La mentira más común es aquella con la que un hombre se engaña a sí mismo. Engañar a los demás es un defecto relativamente vano.
Friedrich Nietzsche
Recuerdo que cuando era pequeña mi madre siempre nos pidió decir la verdad de nuestros actos; muchas veces decírselos era bien pagado con un castigo o reprimenda. Les juro que en aquel tiempo no lo entendía bien y me molestaba, confieso que en demasía. Sin embargo, al ir creciendo y dedicarme a dar clases sabía que tenía en mis manos parte de la conducta de jóvenes que empezaban a formar alas para volar solos. Así que con dolor en el corazón les ponía reglas de cómo llevar a cabo un ensayo cada ocho días sobre el tema que habíamos abordado en la semana. En el nivel bachillerato o en la universidad mantenía las mismas exigencias, fondo y forma impecables, claro está que ello me llevaba a dedicar mis fines de semana revisando párrafos y viendo en la red o en libros citados que no hubiera plagio.
Varias veces algunos chicos hacían corte y pega y entregaban todo lo encontrado en las páginas Rincón del vago o Buenas Tareas. Me molestaba sí, demasiado. Debo decir que algunas veces reí tanto, porque aunque era un trabajo basado en México ellos entregaban un documento con léxico madrileño o argentino. Lo que me llevaba a hacerles algunas bromas para ponerlos en predicamento porque al yo preguntarles no sabían que responder, sólo decían: Es mío. Lo juro es mío. Yo, con mi voz de maestra Canuta les decía que era un delito copiar un texto que no era de su autoría, que no me importaba si tenían mala sintaxis o un léxico pobre, que eso lo podríamos resolver con trabajo y con lectura. Quería que se dieran cuenta que al final de todo siempre se saben las cosas y que es penoso que alguien nos descubra robando. Creo que a varias generaciones les cayó el veinte y se esforzaron para hacer sus trabajos de manera personal. Otros no tuvieron remedio.
Stendhal[1] decía que aquel individuo poco claro no puede hacerse ilusiones: o se engaña a sí mismo, o trata de engañar a otros, sé que es un trabajo difícil hacerles ver a los jóvenes que no deben hacer plagio, si lo que ven en sus días cotidianos es que no se condena sino que se aplaude y festeja. Cuando alguien roba le dicen: Eres chingón… Le viste la cara de pendeja a la profesora… Bien valió la pena tanta impresión los apantallé a todos terminando mi tesis…Ni lo leen, para que me desgasto, soy bien chido. Y sí, muchos dejan pasar esos pequeños actos de robo y no son condenados.
Lo hemos visto en grandes autores, en académicos reconocidos y hasta en nuestros funcionarios (el caso de la tesis de Peña Nieto es sólo un botón de tan florido ramo). Hace unas semanas acudí a una lectura de un nuevo poemario mío y alguien me dijo de manera sutil que había plagiado a un escritor que conozco y reconozco. Dijo “…qué tanta influencia tiene en tu obra…puedo reconocer algunos versos…” Externo que me molesté e incomodé. Pero yo sabía que eso era falso. No hay plagio y puedo comprobarlo. Y no al que me lo dijo sino a mí misma. Predicar con el ejemplo es tan difícil pero siempre hay que ser coherentes con el decir y el hacer. Labor quizá ardua pero no imposible. Así que la frente en alto y a seguir trabajando en las aulas para hacerles ver a los jóvenes que no porque alguien haya sido descubierto en plagio y no se le haya reprochado o castigado está bien llevarlo a cabo, al contrario, tenemos que hacerles ver que el plagio no es para los otros sino para quien lo realiza una verdadera vergüenza. Aquel que emplea la hipocresía para engañarse a sí mismo, acaso más que para engañar a otros decía el filósofo español Jaime Balmes[2] es la vergüenza pura. La verdad es relativa, lo sé. Pero cuando uno se documenta, investiga, lleva horas sentado en un espacio reflexionando, conociendo y descubriendo una verdad sobre algún tema que nos apasiona podemos defender nuestra postura. Todos tenemos influencias de otros, nadie descubre el hilo negro en algún tema, así que colocar comillas o mencionar que hemos parafraseado o nos basamos en algún otro autor nunca será delito. El delito está en jurar que es tuyo lo que has escrito, sabiendo que por la espalda escondes los changuitos para que nadie te descubra.
Todo en algún momento cae por su propio peso. Así que juro decir la verdad y nada más que la verdad desde esta escafandra. Ah! Y juro que ese poemario es únicamente mío.
Para leer
*Chu Su-chen (1958). Las quince sartas de sapecas. Pekín: Ediciones en Lenguas Extranjeras.
*Jorge Aulicino (2016). Libro del engaño y del desengaño. México: Ediciones sin Nombre.
*Juan Gabriel Vásquez (2013). Las reputaciones. México: Alfaguara.
Itasavi1@hotmail.com
[1] Stendhal era el seudónimo de Henri Beyle, escritor francés del siglo XIX. Autor de las novelas La cartuja de Parma y Rojo y negro. Fue uno de los principales expositores del Realismo.
[2] Jaime Balemes fue filósofo, teólogo, apologista, sociólogo y tratadista político. Es fundador de la Filosofía del Sentido Común.
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