caricatura di Umberto Eco (su Pinzellades al món: Literatura i art: caricatures d'escriptors de Tullio Pericoli) |
Las grandes exposiciones retrospectivas son siempre útiles para destruir las leyendas y corregir los lugares comunes. Como se nos ha educado para que pensásemos que Hayez es un pintor kitsch, para corregir mis lugares comunes he ido a ver la exposición de Hayez. Es muy camp, ya se sabe, descubrir que el kitsch (presunto) era, en realidad, arte «verdadero», como también recibir, por otra parte, la iluminación de que el arte llamado «verdadero» es, en cambio, kitsch y por esa razón me he apresurado a ir a la exposición. El día antes de que se clausurara. No fui al comienzo para tomar distancia y porque considero que, si un pintor trabajó hace más de cien años, verlo un mes antes o un mes después es lo mismo.
La sorpresa que he tenido en la exposición de Hayez es que el lugar común no debía de ser correcto. En términos muy claros, Hayez es un pintor pésimo. Más aún: no es un pintor, es un buen ilustrador que hoy podría hacer cubiertas para novelas populares y tal vez ni siquiera eso, porque hasta los diversos Frazetta han elaborado ya técnicas mucho más sutiles. Y digo que me ha desagradado ver tantos escolares correteando por aquellas salas con guías municipales que les explicaban los misterios del romanticismo pictórico, porque he sentido la dolorosa sospecha de que esas tiernas mentes, tan maltratadas en la fase más delicada de su maduración, van camino de drogarse con realismo socialista.
La reacción ante una exposición es instintiva. Mis instintos estaban muy bien dispuestos (¡qué gozo me prometía con esa revisión neomedieval!); y, sin embargo, por instinto, ante cada cuadro me decía que Hayez hacía mala pintura.
Me di cuenta así de que no se puede evitar hacer estética, porque, a menos que se reaccione ante esas experiencias con juicios emotivos (del tipo de «yo a ese tipo no lo soporto», y sin justificaciones que no sean las razones supremas del deseo), para decir que un pintor es malo hay que tener una Idea del Arte.
Advertí que la idea del arte a partir de la cual rechazaba a Hayez era aún la que practicaba desde hacía tiempo, aunque sin sacarla a colación cada dos por tres. Podría resumirla aun en la fórmula, debida a Jakobson, de autorreflexividad y ambigüedad, a lo sumo aclarándola un poco.
Estamos acostumbrados a considerar arte los objetos que a) por un lado, nos obligan a examinar el modo en que están hechos y b) por otro, en cierta medida nos dejan inquietos, porque no es tan evidente que quieran decir lo que aparentemente quieren decir. En ese sentido, la «ambigüedad» no es necesariamente reducible a la deformación, a la innovación estilística, a la ruptura de las expectativas; puede ser también eso (y en el arte contemporáneo con frecuencia lo es y lo era), pero sobre todo quiere decir «exceso de sentido» o «polisemia», si se quiere (¿o preferimos decir «apertura»?). La obra está ahí, cuadro, poesía, novela, parece que nos cuenta que en alguna parte existe una mujer, una flor, una colina desde la que se ven otras colinas, un poeta que ama a una criatura angelical, y, sin embargo, advertimos que no dice solo eso, sino que sugiere algo más (y a veces lo contrario precisamente de lo que parece decir).
Ahora pasemos al buen Hayez. Primera impresión: cuando nos dice «aquí tenemos al dux Fulano de Tal recibiendo al mensajero del inquisidor» (o bien «aquí tenemos a los patriotas griegos que deben abandonar su tierra, llorando»), parece que diga exactamente esas cosas y nada más. Ese dux es exactamente un dux (lo malo es que por lo general no es ese dux, sino un dux, la «dogaresidad» en general), no es sino un dux que escucha a los mensajeros del inquisidor y, como el mensaje le da dolor (lo dice incluso el título, para evitar equívocos), el dux está lo que se dice dolorido y doloridos están pajes y sirvientes en torno a él (dicho sea de paso, los mensajeros del inquisidor son, en cambio, falsos y malvados, como les corresponde). ¿Y qué diablos me importa la historia de ese dux, cuyo nombre por fortuna he olvidado? Lo que se dice nada, evidentemente. Hayez no hace «palpitar» la tela: pero, si la expresión puede parecer impresionista, diré que no me sugiere la idea de que en lo que dice haya un exceso de sentido.
