Antonio Copete Morillo |
En treinta y dos minutos estaré muerto. Miro el reloj en la pared detrás de la barra, las manecillas confirman mi pensamiento. Firmo el documento que tengo debajo de la palma de mi mano, me aseguro de apoyar bien el puño para que la tinta marque y quede sentenciado de que estoy cabalmente consiente de lo que estoy haciendo. No hay vuelta atrás. Se lo entrego con mano firme, decidido desde hace mucho; enderezo la espalda y marco bien mis gestos. Con valentía corriendo en mis venas. La mesa en la que el agente y yo estamos sentados está junto a la barra y aquí permanezco (sentado) en lo que él se pone de pie. Tomo té, enciendo el primer cigarrillo en dos meses y doy una calada larga que raspa mi garganta y me causa nauseas pero rápidamente se me olvida y vuelvo y pienso en cosas. El agente se lleva el contrato. Un grupo de súbditos está parado en distintos puntos del bar, parecen guardaespaldas. Uno de ellos recibe el documento, lo introduce en un portafolios. Es cómico, pienso, que la vida son puros papeles: datos, fotografías, historial médico, currículum, comprobante de direcciones de dónde has habitado en los años de esclavo social, responsabilidades que hasta el dinero que pagas por ellas y por morir está hecho de papel. Quiero aclarar, y lo digo al lector con enorme sinceridad, la que solo uno que está a punto de morir puede tener, que lo que estoy a punto de hacer es por mero placer. Que no se puede culpar a nadie por mis actos. Hay una pausa, dejo de pensar porque uno de los agentes pasa a mi lado. Con discreción miro este reflejo de mi rostro sobre el liquido en la taza y cuando comparo las miradas de otros papeles de mi vida siento esta gran necesidad de confesar que ahora falsifico muchos detalles para resguardar la identidad de las personas que me están ayudando en esto, que las libro de toda responsabilidad. El motivo de querer irme de este mundo con una estúpida venganza bajo el brazo, para mí es nada más que un acto revolucionario, un escape al desahogo. Escupir a la sociedad con una firma es cosa infantil. Hago algo indebido y así quiero caer recordándolo. Pago extra por este acto de valentía, que más da, ya no tengo ni un centavo en la vida. Voy por el segundo té cuando regresa el agente con una botella de coñac en una mano y dos copas en la otra. Se sienta. Toma su copa y sirve. Pone la otra frente a mí, sirve. Miro el liquido color bronce caer por la boca de la botella formando una cascada brillante como si en ella hubiera oro. Lo miro a los ojos, observo en sus retinas un gesto tierno y el label de la botella Corvouiser XO, no me gusta pero bebo por cortesía. Es un detestable sabor que moja mi paladar con un fuego que me hincha la lengua y se convierte en un ataque de tos ronca, hasta expulso un vaho azul. Siento las risas discretas en el cuarto, las miradas que se miran unas a otras, cómplices.
Antonio Copete Morillo |
El agente también sonríe y se vuelve a poner de pie. ¿Ya se va? no pregunto. Erguido me extiende su mano. Su brazo se proyecta en segunda dimensión desde lo que se puede decir que es un hombro edificado y tallado en un saco elegante, negro, con la punta de la manga blanca que se asoma decorada con mancuerna plateada. Me pongo de pie y recibo el saludo, en ese momento siento como ya mi vida se desprende de mis ropas, como si con ese contacto entre los dos el agente se la estuviera llevando, hace tres horas aun en mi casa la sentí cuando apenas era un sudor.
Mi casa, corrijo, ya no es mi casa.
