CRÓNICA Los muertos del río Tula | Marco Antonio Cervantes González


Esta historia la inicia un taxista sospechoso. 

Jorge Arias Ángeles, policía judicial, trabajaba y vivía en la calle de Costa Rica número 83 (colonia Morelos, en el centro del Distrito Federal). El policía estaba casado con Rebeca Magallón, hermana del taxista, Armando Magallón. Armando compartía el mismo domicilio del matrimonio. El judicial empezaba a notar cosas extrañas en la conducta de su cuñado: el taxista trabajaba menos y noche tras noche llevaba a casa relojes y cadenas de oro: demasiadas ganancias para un ruletero. Una noche, Armando llegó con un millón de pesos; a mediados de 1981, una cantidad exorbitante.
El judicial trató de averiguar un poco más sobre su cuñado. Dio aviso a su jefe, Raúl Chávez Trejo, el cual tomó los datos del taxi: una Rambler coral, placas 2096 e “inició la investigación”. Eran los tiempos en los que mandaba en la policía del Distrito Federal, el general Arturo Durazo Moreno. Chávez Trejo detuvo al taxista el ocho de junio de 1981. Después de secuestrarlo y golpearlo por algunas horas, Armando Magallón declaró algo muy interesante para los policías: el taxista pertenecía a una organización de asaltabancos. Lo importante de la confesión era que la banda de asaltantes… era colombiana.
El policía se comunicó con su jefe, el coronel Francisco Sahagún Baca. De inmediato, Sahagún le confió la investigación a uno de sus mejores hombres: Rodolfo Reséndiz, alias El Rudy, trabajaría el caso de los asaltabancos colombianos. Los asaltantes –según lo confesó el taxista–, estaban divididos en dos grupos y vivían en distintos hoteles, uno de los cuales se encontraba muy cerca de la Plaza del Estudiante, en los límites de la colonia Morelos y Tepito, y otro grupo vivía en un hotel ubicado en la calzada Guadalupe en la delegación Gustavo A. Madero, al norte de la ciudad.
Los policías capturaron a 20 personas. Del hotel Panorama al ministerio público número uno, ubicado en la misma Plaza del Estudiante sólo había una calle de distancia, pero los policías no los llevaron allí. Tampoco los llevaron al aeropuerto de la Ciudad de México para deportarlos. Nunca avisaron ni a la embajada o al consulado colombiano sobre la situación irregular y, presuntamente delictiva, en la que se encontraba el grupo de asaltantes. Ningún periódico dio la noticia de la captura de los ladrones. Éstos y el taxista fueron llevados hacia las caballerizas del batallón de la policía montada ubicadas en la colonia Balbuena.
            En las caballerizas inició una golpiza brutal. Los policías querían obtener dinero, joyas, cocaína, nombres, direcciones, todos los “contactos” que tuvieran los sudamericanos. La orden era conseguir todo lo posible para presentárselo a sus jefes como “botín de la investigación”. Del grupo de 20, ocho personas obtuvieron su libertad a cambio de dinero y droga.
Uno de los policías confesaría: “Yo acompañé a Reséndiz, El Rudy, para entregarle la cocaína y diversas cantidades de dinero a Sahagún Baca, que dieron los colombianos por su libertad; iban también Bosque Zarazúa, Cavazos Juárez y Sánchez Muñoz. Subimos por una puerta secreta hasta las oficinas de [Arturo] Durazo y esa cocaína se quedó con él. Un mes después acompañé nuevamente al Rudy con Sahagún y escuché, a finales de 1981, que éste le decía a Reséndiz, en forma por demás autoritaria y grosera, que el general Durazo había preguntado que cuándo iban a deshacerse de los detenidos sudamericanos, que eran una bola de cabrones rateros, de los que no quería saber absolutamente nada y que esperaba no volver a verlo en la Navidad (Proceso, agosto, 1984).
La “investigación” la dirigía un cuerpo policiaco de élite, el grupo denominado Jaguar. Los “mejores”, para la versión oficial de la seguridad en el país. Un grupo integrado aproximadamente por 80 elementos con alta jerarquía policiaca y militar: agentes, sargentos, tenientes, capitanes. Un grupo que intentaba imitar a los grupos que diseñó y formó en los años setenta el coronel Fernando Gutiérrez Barrios, el mismo que dirigió la Dirección Federal de Seguridad implicada en centenas de desapariciones políticas durante los años setenta y ochenta en el país.
De las caballerizas trasladan a los colombianos a una prisión clandestina. La tortura por parte de los Jaguares minuto a minuto era más atroz. Al grado que cuatro estarían a punto de morir. Horas después a los más graves los trasladan a la enfermería del penal de Santa Martha Acatitla.
Una tarde El Rudy decide obedecer a sus jefes: saca de prisión a los colombianos y los desaparece.
Dos camionetas recorrían un bordo empedrado; todo estaba a oscuras. De un vehículo de color azul marino se abrió la puerta delantera. Se escuchó la orden, la voz era de El Rudy:
—¡Bajen los paquetes, uno por uno, quítenles las vendas, menos las de arriba!
Se abrió la puerta trasera, una docena de hombres a tientas, con los ojos vendados y las manos atadas bajaban de la camioneta azul.
Días después el periódico El Sol de México, titulaba así su editorial del 25 de enero de 1982:

***
Sevicia y terror
Enigma impenetrable ha venido a ser el hallazgo de una docena de cadáveres en el río Tula. La policía y los cuerpos de seguridad carecen, al parecer, de pistas, por lo que la opinión pública está desconcertada… 
***

El diario editorializaba sobre una noticia que recorrió el mundo: el 14 de enero de 1982 fueron descubiertos 12 cadáveres en el emisor central del río Tula, en los límites del estado de México e Hidalgo. Los cuerpos eran de 11 ciudadanos colombianos y un taxista, de nacionalidad mexicana, vecino de la colonia Morelos.


MARCO ANTONIO CERVANTES GONZÁLEZ. A veces escribe y a veces da clases. También, en muchas ocasiones, lee a Juan Luis Guerra y escucha a Julio Ramón Ribeyro. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM; le va al América, por cierto. 

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