Podemos preguntarnos: ¿existe de verdad un exceso de sentido en una bella columna dórica o en un cuadrado de van Doesburg? Supongamos que no, por ahora. Pero aquí salta el otro aspecto (complementario) del objeto artístico, su autorreflexividad. Sucede que, frente al templo o al cuadro abstracto, no dejo nunca de admirar lo bien hecho que está. Sé que es difícil decir qué significa «estar bien hecho», pero frente a esta experiencia de la autorreflexividad, frente al estupor por el cuidado y la admirable pasión con que el artista ha hecho «bien» tal cosa (acaso tan insignificante como un cilindro o un cuadrado), se me ocurre la sospecha de que existe el exceso de sentido y de que esa configuración quiere sugerirme «otra cosa».
Puedo decir que la pintura de Hayez está muy mal hecha, porque me recuerda el modo como yo (dibujante aficionado, pero no insulso cartoonist para comensales) intento dibujar. Hago una figura, un monje, pongamos por caso (como acostumbro), en primer plano, después me avergüenzo de ser tan soso y dibujo otros dos monjes en segundo plano. Como conozco la perspectiva (si bien a ojo), hago los dos monjes del fondo más pequeños que el primero. Pero, apenas intento ennegrecer el hábito del primero, con trazos de pentel, corro el peligro de confundirlo con el hábito también esbozado de los segundos. Y entonces, para hacer comprender a los demás (y a mí mismo) que las tres figuras están en planos distintos y son tres figuras diferentes, doy contorno, recalco las líneas que separan al primer monje del espacio blanco infinito y de las líneas que circunscriben a los otros dos monjes. En otras palabras, en vez de dejar que los cuerpos aparezcan en el espacio luminoso, nazcan de él, se definan dentro de él, mediante contrastes de luz y colores, los fuerzo en la armadura de un contorno.
Ahora bien, si vais a ver de cerca qué hace Hayez, os dais cuenta de que hace lo mismo. Una pierna es una pierna y, para volver evidente ese hecho maravilloso, Hayez contornea la pierna, no con una línea negra a carboncillo (porque, al fin y al cabo, es un artesano, que conoce el oficio), pero de hecho la contornea, la separa de lo que no es pierna, del resto del universo, y, si miráis el cuadro de cerca, os daréis cuenta de que con el pincel ha pasado y repasado las líneas de la pierna, porque el color y la luz no le bastan. Y eso se llama dibujar y dibujar con colores, si se quiere, pero no pintar. Y, además, creo que hasta dibujar con colores es otra cosa. Y entonces, está claro, con una pierna tan pierna (tan «piernosa», diría la Lucy de Charlie Brown), ¿cómo vamos a sospechar que haya un segundo sentido? Pierna es y en pierna se queda.
Hayez sabe hasta tal punto que no hay otros sentidos, que, para evitar «equívocos», como decíamos más arriba, pone el máximo cuidado en representar no a ese dux, ese cruzado, ese conde, sino la «Dogaresidad», la «Cruzadidad» y la «Condidad». Y, para hacerlo, le basta con echar mano del repertorio de la iconografía de su tiempo, de modo que cada una de sus niñas o cada uno de sus guerreros, nos recuerda a alguien que ya hemos visto, con esas narices largas y afiladas, esos ojos tristes, esos cabellos grasos, lisos y lacios: ya los hemos encontrado en los bellos grabados de los libros Sonzogno, en Jeannot, para entendernos, y en otros menores. Hayez dibuja dibujos, ilustra ilustraciones. Y, fijaos bien, no me importa que lo hiciera «antes» que otros. Lo hace.
