El sol sobre la fachada de una iglesia, los vestigios de un hospital o una escuela, el letrero que advierte el paso del tren. De pronto, sobre nosotros su incendio. Ya no saldrán las fotos, me dicen, y yo ajusto la cámara. Se ríe M cuando mira la imagen: un rayón de luz sobre el lienzo quemado. Yu habla de esas manchas que deforman el cerebro y lo contradicen.
Enfocar el paisaje, insistir en los detalles, el color del desierto, los reflejos de las piedras en el límite de los caminos. La cámara fotográfica y la escritura.
Llegamos a Ciudad Frontera. Media hora después tenemos los permisos. Nos ha quedado un sin sabor. El hombre uniformado nos trató mal, L tuvo la sensación de que nos negaría la entrada.
Todo ocurre muy rápido. La familia de F, mi esposo, es familia de viajes. De una ciudad a otra, de un país a otro, la pasión por mirar las luces en rostros desconocidos. Estremece pensar en quienes se internan en los desiertos, bajo el cielo de la soledad, el frío, la incertidumbre. Leí: “México continúa expulsando más migrantes de los que han retornado al país y la explicación es sencilla: Estados Unidos está comenzado a mostrar signos de recuperación, pues su tasa de desempleo ha disminuido (de 2010 fue de 9.6 por ciento y en 2013 es de 7.4 por ciento); como consecuencia, los flujos migratorios vuelven a responder”.
El cielo se cierra. El mundo se hunde en los faros encendidos de los autos. Se hunden el viento, la velocidad. Avanzan, sí, con acelerador firme.
Volvemos a la carretera. L al volante. En la parte trasera del auto Yu, M y yo, apretados como deben ser los sentimientos de las familias. F pone música.
Mi padre y mi madre son viajeros incansables. Conozco mi país por mis padres. Luego, los viajes personales. Hay, sin embargo, una nebulosa sobre ese tiempo, una mancha como la que oscurece al cerebro. Imágenes sueltas:
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