–El edificio es ese de allá– dice el agente y flanquea su cuerpo para que yo pueda ver, apunta hacia la ventada del bar. Se ve un edifico a una distancia corta, unos ocho pisos caben perfectamente en el marco de la ventana. Parece una broma, pago una cantidad exorbitante por saltar de un edificio y estos agentes me dan ocho pisos para morir. En mi rostro debe estar pintada la protesta. –Venga– me dice el agente con un tono suave, y me toma del brazo. Me ruborizo, siento sus dedos delgados, me acarician, me excitan. El agente es un hombre alto pero sus dedos son femeninos. O así los siento yo. Con un delicado paso nos acercamos a la ventana. No me suelta. Uno de los otros agentes está junto a nosotros, es uno muy serio (todos ellos son así) pero éste se ve más rígido. Su silencio se escucha, su pulso es demasiado acelerado. Tiene cara de piedra, hombros toscos y un saco muy apretado. Es musculoso. Negro, de pelo rubio, teñido. Se paran ambos agentes detrás de mí, puedo ver más de cerca la ventana, ahora veo la verdadera estructura del edificio. Son catorce pisos, los contamos, la voz del agente suena detrás. El lobby al menos abarca dos plantas y desde la primer ventana superior hasta la azotea se cuentan doce o trece ventanas, una encima de la otra. Ese es el edifico por el cual pagué para saltar, para morir rápido y sin dolor. Es gris, con antenas, ventanas rectangulares de marcos blancos (soy malo para describir) Siento un escalofrío, pero no es miedo, es la duda de si será suficiente altura para morir. –El edifico tiene un buen récord: doce muertos, tres inválidos, uno de ellos cuadripléjico que le brotaron los ojos fuera de las cuencas al caer. Dice el agente a mis espaldas. Yo no volteo. Siento como se esfuerza para convencerme. Su voz me alcanza la oreja y vuelven sus dedos a tomar mi brazo. En la perspectiva dimensional de la ventana, en primer plano está la trasparencia del edificio a un costado, en la superior el cielo oscurece y es manchado por las luces de las antenas y la de un avión que pasa con una lentitud sepulcral. En el primer plano abarcando los reflejos más amplios están los cuerpos de los dos agentes detrás del mío y nuestros rostros sobre la ventana parecen mirarse. Pero yo estoy mirando la calle, hay pocos autos que están estacionados. Levanto la mirada sin mover la cabeza y el cielo está cambiando, la diminuta luz del avión se ha perdido en su pintura purpura celeste, de este lado del reflejo hay una vela sobre la barra que danza coqueta. Un cuerpo se mueve y aparece junto al agente principal. No le puedo ver el rostro pero le está murmurando algo al oído al agente. Después se retira. –Como lo dice el contrato, señor Gutiérrez, el edifico es de los mejores. Muerte segura, no se arrepentirá. No habrá quejas y el precio es nuestra garantía. –¿Y el edifico es honesto?– le preguntó, aunque antes de firmar el contrato en el catálogo vi las cualidades y el historial del inmueble. Pero cuando uno está por morir, uno duda hasta de su nombre. –Totalmente, responde el agente, y miro por el reflejo el blanco de sus dientes. Es el mejor de esta zona, tenemos otros si usted… –No, está bien este. –Yo le doy la calificación más alta, sonríe otra vez. En la ventana se ilumina algo, el agente ha sacado de su saco un ordenador portátil y se acerca, su reflejo crece, me muestra unas imágenes. Desaparezco del reflejo cuando doy la media vuelta para encararlo. Rojas, huesudas, desnudas y pálidas son las imágenes de los cuerpos. Mujeres la mayoría. El edificio aparentemente les gusta más, –Es la altura perfecta–, se puede leer en una de las fotos del catálogo. Es amor, las mujeres todas quieren morir junto al amor. Los hombres también. Todos queremos amor al morir. El agente me escucha el pensamiento. Me dice que todas y a todos pasan por lo mismo y es debido a lo que se siente cuando se encara al edifico. Entra usted al edificio y hay una dimensión que lo envuelve en una especie de coral sin sonido. Lo miro, sé que me mira. Ahora mi vida es de él. Los agentes uno por uno comienzan a salir por una puerta trasera del bar, me quedo solo. Ya no los