Sin embargo, esa desgraciada condición suya nos explica por qué pareció, al fin y al cabo, pintor excelente a sus clientes y admiradores del siglo pasado. De hecho, no podemos creer que el siglo XIX no tuviera una idea del arte ni que estuviese dispuesto a dar todo por bueno. Es que el siglo XIX, o al menos el siglo XIX italiano, tenía una idea propia de la pintura como comentario de la literatura y el teatro. Hayez gustaba por motivos no pictóricos, sino literarios y escenográficos. Gustaba porque representaba la gestualidad y la disposición espacial de las escenas de melodrama (por eso sus ambientes son tan monumentales y vacíos, como si esperaran una invasión de comparsas), porque traducía exactamente en la tela expresiones que se apreciaban en la página, del tipo de «alzó sus húmedos ojos al cielo», o en la escena, donde se espera oír el sonido de los despiadados pasos.
Hace unos años Aurelio Minonne había publicado un hermoso ensayo sobre «El código cinésico en el “prontuario de las poses escénicas” de Alamanno Morelli» (Versus 22, enero-abril de 1979), donde examinaba la lógica «cinésica» (la semiótica gestual) de los teóricos del teatro decimonónico, con su código de poses y gestos de significado exacta y convencionalmente definido. El teatro decimonónico (sobre todo el melodrama) vivía de esas convenciones y, sin entenderlas, se corre el riesgo de confundir a Verdi con un trombón. En el mismo ensayo, Minonne mostraba que los pintores decimonónicos italianos seguían las mismas instrucciones para la escena, sobre todo (precisamente) Hayez. Prueba de que clientes y público pedían a Hayez, cuando pintaba, que les recordara el teatro.
Si esa era la petición que hacían a la pintura quienes la disfrutaban, bien hizo la pintura por un tiempo en satisfacerla y proporcionar, por así decir, una satisfacción sustitutiva: transmitía oportunidades de revivir emociones estéticas experimentadas en el teatro. Y, como ese tipo de experiencia (la evocación de la teatralidad) era esencial para ese público, se convertía en valor primario, en menoscabo de los otros que nosotros consideramos hoy fundamentales para definir la pintura en cuanto tal. Por eso, hay razones para preguntarse si para aquel público la pintura de Hayez no tendría en verdad un exceso de sentido: no hablaba de ese dux ni de la «Dogaresidad», sino del teatro que no era, y de la vida o de la historia como teatro (cantado).
Si es así, quizá en el siglo XIX Hayez fuera un artista. Pero, desde luego, hoy es difícil admitir esa posibilidad.
Evidentemente, en el siglo XIX la remisión intertextual (la pintura como sugerencia del teatro) prevalecía sobre la consideración textual (la pintura como pintura). Tal vez Hayez no fuese posmoderno, porque —como modernísimo (adecuado a su tiempo) que era— proporcionaba al público la mercancía que este le pedía, es decir, una pintura que no hablara de pintura. Pero se puede interpretar en sentido posmoderno, como triunfo descarado de la intertextualidad, como pintor que vivía de citas extra-pictóricas.
Todo es posible y vivimos en una civilización estéticamente libre y flexible. Pero, si la idea de obra tiene aún sentido, hasta la misreading de Hayez, que nos lo vuelve grande, puede legitimarse mediante un examen de su texto pictórico, aunque sea en diálogo libre y abierto con lo que no es texto, sino ambiente, enciclopedia de una época.
Sin embargo (y cierto es que con los años nos volvemos conservadores), preferiría que se presentara Hayez a los muchachos como un pintor que no hacía buena pintura, aun en un marco cultural en que la idea de buena pintura contaba mucho menos que la idea de «literatura» y de literalidad de la pintura.
Habrá que explicar también por qué la Idea del Arte del siglo XIX ya no es la nuestra... con el respeto debido a todas las Ideas (con tal de que no pretendan presentarse como la Idea).
Tomado del libro: De los espejos y otros ensayos (Penguin Random House, 2012).
Umberto Eco (Alessandria, Piamonte, Italia, 5 de enero de 1932 - Milán, Lombardía, 19 de febrero de 2016). Fue un escritor y filósofo italiano, experto en semiótica, célebre sobre todo por su novela El nombre de la rosa.
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