CUENTO Muy en lo alto | Alfredo Balanescu


Los chaparrones densos de sonido violento me han retenido durante los primeros días de octubre en la casita donde me refugio. Aquí el agua cae como una masa gris y oscura con destellos blancos. La he encontrado en la playa avanzando como una pared de mar, directo hacia mí, y cuando me engulle, es un muro poroso con sonido monódico sin matices. Tiene la densidad de los asuntos del mundo que ya no me interesa entender.

Había pasado apenas una semana cuando sentí que una fina película me envolvía, una cubierta hecha de los violentos colores de la naturaleza, entintada con el azul y el verde que no cesan, se extendió hasta fondo de mis ojos. A veces molesta, pero me ayuda a entender mi necesidad de continuar la progresión hacia la nada. Sin casa, sin cosas. Ignoro dónde abandoné mis pocas pertenencias. Solo me estorbaban y las dejé por ahí, porque los objetos personales son como perros en busca de un mejor dueño. En la ciudad era un despojado; en este puerto apenas hay pocas palmeras para refugiarse del sol en su sombra rala. ¿Qué daño puede hacer el mar? Estaba por adentrarme en las atrocidades que genera el apasionamiento embrutecedor por la naturaleza.

“And to find one self where one has longed to be always, to a reflective mind, gives food for thought. For some time, however, she was too well pleased to spoil it by thinking.” Creía que la inteligente simpleza de Orlando era idéntica a la mía. Permanezco en un ocio laxo y perezoso y no necesito pensar. Pensar no se compara con las zonas por las que transito ahora que estoy cercano a este mar del sur: el jardín florido, la huerta de los suplicios, el jardín mecánico, maquinaria en flor, púa de concreto, salitre sin luz, luz color de agua, nubes sin agua, a pleno sol, sol, demasiadas canciones de amor, grito en el jardín, tronco de ceiba, hoja de arena, membrana traslúcida, regularidad enceguecedora.

No necesito nada de la gente… salvo las máquinas, porque funcionan sin una mente que insiste en desfasarse del cuerpo. La admiración por ellas me hizo envidiar su precisión sencilla carente de ideas que desvían la atención de la energía enfocada, de la cantidad exacta.

Estoy viendo un incendio cerca del faro. La luz y el aire distorsionados se solidifican en una masa de matices rojo y anaranjado sobre negro. Casi amanece y mi nuevo lugar de residencia se está quemando, pero me abandono a la luminosidad del lugar incendiado, de la materia que se acelera hasta el paroxismo que la desintegra.

Sé que debo seguir esa dirección, hacia arriba, hasta lo expandido, tocar el momento en que lo que creo ver y la realidad se mezclan en el espacio unificado donde la realidad no es la única verdad. Pero tengo miedo a las alturas; el mareo del vértigo me hace perder el apoyo y me lanzo hacia el error; al terminar la caída hay un espacio suave, sin fondo, donde también se borra todo lo leído en los libros que observan el mundo irascible, inequitativo y complejo, incompatible con los temperamentos sensibles e ingenuos.

Antes de venir aquí, había pasado más de un mes sin salir mucho de casa, cuidaba una planta de tomate, coleccionaba piedras de lugares que anunciaban mi llegada al puerto. En esos días empecé a vivir como en el negativo de una foto, lleno de pensamientos rápidos de una claridad que parecen la respuesta a todos los problemas. Pero llegó la crispación, inevitable como siempre, oculta en todos lados, esperando saltar sobre mí para reproducir mil veces la historia de un chico que murió aplastado por una marquesina de acero y concreto que se desplomó mientras caminaba por una acera por donde nunca había pasado.

Casi se ha puesto el sol; ahora es cuando las gaviotas surcan la rotación de la Tierra, muy en lo alto.

Una adolescente deja su niñez impulsada por sus piernas largas. Teme la cercanía de dos pelícanos indiferentes.

Las pescadoras tienen la risa gorda y socarrona. Han pasado toda la tarde en el muelle para llevar comida fresca que lleva aún la sorpresa del anzuelo en los ojos.

El agua cae tenue, con la tristeza del mar ficticio donde discurren memorias ligeras que llegan por sí solas, sin ser evocadas. Ya pasaron más de diez años desde que llegué a este pequeño pueblo. Lo primero que encontré fue la plaza central y aunque estaba muy cansado por el viaje, aún pude dar un par de chillidos muy agudos para competir con las parvadas arremolinadas en los árboles. Sentía la agitación de las hormigas y los mosquitos cuando el sol se ha ido mientras me acicalaba para aumentar la excitación. La vida sencilla es una hoja gigante que ampara la somnolencia de la gente de la fuerza obstinada de esta luz. No hay viento para refrescar el sudor.

El arte de los locos consiste en desatar las quimeras intestinas para luego intentar domarlas, pero sabemos muy bien que durante la lucha quedaremos atrapados en la liminaridad carnosa de las piernas del tiempo. Al llegar la noche y, con ella, los días oscuros, esos monstruos soterrados afinan sus sentidos para encontrar las debilidades y caer con su sonrisa de fuego en forma de helada negra y de orín rojo sobre todo aquél que sienta horror de identificarse con ellos.

En realidad, yo sólo vine a nadar y a convertirme en una persona cualquiera, o en animal marino, porque he pasado muchos años flotando en mis intentos fallidos para evitar apegarme a un principio como el amor, el dinero, la profesión exitosa, los hijos o la religión, que conduzca a la vida sensata. El desastre hace tiempo que se instaló, ahora lo sé, y a veces me arrepiento de mi estupidez. Pero, la inteligencia, cuando se tiene, es asombrosa y alarmante. Los otros, nosotros, son bulbos que escarban siempre hacia abajo y hacen crecer sus flaquezas hacia el sol para sentir el aire tenue de la superficie. He visto las mantarrayas nadar en las aguas más bajas de la playa. Ellas quieren ir hacia arriba; yo, hacia abajo. Mis ojos de ciudad aún no se acostumbran a esta oscuridad.


ALFREDO BALANESCU (Toledo, España, 1975). A partir del año 2000 comienza su actividad en las artes escénicas. Es coautor de Homo Politicus presentada en el teatro La Gruta, en el Instituto Superior de Artes de la Habana, Cuba, y en una gira por Bilbao y Madrid. Ha publicado su obra narrativa y poética en Gaceta Río Arriba, K (editor Edgar Krauss), y Yerba Fanzine. Actualmente participa en el proyecto multimedia Kamerata Kaput y Post Kaput con Víctor Martínez que se ha presentado en el Centro Nacional de las Artes, Ex Teresa Arte Actual, La Casa del Tiempo (UAM) y en Brancaleone, Roma. Desde 2012 dirige el sello independiente Epiceno.

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