necesito, el valor es una lujuria que desde este momento es toda mía. Saltar. El contrato lo dice: –Una vez que firma el beneficiado tiene la absoluta responsabilidad de saltar del inmueble. Queda mi copa de coñac sobre la mesa, con poco menos de un dedo, junto está el paquete de cigarrillos y la taza del té, frió. Me siento y tomo la copa, la sujeto con este esfuerzo endeble. La mano es tan pálida que ni con el aumento de la mirada a través de la copa se le ve una vena. Mis venas no tienen matiz de vida. El olor del liquido es el camino a estos recuerdos. Hace un año, en un viaje a California, a la ciudad de Los Ángeles. Las tardes las paso en un café sobre Broadway despistado planeando mis andadas sobre un mapa rayado de direcciones y notas, está muy desgastado. Quiero conocer Hollywood, caminar sus calles, dicen que es placentero. Sueño en esa ciudad de Los Ángeles, sueño en tiempo pasado como si todo hubiera ocurrido para mí, para enamorarme. Imagino vidas, acontecimientos, veo pasos de personalidades que en mí significan fama y fortuna. La gente vive en esa parte como en las películas, sin mirar a la cámara, pasando en silencio o haciendo muecas que se graban en sus rostros. Desde la mesa del café la realidad está distorsionada con la historia de los hechos. Vivo en las casas de los que no conozco, siento lo que no hacen, doy para lo que no necesitan y camino cuando ellos vuelan. Tengo un enjambre de pensamientos que terminan en cosas futuras. Ese clima, en fin, todo. Una tarde tomo el metro, me pierdo. Busco un mapa y sin entender las líneas cruzadas me sumerjo en su laberinto. Al poco rato escucho la voz detrás de mí. –¿D’you know how to get to the red line from here? Cuando miro sobre mi hombro, Agnes está mirando casi a través de mí. No sé si me ha preguntado a mí. No presto más atención y regreso al mapa. Agnes se ha acercado más, su cuerpo roza el mío, sus brazos desnudos están sudorosos con olor a sal.
–Excuse me– digo y paso mi mochila al otro brazo. Agnes no parece entenderme, me pregunta de donde soy, le respondo, ella dice que está perdida y entiende que yo también. Nos reímos. Una manifestación pueril de turistas obtusos perdidos en el espacio estructural de la estación. Nos subimos al metro riendo aun y sin la menor idea donde vamos. –¿Sabes a dónde va este tren? –No. Y reímos otra vez. Me acerco a una mujer que me da las direcciones en español y llegamos a Hollywood. Charlamos, ella es de Australia. Su acento ya me lo había dicho. Bajamos y andamos sobre el paseo de la fama, es lo más aburrido, pero junto a Agnes despistado no veo nada más interesante. Para encontrar más éxito en la travesía nos proponemos subir por lomas larguísimas para alcanzar una buena visión del letrero Hollywoodense pero cada que nos acercamos a una buena toma una calle cruza y sus casas nos bloquean la toma.
Antonio Copete Morillo |
La tarde cae, regresamos a Downtown, Agenes se está hospedando en un hostel de la calle 5, cerca a mi hotel. La invito a tomar un café, hablamos. Después vamos a mi hotel. Tenemos sexo en la oscuridad, el acento de Agnes es rijoso y desgarrador. Sus alaridos en inglés australiano son conmovedores y contagian con un exotismo que da pavor. Sobre esas paredes pálidas la sombra de Agnes parece hecha de humo, su piel blanca como la leche se pega en las sabanas y las mancha de un brillo metálico que me moja los vellos del pecho y me eriza los cabellos como si hubieran sido untados de un gel metalizado. Así pasa la noche, ladrando el sudor (diría bufando pero me apena ese término) La noche en Los Ángeles es hermosa, se refleja en ella una maldad urbana contagiada de miseria y sequía. Quiere uno salir corriendo y simplemente volar por encima de esas ventanas de rascacielos habitados de luces eternas y buscar el reflejo de la infinidad del territorio Californiano. Se desea tocar las puntas de las antenas, fundir los focos rojos, alcanzar un avión y mirar todo desde arriba. Lo último que veo de Agnes al abrir los ojos es una gota brillante de sudor que le corre por la espalda de Este a Oeste, raspándole la piel, rascando sus pecas hasta