Durante el siglo XIX, la idea de que la enfermedad concuerda con el carácter del paciente, como el castigo con el pecador, se modificó: se empezó a pensar que la enfermedad es una expresión del carácter, un resultado de la voluntad.En la Ilíada y en la Odisea, la enfermedad aparece como castigo sobrenatural, como posesión demoníaca o como acción de agentes naturales. Para los griegos la enfermedad podía ser gratuita o merecida (falta personal, transgresión colectiva o crimen cometido por los ancestros). Con la llegada del cristianismo que, como en todo, impuso ideas más moralizadoras acerca de las enfermedades, la correspondencia entre una enfermedad y su «víctima» fue haciéndose más estrecha. La idea de la enfermedad/castigo cedió su lugar a la de que una enfermedad podía ser un castigo particularmente apropiado y justo. La lepra de Cresseid en The Testament of Cresseid de Henryson, y la viruela de madame de Merteuil en Las amistades peligrosas revelan, de manera totalmente involuntaria, el verdadero rostro de la bella mentirosa.
Durante el siglo XIX, la idea de que la enfermedad concuerda con el carácter del paciente, como el castigo con el pecador, se modificó: se empezó a pensar que la enfermedad es una expresión del carácter, un resultado de la voluntad. «La voluntad se muestra como cuerpo organizado —escribe Schopenhauer—, y la presencia de la enfermedad significa que la voluntad misma está enferma». La remisión de una enfermedad depende de que la parte sana de la voluntad acuda con «poderes dictatoriales para subyugar a las fuerzas rebeldes» de la parte enferma de la voluntad. Una generación antes, un gran médico francés, Bichat, apelaba a una imagen parecida, llamando a la salud «el silencio de los órganos», y a la enfermedad «su rebelión». La enfermedad es la voluntad que habla por el cuerpo, un lenguaje que escenifica lo mental: una forma de expresión personal. Groddeck describió la enfermedad como «un símbolo, la representación de algo que sucede dentro, una obra escenificada por el Ello».[*]
En los albores de la era moderna, la expresividad del héroe equilibrado debe ser limitada. El comportamiento se define en función de su capacidad de ser excesivo. Así, cuando Kant usa el cáncer como figura, lo hace como una metáfora por lo que es desmesura de sentimientos. «Las pasiones son cánceres, a menudo incurables, para la razón pura objetiva», escribe en Antropología (1798). «Las pasiones son… infortunados humores preñados de muchos males», agrega, evocando la vieja asociación metafórica entre cáncer y preñez. Cuando Kant compara las pasiones (eso es, los sentimientos extremados) con los cánceres, es claro que se sirve del sentido premoderno de la enfermedad, y de la actitud prerromántica de la pasión. Poco después, los sentimientos turbulentos serían vistos de manera mucho más positiva. «Nadie había en el mundo más incapaz de esconder sus sentimientos que Émile», decía Rousseau, entendiéndolo como un cumplido.
A medida que los sentimientos excesivos se vuelven aceptables, dejan de ser denigrados comparándoselos con enfermedades temibles. Al contrario, la enfermedad se transforma en vehículo de sentimientos excesivos. La tuberculosis pone de manifiesto un deseo intenso. Pese al individuo, la enfermedad traiciona lo que este no habría querido revelar. El contraste ya no se sitúa entre las pasiones moderadas y las excesivas, sino entre las ocultas y las que salen a relucir. La enfermedad revela deseos que el paciente probablemente ignoraba. Enfermedad y pacientes se vuelven enigmas descifrables. Y las pasiones ocultas son ahora las causas de la enfermedad. «Quien desea y no actúa cría pestilencia», escribía Blake en sus provocadores Proverbios del Infierno.
