COLUMNA Nosotros, ¿quién? | Marina Garcés


En las sociedades occidentales modernas la palabra «nosotros» no nombra una realidad sino un problema. Es el problema sobre el que se ha edificado toda nuestra historia de construcción y de destrucción. Incluso podríamos decir que la modernidad occidental, hasta hoy, es la historia ambiciosa y sangrante del problema del nosotros.

En el mundo global simbólicamente nacido en 1989, tras la caída del muro de Berlín, el problema del nosotros adquiere rasgos propios que se han complicado tras la otra fecha fundadora de nuestra contemporaneidad: el 11 de septiembre de 2001. En el cruce de caminos entre estas dos temporalidades, vivimos en un mundo en el que triunfan a la vez una privatización extrema de la existencia individual y un recrudecimiento de los enfrentamientos aparentemente culturales, religiosos y étnicos, articulados sobre la dualidad nosotros/ellos. Por un lado, el nosotros ha perdido los nombres que habían sido conquistados para poder nombrar la fuerza emancipadora y abierta de lo colectivo. Por otro lado, el nosotros ha reconquistado su fuerza de separación, de agregación defensiva y de confrontación. Así, el espacio del nosotros se nos ofrece hoy como un refugio o como una trinchera, pero no como un sujeto emancipador. En el mundo global, no sólo el yo sino también el nosotros ha sido privatizado, encerrado en las lógicas del valor, la competencia y la identidad.

Los rasgos de novedad del mundo global tienen una historia: la de unas sociedades que se han construido a partir de la desvinculación de sus individuos respecto a cualquier dimensión compartida de la vida. La irreductibilidad del individuo, como unidad básica del mundo moderno, tanto político como científico, moral, económico y artístico está en la base de una dinámica social para la cual el nosotros sólo puede ser pensado como un artificio, como un resultado nunca garantizado. ¿Cómo construir una sociedad a partir de las voluntades individuales? ¿Qué tenemos en común? Son preguntas que parten de una abstracción: la primacía del individuo, como unidad desgajada de su vida en común. Hablar de «vida en común» no es sinónimo de identidad cultural o política, así como tampoco de la sumisión de la singularidad al uno, a la homogeneidad del todo. «Vida en común» es algo mucho más básico: el conjunto de relaciones tanto materiales como simbólicas que hacen posible una vida humana. Una vida humana, única e irreductible, sin embargo no se basta nunca a sí misma. Es imposible ser sólo un individuo. Lo dice nuestro cuerpo, su hambre, su frío, la marca de su ombligo, vacío presente que sutura el lazo perdido. Lo dice nuestra voz, con todos los acentos y tonalidades de nuestros mundos lingüísticos y afectivos incorporados. Lo dice nuestra imaginación, capaz de componerse con realidades conocidas y desconocidas para crear otros sentidos y otras realidades.

El ser humano es algo más que un ser social, su condición es relacional en un sentido que va mucho más allá de lo circunstancial: el ser humano no puede decir yo sin que resuene, al mismo tiempo, un nosotros. Nuestra historia moderna se ha construido sobre la negación de este principio tan simple. Por eso, el «nosotros» funciona en nuestras lenguas sólo como el plural de la primera persona. Como pronombre personal, «nosotros» no se sostiene por sí mismo: como desarrolló Benveniste en su famoso ensayo sobre los pronombres, «en nosotros siempre predomina yo porque no hay nosotros sino a partir del yo y este yo se sujeta al elemento no-yo por su cualidad trascendente. La presencia del yo es constitutiva del nosotros»[1]. En otras palabras, el nosotros, como pronombre personal, es un yo dilatado y difuso, una primera persona amplificada.

Como yo dilatado, como persona amplificada, el nosotros nombra la puesta en plural de la conciencia individual y arrastra consigo todas las aporías de esta operación: solipsismo, comunicación, empatía, acción común… En la escena de la intersubjetividad, el nosotros siempre resulta ser el lugar de una imposibilidad, de una utopía, de un fracaso. ¿Y si ésta escena misma, como presupuesto del nosotros, fuera ya la causa de su imposibilidad? ¿Y si nosotros no somos unos y otros, puestos frente a frente, sino la dimensión del mundo mismo que compartimos? Así, el nosotros no sería un sujeto en plural, sino el sentido del mundo entendido como las coordenadas de nuestra actividad común, necesariamente compartida.

Este desplazamiento es el que abre la vía a un pensamiento de lo común capaz de sustraerse a las aporías de nuestra herencia individualista. Sobre esta otra vía, el problema del nosotros no se plantea como un problema de la conciencia basado en el drama irresoluble de la intersubjetividad, sino como un problema del cuerpo inscrito en un mundo común. El nosotros, en tanto que horizonte cívico y revolucionario, ha sido entendido en nuestra cultura, de raíz cristiana, como una conciencia colectiva, reconciliada, que puede surgir de la superación de los cuerpos separados. Pero ¿y si los cuerpos no están ni juntos ni separados sino que nos sitúan en otra lógica relacional que no hemos sabido pensar? Más allá de la dualidad unión/separación, los cuerpos se continúan. No sólo porque se reproducen, sino porque son finitos. Donde no llega mi mano, llega la de otro. Lo que no sabe mi cerebro, lo sabe el de otro. Lo que no veo a mi espalda alguien lo percibe desde otro ángulo… La finitud como condición no de la separación sino de la continuación es la base para otra concepción del nosotros, basada en la alianza y la solidaridad de los cuerpos singulares, sus lenguajes y sus mentes.

Tomado de Un mundo común (Ediciones Bellaterra, 2013).



Marina Garcés (Barcelona, 1973). Profesora titular de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y consultora de la UOC. Su trabajo se centra en el ámbito de la política y el pensamiento crítico, y en la necesidad de articular una voz filosófica capaz de interpelar y comprometer. Ha participado en múltiples revistas y publicaciones colectivas. Desde 2002 impulsa y coordina el proyecto Espai en Blanc, una apuesta colectiva por una relación comprometida, práctica y experimental con el pensamiento filosófico.


Libro disponible en Ediciones Bellaterra

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1. E. Benveniste, Problèmes de linguistique génerale, Gallimard, París, 1966, p. 233.


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