alcanzar la curvatura de sus costillas y tocar la sábana para desaparecer absorbida. De regreso a casa la muerte comienza a tomar vida dentro de mí. Se manifiesta de una manera espontánea, radical. Yo pienso que amorosa. Me duele aceptar que ahora amo lo que me está pasando, al principio no lo sé entender, como todo, es normal que uno no quiera morir. Pero cuando es ya inevitable es mejor morir enamorado de lo brutal que es. Hay que aceptar que el dejar de existir es una metáfora de vivir que te consume las raíces de la prosa de una vida como cualquier otra. La muerte de un ser es lenta pero sus vidas se escriben en hojas que lo aceleran todo. Los primeros síntomas que me ajetrean son unas migrañas verdaderamente insoportables, tengo además explosiones en la piel que se conjugan con infecciones asquerosas que dejan cicatrices horrendas. Un malestar estomacal, casi permanente, es el factor primario para que pierda el apetito. Y aunque tengo el problema para comer, la hez que defeco es de un color negro y textura pastosa. Sufro durante cualquier minuto en lo que reposo de pesadillas en tiempo presente, caídas en hoyos iluminados y sin fondo, piso pantanos de arena mojada donde los pies se me hunden y desaparecen. Los desenlaces son siempre en futuro, algo que me puede pasar si no despierto. No hay duda, estoy muy mal. Acudo al médico y después de una serie de análisis recibo la noticia de que tengo seis meses de vida. El médico, un hombre cejudo, de ojos verdes y calvo, entra en el cuarto de su consultorio dónde aguardo sin ninguna preocupación. Lee el diagnóstico. Son muy malas noticias, me dice, con un gesto cotidiano de lástima. Me receta todos lo medicamentos que se le ocurren pero me dice que voy a morir. Salgo como si nada, como si solo me hubieran dicho que tengo un quiste en el cuello. Tomo la noticia como si no me importara o como si ya supiera que no puedo arrepentirme de algo inevitable. Llego a casa, ordeno los medicamentos. Pienso en el tiempo. En seis meses para mantenerme estable debo tomar cuarenta y dos pastillas al día; ¡cuarenta y dos! Visitas al médico una vez por semana. En el trabajo notan mi cambio a los pocos días, mis faltas son constantes, mi habilidad par ejecutar labores sencillas es poca, y soy evaluado por los jefes. El resultado es su opinión personal, otro diagnostico, me miran todos con cara de ogros, molestos como si mi muerte les afectara. La sala de juntas es la sala del juzgado yo estoy en el centro de la mesa, ellos limpian sus corbatas, arreglan sus papeles, tamborilean desesperados e inquietos. Respiro con trabajo porque el encierro me está sofocando. Una voz suena desde el fondo del salón, con un eco turbio en las cuatro paredes, dice algo que me suena a que no soy apto para ejecutar lo que la compañía requiere. Nada personal, simplemente no soy lo que necesitan. Lamentan mucho tener que dejarme ir. ¿Ir a dónde? ¿de qué lugar hablan? El médico está furioso, o eso me quiere hacer creer. Pierdo mucho peso, eso le preocupa. No como bien, no dejo de fumar. Sus cejas comienzan a molestarme, cada que voy noto que le nace una cana en cada una. Se alternan. En otra de las visitas hojeo una revista en la sala de espera. Entre sus páginas veo el anuncio de –La solución. El pelo me ha cambiado de textura y color, se ha puesto más negro y he adelgazado. Es todo lo que me dice el doctor esa semana y me manda a casa. Ignora que me ha salido barba, que es un cambio en mí, también ignora que en el bolsillo llevo el recorte de la revista. Soy un cadáver sin siquiera estar muerto. Ya lo sé. El recorte de anuncio es la publicidad de una compañía seria, profesional que se dedica a –Buscar una solución– al sufrimiento de personas en situaciones como en la que estoy. –Pare de sufrir. No quiero estar sufriendo. –Use sus últimos ingresos en algo que le sanará. No tengo dinero para solventar gastos de arrendamiento, alimentos, comidas y cuidado profesional. –Piense en la muerte asistida como la solución a su pena. Pero en esta maldita ciudad la eutanasia es ilegal. –No espere más, llámenos. La agencia me consigue La solución. Firmo