Ligerito, pues sus pulmones eran el aparato de su oficio bohemio. Caminaron hasta el inicio del remate de la Montejo y hablaron de las bandas locales y su moda indie sintetizada y progresiva; entraron a un Oxxo para comprarle un café al Bécquer.
—¿Y cómo se llaman? —preguntó Ojos tristes.
—Poeta, está preguntando que cómo nos llamamos —murmuró Memo, que giraba la vista hacia las bebidas alcohólicas para decir un nombre de pila provisional; en su desesperación alzó la voz para decir—: Vodka Beethoven.
—Ah, ok. ¿Y no les parece que es un nombre como neoliberalista? —opinó Ojitos. Desde luego sabía que mentían y esperaba que dejaran de comportarse como imbéciles. También no dejó de mirar a Chita, que asombrado, no podía dejar de inventarse las soluciones para que Bécquer dejara de vomitar.
—Ahora que te vas a poner chaira, Miss Monroe, dinos una de tus magnificas opciones para el nombre del grupo —dijo Memo, harto de las tambaleadas del Bécquer.
Sentados todos en una banca pensaron: el nombre debía de ser emblemático, descarado. Entonces miraron hacia el edificio más porfiriano de la ciudad. Como de epifanía, de mandamiento de Dios escrito sobre roca, y en un aviso turístico para los extranjeros: Montejo Boulevard era su nombre: escúchese la pista 37 de su guía turística en voz de Jorge/Loquendo.
    
Ensambles

En un cartelito de la Telcel se anunció el concurso de bandas: ¡Rescate de géneros, nuevos talentos! El ganador abriría el concierto de The Killers en el Auditorio Nacional.
—Qué pendejada —dijo Bécquer—. ¿No conoces a alguien que pueda darnos nuestro debut como banda independiente?
—Claro que sí, está Xibalbá, es amigo de un amigo, es amigo de todos —dijo Chita, que no tardó en sacar el teléfono y conseguir un toquín en La Quilla—. Tenemos dos meses muchachos, a trabajar.
En el segundo piso abandonado del Bécquer pegaron con kola loka la fotografía de Louis Armstrong y le prendieron una veladora. Fumaron y se pusieron a ensayar.
—¿Y quién va a cantar? —preguntó Bécquer.
—Pues tú, no jodas —afirmaron todos, y Chita lo convenció—: tienes la voz de Frank Sinatra en sus años de mayate en el Acapulco Golden.
Las noches fueron contratiempos de a ¾: el swing de Chita en la bataca, el chan chan de los solos de Ligerito en el sax, un bajo salvaje en los dedos del Memo y la voz al itálico modo del Bécquer. Al principio estaban rancios, pero después de mucho embriagarse, de fumarse y de tocarse todo lo que necesitaban, no les bastó nada más que el vivir de ellos y de su música.
—Nosotros somos Montejo Boulevard y ésta rola nos la plagiamos de una versión desconocida del Time Out —dijo Bécquer, ahora con look bohemio y hippioso.
Todos los gargantúas no se movieron porque el swing no les cabía en los oídos. Mejor bienvenidos serían en el Café Chocolate. Ligerito lo supuso. Sin embargo, hicieron ambiente como de elevador en las plazas comerciales y pusieron a todos a fumarse de la chronic tropical y de la oaxaqueña recién llegada. 
En pleno ambiente swing entró Ojitos y los miró desde la entrada junto a Xibalbá.
—¿Ya viste, poeta? Ese cabrón se parece a Tankian —dijo Memo antes de tocar la última rola.
—¿A quién?
—El de Sytem of a Down, mira su barba, es como un cabrito.
Cuando bajaron del escenario, Xibalbá los recibió y les propuso una nueva noche beatnik para amantes del jazz como ellos. Les recomendó quitarse ese outfit de popero drogadicto y presentarse como verdaderos jazzistas; después de todo, logró convencerlos para entrar al concurso y pensar en el primer álbum del renacimiento jazzístico de la historia meridana en décadas.
En más noches de ensayos, mientras planeaban el robo de un carrito del supermercado para el video de su primer sencillo, la Ojos tristes comenzó a atragantarse con el Bécquer. Era un sueño cumplido. Después de todo, el objetivo estaba hecho. Era verdad, Ojitos era una metalera chida. Leían poemas de una antigua edición de Tarumba después de tener sexo hasta el punto de tomarse una foto replicada del mismo Sabines y Chepita o de Lennon y Yoko. Analogías casuales del mundo artístico. La vida de músico no da para dos pasiones carnales. Por eso, en la primera noche beatnik de La Quilla, después del After, Bécquer descubrió a la Ojitos metiéndose coca y cogiéndose a Xibalbá.
—No la mereces, concéntrate en el concurso, falta una semana —Ligerito se lo dejaba claro seriamente, mientras se repartían peyote y pedazos de pizza; continuó—: ¿te digo algo? Debemos dedicarnos a la vida de músico el resto del tiempo que nos queda. Estudiar en la veracruzana. Imagínate.
—Hoy mismo le diré a mis padres —declaró el Bécquer, asegurándose una vida de perro, o no. Porque fue el único que esa noche pudo enfrentar al lugar de sacrificio, la mesa de comida con su padre y madre al frente:
—Voy a ser músico —declaró Bécquer. Y explotaron unas fosas de alambre de la boca repleta de huevos estrellados y de tortillas. Pues esta época, escuchó del sermón, es demasiado miserable como para ser un sucio vagabundo. Esa noche soñó con el Monumento Patria rebosado de partituras y él en calzones postrado como iguana en piedra.
Y helos aquí. Esperando su turno en el backstage del Rock Campeonato Telcel. Esperan con trajes de nervios. Chita no está y la banda no puede subir sin bataco.

