TEXTOS CARDINALES 7. El cuadrilátero del lenguaje | Michel Foucault



Algunas observaciones para terminar. Las cuatro teorías —de la proposición, de la articulación, de la designación y de la derivación— forman como los segmentos de un cuadrilátero. Se oponen de dos en dos y se apoyan de dos en dos. La articulación es lo que da contenido a la pura forma verbal, aun vacía, de la proposición; la llena, pero se opone a ella como una denominación que diferencia las cosas se opone a la atribución que las une. La teoría de la designación manifiesta el punto de vinculación de todas las formas nominales que recorta la articulación; pero se opone a ésta, como la designación instantánea, gesticular, perpendicular se opone al recorte de las generalidades. La teoría de la derivación muestra el movimiento continuo de las palabras a partir de su origen, pero el deslizamiento por la superficie de la representación se opone al lazo único y estable que vincula una raíz con una representación. Por último, la derivación hace volver a la proposición, ya que sin ella la designación permanecería replegada sobre sí y no podría adquirir esta generalidad que autoriza un lazo de atribución; sin embargo, la derivación se efectúa de acuerdo con una figura espacial, en tanto que la proposición se desarrolla según un orden sucesivo.

Es necesario hacer notar que entre los vértices opuestos de este rectángulo existen relaciones diagonales. En primer lugar, entre la articulación y la derivación: es posible tener un lenguaje articulado, con palabras que se yuxtaponen, se empalman o se ordenan unas a otras, en la medida en que, a partir de su valor de origen y del simple acto de designación que las ha fundamentado, las palabras no han dejado de derivarse, adquiriendo una extensión variable; de allí, un eje que atraviesa todo el cuadrilátero del lenguaje; a lo largo de esta línea se fija el estado de una lengua: sus capacidades de articulación son prescritas por el punto de derivación al que ha llegado; allí se definen, a la vez, su postura histórica y su poder de discriminación. La otra diagonal va de la proposición al origen, es decir, de la afirmación implícita en todo acto de juzgar a la designación implícita en todo acto de nombrar; a lo largo de este eje se establece la relación de las palabras con lo que representan: aparece así que las palabras no sólo dicen el ser de la representación, sino que siempre nombran algo representado. La primera diagonal señala el progreso del lenguaje en su poder de especificación; la segunda, el embrollamiento indefinido del lenguaje y de la representación —el desdoblamiento que hace el signo verbal representa siempre una representación. Sobre esta última línea, la palabra funciona como sustituto (con su poder de representar); sobre la primera, como elemento (con su poder de componer y de descomponer).

En el punto de cruce de estas dos diagonales, en el centro del cuadrilátero, allí donde el desdoblamiento de la representación se descubre como análisis y donde el sustituto tiene el poder de repartir, allí donde se alojan, en consecuencia, la posibilidad y el principio de una taxinomia general de la representación, allí está el nombre. Nombrar es, todo a un tiempo, dar la representación verbal de una representación y colocarla en un cuadro general. Toda la teoría clásica del lenguaje se organiza en torno a este ser privilegiado y central. En él se cruzan todas las funciones del lenguaje, ya que se le debe el que las representaciones puedan figurar en una proposición. También se le debe el que el discurso se articule sobre el conocimiento. Bien entendido, sólo el juicio puede ser verdadero o falso. Pero si todos los nombres fueran exactos, si el análisis en que descansan hubiera sido perfectamente reflexionado, si la lengua estuviera «bien hecha», no habría ninguna dificultad para pronunciar juicios verdaderos y el error, en el caso de que se produjera, sería tan fácil de descubrir y tan evidente como en un cálculo algebraico. Pero la imperfección del análisis y todos los deslizamientos de la derivación han impuesto nombres a los análisis, a las abstracciones o a las combinaciones ilegítimas. Lo que no tendría inconveniente alguno (por ejemplo, el dar un nombre a los monstruos de la fábula), si la palabra se diera como representación de una representación: tanto que no es posible pensar una palabra —por abstracta, general y vacía que sea— sin afirmar la posibilidad de lo que representa. Por ello, en la mitad del cuadrilátero del lenguaje, el nombre aparece a la vez como el punto hacia el cual convergen todas las estructuras de la lengua (es su figura más íntima, la mejor protegida, el puro resultado interior de todas su convenciones, de todas sus reglas, de toda su historia) y como el punto a partir del cual todo el lenguaje puede entrar en relación con la verdad por la que será juzgado.