Los primeros románticos trataban de ser superiores siendo los que más deseaban, o los que más deseaban desear. No lograr este ideal de vitalidad y perfecta espontaneidad le convertía a uno en candidato seguro a la tuberculosis. El romanticismo contemporáneo parte del principio inverso: son los otros quienes desean ardientemente, y soy yo (la primera persona es típica) quien está exento de todo deseo. Se pueden hallar precursores de los románticos modernos, faltos de sentimientos, en la novela rusa decimonónica, como Pechorin en Un héroe de nuestro tiempo, de Lermontov, o Stavroguin en Los endemoniados. Pero no por ello son menos héroes, inquietos, amargos, autodestructivos, atormentados por su propia insensibilidad. (Incluso sus displicentes nietos, simplemente absorbidos en la contemplación de sí mismos, como Roquentin en La náusea, de Sartre, o Mersault en El extranjero, de Camus, parecen desorientados por su incapacidad de sentimiento). El antihéroe pasivo, sin afectos, que domina la novela estadounidense de hoy, es un ser de rutina metódica o de libertinaje insensible; no autodestructivo: prudente; no humorado, ni impetuoso, ni cruel: sencillamente indiferente. Candidato ideal, según el mito de hoy, al cáncer.
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Podría parecer menos moralista ver la enfermedad como expresión del yo que como castigo adecuado al carácter moral objetivo del paciente. Pero este punto de vista, en definitiva, resulta tan moralista y punitivo, si no más, que el otro. Con las enfermedades modernas (antes la tuberculosis, hoy el cáncer), se empieza siempre por la idea romántica de que son expresión del carácter y se termina afirmando que el carácter es lo que las causa (a falta de otra manera de expresarse). La pasión avanza hacia adentro, ataca y aniquila los recovecos celulares más profundos.
«Es el enfermo mismo quien crea la enfermedad», escribía Groddeck; «él es la causa de su enfermedad, no hay por qué buscar otra». Groddeck da una lista de las meras «causas externas», encabezada por «los bacilos»; luego vienen «los enfriamientos, los excesos de comida, de bebida, de trabajo, de cualquier otra cosa». Groddeck sostiene que, en lugar de hacer frente a las causas reales, internas, los médicos prefieren «atacar las causas externas mediante la profilaxis, la desinfección, etc»., y ello sólo «por lo desagradable que es mirar dentro de sí». Según Karl Menninger, más recientemente, «en parte, la enfermedad es lo que el mundo ha hecho de la víctima; pero en mayor parte es lo que la víctima ha hecho del mundo y de sí misma…». Opiniones tan descabelladas y peligrosas no sólo descargan sobre el paciente la responsabilidad del mal que le aqueja, sino que, además de impedirle comprender la gama de tratamientos posibles, lo apartan implícitamente de todo tratamiento. Se da por sentado que la cura depende en primer término de la capacidad de amor propio del paciente, de hecho muy puesta a prueba ya, o muy debilitada. Un año antes de morir, Katherine Mansfield escribía en su Diario en 1922:
Mal día… dolores terribles, etc., y debilidad. No pude hacer nada. La debilidad no era sólo física. Debo curar mi Yo antes de poder sanar… He de hacerlo sola y ahora mismo. Es la raíz de mi incapacidad de mejorar. No controlo mi mente.
Mansfield no pensaba únicamente que era su «Yo» que la enfermaba, sino que la única cura de su tuberculosis pulmonar, entonces ya irremediable, consistía en lograr curar ese «Yo».[**] Tanto el mito de la tuberculosis como hoy el del cáncer, sostienen que uno es responsable de su propia enfermedad.
Pero la imaginería del cáncer es mucho más punitiva. No hay dudas de que, siguiendo los criterios románticos sobre el carácter y la enfermedad, estar enfermo por exceso de pasión no deja de tener su encanto. En cambio, es más bien vergüenza lo que se siente ante una enfermedad atribuida a la represión emotiva; este es el oprobio que resuena en las teorías de Groddeck, Reich y sus muchos seguidores. Atribuir el cáncer a una falta de expresividad equivale a condenar al paciente: muestra de piedad que al mismo tiempo es manifestación de desprecio. En un poema de Auden de los años treinta, miss Gee «pasaba junto a las parejas de enamorados» y «apartaba la mirada». Y prosigue:
Miss Gee se arrodilló en el pasillo lateral,
sobre sus rodillas se arrodilló:
«No me sometas a la tentación,
haz de mí, te lo ruego, una buena chica».