el contrato de mi vida. Muero antes de morir. Me marcho de este mundo antes de echar mi vida a la podredumbre, antes de que apeste. Me adelanto al arrepentimiento y tomo la decisión de romper el patrón que me acomoda la vida y las circunstancias. Salgo del bar. Me fumo el último cigarrillo, lo disfruto como si fuera una cajetilla nueva. La calle está sola con excepción de unos autos estacionados en ambas direcciones de la acera. El edifico me espera a unas cuadras, sus luces están encendidas. La vida en sus departamentos sigue, o comienza. La mía está parada fumando, apestando por última vez. Tiro el cigarrillo a medio vivir, lo piso con cizaña y se apaga debajo de mi suela. En la acera queda una mancha negra de ceniza. Pasan dos carros, miro el cielo, es violeta y las nubes grises, casi negras. Ojalá llueva, pienso, para que me lave cuando esté tirado ensangrentado. Aunque de pronto eso me molesta, me invade una rara sensación de desespero. –Si caigo y comienza a llover escucharé la lluvia rebotar junto a mí. ¿Me despertará? Ya estoy a una cuadra, pasa un auto en la calle paralela, me detengo, el conductor: un hombre de bigotes y lentes gruesos, me mira, sigue su ruta. Las llantas del auto hacen un ruido cuando más allá da una vuelta y se pierde en las estructuras. Sus luces rojas quedan proyectadas en mis ojos, parpadeo y me los tallo. Siento lágrimas, están frías y mi rostro comienza a sonreír, no tengo control, ya no es mío, ya es de Ella que a lo lejos me saluda. Está parada en la entrada del edifico, levanta una mano. Algo obvio me dice que es a mí a quien está saludando. La organización lo tiene todo muy bien arreglado. El catálogo lo dice, –No se preocupe, nuestros agentes son discretos. Llego a la última de las banquetas, es la más alta, doy ese último paso y el muslo se me acalambra. Ella desde la entrada hace un ademan de acercarse, pero le hago señas de que todo está bien. Estoy débil, eso es todo. Los pronósticos de la medicina están batallando contra mí, me quieren matar antes de que yo lo haga. Me jalan, son varios y en grupo que se acercan, me rodean y me empujan a que regrese al bar. Tienen más fuerza que yo. Son grandes. Estoy demasiado débil para impedir que me lastimen. Siento unos dedos pellizcar mis brazos. Me arrancan un pedazo de piel y suelto un grito, es más bien un alarido. En la boca comienzo a sentir el sabor metálico, se mete entre los dientes. La lengua la tengo húmeda, escupo y alcanzo a uno de ellos. Él se separa gritando, la sangre le ha caído en los ojos. Se abre una brecha, mi oportunidad de avanzar, salgo de la masa de músculos y ellos se apartan, mi sangre les da asco. Me miran con repulsión. La puerta del edificio está más cerca y Ella, iluminada por atrás con un destello angelical, me indica la entrada. La luz me ciega por un corto instante y siento su mano en la mía, es una mano suave; mano de sombra. Las venas se me hinchan, se me eriza la piel de la excitación, es el sentir sus dedos negros. La puerta del edifico se cierra a mis espaldas, ya estoy aquí, y ellos se quedan afuera, gritan; golpean la puerta con fuerza, amenazan y parece que pueden romper el cristal. El ascensor se abre, entro, oprimo el botón número 14. Se cierran las puertas y subimos, Ella y yo.
Abraham García Alvarado. México D.F. (1979) Novelista. Ha publicado en las editoriales Voces de Hoy (2011) y Miguel Ángel Porrúa (2014). Sus primeras experiencias se desarrollaron en escrituras en Inglés, cosa que no duró mucho debido a su interés sentimental de solamente escribir en Español. Ha publicado cuentos en revistas de literatura de CUNY y Los Bárbaros. En ocasiones es activista cultural y político. En coacciones funge como extra en cortometrajes y narrador en documentales. Todo el tiempo es lector, escritor y padre de familia (el orden de los factores no altera el producto). Ha sido invitado en el programa El Autor y su obra. Y fue Orgullo Mexicano en el mes de diciembre del 2011 por el Diario de México USA. Su esposa y compañera de batalla es la fotógrafa y pintora Paola Andrea Emhardt.
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