Allí se anuda toda la experiencia clásica del lenguaje: el carácter reversible del análisis gramatical que es, de un solo golpe, ciencia y prescripción, estudio de las palabras y regla para construirlas, utilizarlas, reformarlas en su función representativa; el nominalismo fundamental de la filosofía desde Hobbes hasta la Ideología, nominalismo que es inseparable de una crítica del lenguaje y de toda esta desconfianza con respecto a las palabras generales y abstractas que encontramos en Malebranche, en Berkeley, en Condillac y en Hume; la gran utopía de un lenguaje perfectamente transparente en el que las cosas mismas se nombrarían sin turbiedades, sea por un sistema totalmente arbitrario, pero reflexionado con toda exactitud (lengua artificial), sea por un lenguaje tan natural que traduciría el pensamiento como el rostro cuando expresa una pasión (Rousseau soñó, en el primero de sus Dialogues, con este lenguaje hecho de signos inmediatos). Puede decirse que es el Nombre el que organiza todo el discurso clásico; hablar o escribir no es decir las cosas o expresarse, no es jugar con el lenguaje, es encaminarse hacia el acto soberano de la denominación, ir, a través del lenguaje, justo hasta el lugar en el que las cosas y las palabras se anudan en su esencia común y que permite darles un nombre. Pero este nombre, una vez enunciado, reabsorbe y borra todo el lenguaje que ha conducido hasta él o que se ha atravesado a fin de llegar a él. De tal suerte que, en su esencia profunda, el discurso clásico tiende siempre a este límite; pero sólo subsiste al retroceder. Camina en el suspenso, mantenido sin cesar, del Nombre. Por ello, en su posibilidad misma, está ligado a la retórica, es decir, a todo ese espacio que rodea al nombre, lo hace oscilar en tomo a lo que representa, hace surgir los elementos, la cercanía o las analogías de lo que nombra. Las figuras que atraviesa el discurso aseguran el retardo del nombre que viene en el último momento a llenarlas y a abolirías. El nombre es el término del discurso. Y quizá toda la literatura clásica se aloja en este espacio, en este movimiento para alcanzar un nombre siempre dudoso ya que mata, al agotarla, la posibilidad de hablar. Este movimiento es el que ha arrebatado la experiencia del lenguaje desde el testimonio, tan contenido, de La Princesse de Cléves hasta la violencia inmediata de Juliette. Aquí, la denominación se da al fin en su desnudez más simple y las figuras de la retórica que, hasta ahora, la tenían en suspenso, oscilan y se convierten en las figuras indefinidas del deseo a tal grado que los mismos nombres siempre repetidos se agotan en el examen sin que les sea dado jamás alcanzar el límite. 

Toda la literatura clásica se aloja en el movimiento que va de la figura del nombre al nombre mismo, pasando de la tarea de nombrar aún la misma cosa por medio de nuevas figuras (es el preciosismo) a la de nombrar por medio de palabras justas al fin lo que jamás lo ha sido o ha permanecido dormido entre los pliegues de palabras lejanas: por ejemplo, los secretos del alma, estas impresiones nacidas en el límite del cuerpo y de las cosas y, para las cuales, el lenguaje de la Cinquiéme Réverie se ha tomado espontáneamente límpido. El romanticismo creerá haber roto con la época precedente por haber aprendido a nombrar las cosas por su nombre. A decir verdad, todo el clasicismo tendía a ello: Hugo cumple la promesa de Voiture. Pero, por este hecho mismo, el nombre deja de ser la recompensa del lenguaje; se convierte en su materia enigmática. El único momento —intolerable y oculto hace mucho tiempo en el secreto— en el que el nombre fue a la vez logro y sustancia del lenguaje, promesa y materia en bruto, fue cuando, con Sade, fue atravesado en toda su extensión por el deseo, cuyo lugar de aparición era, la saciedad y el recomienzo indefinido. De allí, el hecho de que la obra de Sade represente, en nuestra cultura, el papel de un incesante murmullo primordial. Con esta violencia del nombre pronunciado al fin por sí mismo, el lenguaje emerge en su brutalidad de cosa; las otras «partes de la oración» toman a su vez su autonomía, escapan al dominio del nombre y dejan de formar una ronda accesoria de ornamentos en torno a él. Y dado que no hay una belleza especial en «retener» al lenguaje en tomo y al borde del nombre, en hacerle mostrar lo que no dice, habrá un discurso no discursivo cuyo papel será el manifestar el lenguaje en su ser en bruto. Este ser propio del lenguaje es lo que el siglo XIX llamará el Verbo (por oposición al «verbo» de los clásicos, cuya función era prender, discreta pero continuamente, el lenguaje al ser de la representación). Y el discurso que retiene este ser y lo libera para sí mismo es la literatura.