Después del After

—Mi nombre es Adolfo —dijo y, en un plano americano saludando, estaba Bécquer sobre las escaleras del Monumento Patria hecho hombre de barbas y arrugas. La señorita reportera local vestía con una falda azuloscuro y anolaba sus Tic tacs Oranges—. He puesto la música regional en la cumbre —recalcaba— y era el único visionario conciliatorio de la quinta etapa de la composición jazzística experimental del Sureste—. El Poeta se percató de la señorita y de sus pupilas que se dilataban casi como a Ojos tristes; retrocedía entonces, y era como cuando se le expandían las ideas hermosas virginales de su juventud.
—Y ahora que ha vuelto a la ciudad, ¿es usted, señor Poeta, un representante de la música yucateca a nivel nacional e internacional? —le preguntaban, pero el juego de respuestas se hundía para Bécquer hasta donde no alcanzaba la vista; de esta forma, la avenida se hizo aún más larga y, como contándose los años en retroceso, él también se redujo a casi todo.
En el McCarthy’s, Montejo Boulevard abría su homenaje con el Moanin’ de Art Blakey y los Mensajeros del Jazz. Ahora ya sin Chita, tocaban para los mediacosabonita y algunos hijosdepapi. Todo daba igual, nadie sabía qué clase de música sublime les entraba por el oído. Así como se interiorizaba, así se les salía de los audífonos y terminaban escuchando alguna escala de salsa colombiana o en el peor de los casos un remix de Come Together en bachata, cumbia o reggetón, en donde la palabra Coca-cola retumbaba aún más que la voz de John Lennon.   
—Cuando me muera, Bécquer —le dijo Memo atrás de la barra, cuando todos se habían ido y escuchaban Imagine a escondidas—, quiero que me entierren en el Monumento Patria.
—Promesa —le contestó. Era indudable, no era el único que deseaba enterrarse sobre la Montejo; al fin de cuentas era una manera afrancesada de soñar con la muerte—. Me dieron resultados —le confesó— me voy de la ciudad.
—¿Y qué pasará con Ojotes Tristes? —preguntó Ligerito, que dormía sobre restos de papa y colillas, y que apenas escuchó lo de Bécquer soltó algunas lágrimas de nostalgia premeditada.
—Estará bien. Ya no me necesita.
—¡Quién cómo tú, mi Bécquer! Siempre supe que tú sí te ibas a convertir en Poeta.
Apenas puso un pie en Mérida, lo primero que hizo fue llamarle a Memo. Nunca contestó. Decidió ir al Impala para tragarse un Club Sándwich. Mientras masticaba el tercer bocado, no se engañó a sí mismo, era Ligerito Rodríguez cargado por un par de huesos y una camisa hawaiana con una figurita bordada de Bob Esponja en la espalda. Tocaba mejor que nunca el sax. El óxido también le cubría parte de su cuerpo y era un hombre derribado por los años bohemios. Sin embargo, sus movimientos en las manos eran incluso más bailarines, más equilibristas sobre motocicleta que antes. En la cumbre del reencuentro estuvo Ligerito sorbiendo persistentemente el café escaso, sus dientes amarillos sacudían los rastros de mosca y las canas de lobo Alaska despeinaban unos meses de renta sin pagar.
—Tienen un hijo... Yo fui su maestro de sax hace cinco años —dijo, contento de volver a conversar con un viejo hermano—; y lo de Memo fue lamentable. Lo peor es que su familia tiene los restos en su casa, está sobre una grabadora que reproduce los hosannas del coro católico más espantoso que te puedas imaginar.
—¿Te acuerdas que al Memo siempre se le ocurrió grabar ese videoclip sobre la Boulevard? —recordó gloriosamente Bécquer, y soltó los años de coraje entre el primer enjambre y el olvido de un joven-amor-rencoroso-e-inmaduro. Entonces, en un arranque de apuestas sin motivo y en los restos de inocencia que le sobraba—: ¡vamos por él, Rodríguez!, ¡vamos por él!
Frente a la cámara, Bécquer ha dejado de responder. Frente a los años dorados encima, se expandió el sueño de encueradas hojas en blanco y un cuerpo desnudo al sol. En paralelo, empezó a sentir que todo le debe al Montejo Boulevard, absolutamente todo. Parecía que acababa de tragarse una mentira. De pronto sobre el paseo de Montejo surgieron: Ojos tristes, al volante; Chita, en guayabera verde limón; y atrás Ligerito, alzando la caja de Memo y con todos los instrumentos achocados.
Sobre una Chevrolet y con la promesa impertinente se fueron dentro de la oscuridad de los faroles en la avenida. Se hizo de noche y los restos de su amigo empezaron a silenciarse a lo John Cage y un pentagrama fue alejándose en medio de toda la verdadera Montejo Boulevard, echando en sus bordes las cenizas de su joven incredulidad con las ansias de llegar a ser músico.

DANIEL SIBAJA (Mérida, Yucatán, 1997). Es alumno de la Licenciatura de Literatura Latinoamericana en la Universidad Autónoma de Yucatán. Egresado del Centro de Educación Artística “Ermilo Abreu Gómez” en el área de Letras. Ha publicado en diversos medios digitales e impresos. Ganador del Concurso de Cuento Breve de la 6° Feria Nacional del Libro INBA-CEDART 2015. Becario del PECDA Jóvenes Creadores en la categoría de cuento (2017-2018) y del Festival Cultural Interfaz 2018. Forma parte del Consejo Editorial de “Bistró. Revista Bimestral de Poesía y del Centro de Experimentación Literaria”. Por decisión unánime, las jurados de la Convocatoria a Primer Edición de La Comuna Girondo eligieron a Montejo Boulevard, para su edición en esta fondo editorial.

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