Los días pasaron y pasaron las noches
como olas sobre un naufragio en Cornualles;
tomó su bicicleta y fue al médico,
sus ropas abotonadas hasta el cuello.
Tomó su bicicleta y fue al médico
y tocó el timbre de urgencia:
«Oh doctor, me duele por dentro
Y no me siento nada bien».
El doctor Thomas la auscultó
y otra vez la auscultó.
Se fue a lavar las manos diciendo:
«¿Por qué no vino usted a verme antes?».
El doctor Thomas mira su cena,
su mujer no llama a la criada.
Haciendo bolitas de miga de pan:
«El cáncer», dice, «es cosa rara.
Nadie conoce su causa,
aunque alguno pretenda que sí;
como un asesino al acecho,
esperando asestar el golpe.
Acecha a las mujeres sin hijos,
y a los hombres jubilados;
como si les faltara dar salida
a su frustrado fuego creativo»…
El tuberculoso podía ser un proscrito o un marginado, en cambio la personalidad del canceroso, lisa y condescendientemente, es la de un perdedor. El cáncer de Napoleón, como el de Ulysses S. Grant, el de Robert A. Taft o el de Hubert Humphrey, habrían sido reacciones ante la derrota política y las ambiciones truncadas. Y el diagnóstico de los casos de personajes que difícilmente pueden decirse perdedores, como Freud, como Wittgenstein, fue el de horrible castigo por haber reprimido sus instintos toda la vida. (¿Quién se acuerda de que Rimbaud murió de cáncer?). En cambio la enfermedad que reclamó las vidas de gente como Keats, Poe, Chéjov, Simone Weil, Emily Brontë y Jean Vigo fue tanto una apoteosis como un veredicto de fracaso.
Fragmento tomado de La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas.
Libro disponible en: megustaleer.com
Notas
[*] Una vez diagnosticada su enfermedad, en septiembre de 1917, Kafka escribía en su diario: «… la infección de los pulmones sólo es un símbolo», el símbolo de una herida afectiva «cuya inflamación se llama F[elice]…». A Max Brod: «La enfermedad habla por mí porque así se lo he pedido»; y a Felice: «En mi fuero interno no creo que se trate de tuberculosis, o en todo caso no esencialmente, sino de un signo de mi bancarrota general».
[**] Según John Middleton Murty, Mansfield «había llegado a la convicción de que su salud corporal dependía de su estado espiritual. A partir de ese momento su mente se preocupaba sólo por descubrir cómo “curar su alma”; eventualmente resolvió, muy a pesar mío, abandonar su tratamiento y vivir como si su grave enfermedad física fuera un accidente y, en la medida de sus fuerzas, incluso como si no existiera».
SUSAN SONTAG (1933-2004). Inició su carrera literaria en 1963, con la publicación de la novela El benefactor. Pero es a partir del reconocimiento internacional de sus ensayos reunidos en Contra la interpretación cuando se consolida como una de las principales figuras de los movimientos intelectuales de los años sesenta. Desde entonces su prestigio no ha hecho sino aumentar, tanto por sus obras como por su implicación en la denuncia de los grandes problemas sociales y políticos contemporáneos. En el 2001 recibió el Premio Jerusalén por el conjunto de su obra, y en el 2003 el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y el Premio de la Paz, concedido por los libreros alemanes. A principios de 2007, se publicó su obra póstuma, Al mismo tiempo (2007), una colección de ensayos sobre cuestiones políticas, literarias, intelectuales y morales. Renacida, la primera parte de su colección de diarios, fue publicada en 2010. Susan Sontag falleció en Nueva York en 2004.
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