Un día salí de casa con el corazón envuelto en un trapo viejo, cargándolo entre las manos, cuadra por cuadra tocando todas las puertas para ofrecerlo al mejor postor.
La gente miraba mi corazón, tan rojo, jugoso, tan dócil, sin mácula, como una criatura que recién abre los ojos y empieza a mirar al mundo. Y hurgaban entre sus bolsillos para completar su precio: unos labios que sepan perderse entre los míos, una mirada que pueda ver en los rostros de mis hijos, unas alas para volar hechos nudos entre los brazos y una caricia por la mejilla que se lleve las lágrimas.
Buscaban y buscaban, también en las carteras y en lo que había escondido en sus zapatos, pero nadie lograba pagarlo. Decían que era muy caro, que hoy en día ya nadie compra corazones nuevos, todos buscan uno de uso en los bazares del mercado.
Pero una mujer sacó de sus recuerdos un ramo de lunas, otra unos pechos que prometía tenderlos eternamente junto al mío; mas las lunas tenían los ojos hinchados de llorar viejos amores y los pechos una marca de amargura a la altura de los pezones.
Así recorrí cientos de calles y a mi corazón le empezaban a salir arrugas y canas.
Un día, mientras ofrecía mi mercancía, encontré unos ojos que cuando los miraba parecía que me absorbían todo el brillo de la córnea. Cuando vieron mi corazón lo desearon y yo aún hipnotizado con su belleza decidí aceptarlos junto con unas alas viejas que ya no podían volar tan alto y unos labios que, aunque bellos, carnosos y rojos, estaban partidos y con ámpulas.
Caí tan perdido con esa mirada que estaba dispuesto a todo; quería compralo, pero antes me dijo que tenía que probar mi corazón.
—¿Probarlo?
—Sí–, contestó.
—Qué clase de vendedor no da la prueba de lo que ofrece.
Yo, por ser la primera vez que ponía a la venta mi corazón, no sabía que había quienes buscan beber de su néctar sin la intención de quedarse con ellos para siempre. Estaba obsesionado con esos ojos por los que se mecía el mar que accedí a despertarlo y sacarlo de los trapos viejos para que lo usaran, como nadie lo había hecho antes.
Primero lo besó suave y lento, pero después empezó a encajarle los colmillos y a apretarlo para que escurriera su jugo, y beberlo. Con las uñas de celo le hizo un rasguño que a mí me dobló en dos de imaginar el dolor; mi corazón cayó al suelo rodando y se ensució con el polvo.
La de los ojos por donde se mecían las olas sonreía y exhibía la podredumbre de traición en los dientes, bañados de mi jugo rojo. Yo, caído y con los ojos incrédulos y aguanosos, lloraba de amargura por haber dejado a lo único que tenía en mis manos para ofrecer. Empecé a derramar lágrimas de odio que cayeron sobre mí corazón, lo hicieron negro y lo pusieron duro como a una piedra. Los años pesaban como losas y pasaban como si sólo se cambiara de página.
Fue entonces que supe que mi corazón, después de ser usado y maltratado, había perdido gran parte de su valor. Quise regresar para cambiarlo por el ramo de lunas o por los pechos que ofrecían tenderse eternamente junto al mío, pero ninguno quería las zozobras que llevaba entre las manos, nadie quería pagar por un pedazo de tristeza.
Me escondí debajo de un árbol que lloraba y sus lágrimas caían como hojas que se desprenden de sus ramas. Ahí encontré a una chica que pintaba un arcoíris blanco y negro, porque esos eran los colores de su alma. Ella no tenía más que ofrecer que su corazón, que estaba anémico y moribundo.
Como no podríamos cambiar corazón por corazón, al sabernos viejos y exiliados decidimos partir cada uno en dos y juntar un pedazo de uno y del otro.
Pero mi mitad empezó a enfermarse de amargura por emparentar con otra que había vivido tanto y sufrido todo, y que cada una de sus palabras eran palabras de muerte.
Entonces saqué de mis bolsillos las migajas que me quedaban de valor y en la oscuridad partí de nuevo los pedazos y me marché entre la tormenta, en la que los escupitajos de la lluvia se perdían entre la tristeza que fluía como agua de mis ojos, por tener un corazón hecho añicos, malicioso y anciano.
Puse un anunció en los diarios antes de hundirme en la miseria: “Cambio corazón con cicatrices por un dejo de esperanza”.
Me senté todos los días en una roca mientras veía pasar los mismos atardeceres y cómo el viento se burlaba diciendo que pronto habría de desperdigar mis huesos, cuando mi cuerpo quedara tendido y lo devoraran las ratas.
Todo en mí empezó a morir, a pudrirse como la fruta por dentro; empezaron a salirme raíces de los pies y poco a poco me iba convirtiendo en uno más de los árboles.
Decidí cavar una tumba y enterrarlo, me limpié el sudor de la frente, agarré un puñado de tierra, y cuando estaba a punto de dejar que ésta se desvaneciera de mis dedos, una mano fría me apretó el hombro y me detuvo.
—¿Quién entierra a quien vive y llora en el sepulcro por quien no ha muerto? –, me preguntó una mujer, que apareció tras de mí con el rostro cubierto con un velo oscuro, como mi alma.
—Hay veces que vale más enterrar lo que vive, pero hiere, que aferrarse a lo que pudo y no fue al final–, respondí, con el rubor en la cara llena de vergüenza, a punto de vomitar toda la rabia que había en mis intestinos.
—¿Y si alguien pregunta por él, pues quisiera comprar aun las cicatrices?
—Ya no está a la venta, respondí, molesto por sentirme burlado.
—¿Y por qué ya no?
—Porque no hay nadie que dé un centavo por un corazón roto, remendado y anciano.
Miró la amargura en mis ojos y metió la mano en el bolso para sacar unas alas que aún sabían volar y me dio una caricia por la mejilla que se llevó todas mis lágrimas.
Se aprensó a mis brazos, tiró el velo que era el luto de los amores malvividos, y mientras me miraba con unos ojos donde no se mecía el mar, sino que se ondeaba una tristeza, inmensa como la mía, me explicó que hace falta un corazón viejo y remendado para encender de nuevo el amor y hacer cenizas el pasado. Lo cosió con versos que casi quedó sin marca. Con sus labios sustrajo el veneno que lo apresaba y lo curó con su saliva. Mientras, yo le sané con mis manos sus ojos tristes, curé las cicatrices de su cuerpo y juntos aprendimos a elevar el vuelo y desempolvar las alas.
Cuando volvimos a tierra nos aferramos uno del otro, envejecimos, nos salieron tallos y nos convertimos en árboles. Todavía, a pesar de nuestros años, de que a mí se me dobló la espalda y ella tiene frágiles las ramas, hay quien dibuja corazones y escribe versos de amor en nuestras cortezas.
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AXEL CHÁVEZ (Pachuca, Hidalgo; 1991). Obtuvo, en 2013, el Premio Nacional de Periodismo Universitario y una Mención Honorifica en el Premio Nacional de Narrativa Elena Poniatowska que concede la Universidad Autónoma de Aguascalientes (UAA). Fue becario del Encuentro Regional de Literatura "Los signos en rotación 2014" del Festival Interfaz de ISSSTE-CULTURA, en Acapulco, Guerrero. Ha colaborado en revistas de literatura como Círculo de Poesía y Palabras Malditas. Derechos humanos y crimen organizado son las líneas de investigación en sus trabajos periodísticos que han sido publicados en Milenio, Criterio Hidalgo y Newsweek en español.
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