En torno a este privilegio clásico del nombre, los segmentos teóricos (proposición, articulación, designación y derivación) definen el linde de lo que antes era la experiencia del lenguaje. Al analizarlos paso a paso, no se trataba de hacer una historia de las concepciones gramaticales de los siglos XVII y XVIII, ni de establecer el perfil general de lo que los hombres hayan podido pensar acerca del lenguaje. Se trataba de determinar en qué condiciones puede convertirse el lenguaje en el objeto de un saber y entre cuáles límites se despliega este dominio epistemológico. No se trata de calcular el común denominador de las opiniones, sino definir a partir de qué era posible que hubiera opiniones —sean las que fueren— sobre el lenguaje. Por ello, este rectángulo dibuja una periferia más que una figura interior y muestra cómo el lenguaje se enreda con lo que le es exterior e indispensable. Hemos visto que sólo hay lenguaje por virtud de la proposición: sin la presencia, cuando menos implícita, del verbo ser y de la relación de atribución que autoriza, no se tendría un lenguaje, sino signos como los demás. La forma proposicional exige como condición del lenguaje la afirmación de una relación de identidad o de diferencia: no se habla sino en la medida en que es posible esta relación. Pero los otros tres segmentos teóricos implican otra exigencia: para que haya derivación de palabras a partir de su origen, para que haya una pertenencia originaria de una raíz a su significación, en fin, para que haya un recorte articulado de las representaciones, es necesario que haya, desde la experiencia más inmediata, un rumor analógico de las cosas, de las semejanzas que se dan de entrada. Si todo fuera una diversidad absoluta, el pensamiento estaría destinado a la singularidad, y, como la estatua de Condillac antes de que empiece a recordar y a comparar, estaría destinado a la dispersión absoluta y a la absoluta monotonía. No serían posibles ni la memoria ni la imaginación, ni, en consecuencia, la reflexión. Sería imposible comparar las cosas entre sí, de definir sus rasgos idénticos y de fundar un nombre común. No habría lenguaje. Si el lenguaje existe es porque, debajo de las identidades y las diferencias, está el fondo de las continuidades, de las semejanzas, de las repeticiones, de los entrecruzamientos naturales. La semejanza, excluida del saber desde principios del siglo XVII, constituye siempre el límite exterior del lenguaje: el anillo que rodea el dominio de lo que se puede analizar, ordenar y conocer. Es el murmullo que el discurso disipa, pero sin el cual no podría hablar.

Podemos apresar ahora cuál es la unidad sólida y cerrada del lenguaje en la experiencia clásica. Es ella la que, por el juego de una designación articulada, hace entrar la semejanza en la relación preposicional. Es decir, en un sistema de identidades y de diferencias, tal como es fundamentado por el verbo ser y manifestado por la red de nombres. La tarea fundamental del «discurso» clásico es atribuir un nombre a las cosas y nombrar su ser en este nombre. Durante dos siglos, el discurso occidental fue el lugar de la ontología. Al nombrar el ser de toda representación en general era filosofía: teoría del conocimiento y análisis de las ideas. Al atribuir a cada cosa representada el nombre que le convenía y que, por encima de todo el campo de la representación, disponía la red de una lengua bien hecha, era ciencia —nomenclatura y taxinomia.


Michel Foucault. Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas
Siglo XXI, 1997. pp. 375. 


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