Ese día había sido un día triste ya, con gente abandonando
el edificio de los freshmen en la
parte izquierda de Phillips y de los extranjeros en la parte derecha de
Hawkings. Recuerdo que hice pequeñas cartas a los más cercanos a mi corazón y
decidí entregarlas en la sala común. Allí, en los sillones del fondo, los que
apenas se usaban, se encontraba Emmanuel con su único amigo Dell. Podía ver que
en sus ojitos de perro fiel habitaba un poquito de esperanza. Quizás quería ser
extrañado también. Sentí lástima por él y no terminé de entregar mis letras
hasta que hice otra carta más. Cuando regresé con ella en la mano, le dije a
Emmanuel que tenía algo para él. Con una actitud aparentemente despreocupada
por no haber sido tomado en cuenta, me dijo que estaría en su habitación. Le
pedí esperar y repitió lo mismo. Ya no pude echarme para atrás aunque parecía
valerle uno, dos y tres cominos. Me sentí estúpida por haber pensado que quizás
tenía sentimientos dentro de ese cuerpecito de niño. Pensé que tal vez si le
importara él vendría a mi pieza y preguntaría sobre mi pequeño regalo. Pero no
lo hizo, y como yo estaba de buen humor, decidí buscarlo más tarde.
No sólo Emmanuel no estaba en su
habitación, sino que yo ya no sabía qué hacer. Quería irme con el ego intacto
pero también quería irme dejando a alguien que me extrañara, que me recordara,
que viera mi diminuta e ilógica carta y pensara en mí, así que me paré de
espaldas a su puerta y me quedé allí, fumando mi enojo. Cuando Emmanuel llegó me
dijo que su compañero de cuarto ya estaba a unos cuantos kilómetros, en Charlotte.
No me pudo importar menos. No pensé que tuvieras esta impresión de mí, me dijo,
al leer la carta. A todos había escrito cosas parecidas…que eran muy buenos
amigos, unas grandes personas, y que los extrañaría. Quizás a él jamás le
habían dicho cosa parecida. Por un momento pensé en querer conocer a su madre.
Quise saber qué clase de ser humano había traído a este mundo a otro ser humano
tan patético.
Entonces me besó. No supe qué hacer en ese
instante y no hice nada. Cuando se separó de mí recordé aquella ocasión, meses
atrás, cuando lo escuché decir a otro muchacho que nosotros solo éramos amigos
y que jamás en la vida me vería de otra manera. Desde aquella ocasión y hasta
el día de la despedida, no habíamos vuelto a reparar en palabra. ¡Me había
sentido tan ofendida! No por haber sido rechazada, sino por haber sido
rechazada sin haberlo pedido. Yo le tenía cariño, pero más bien por lástima.
Nunca hubiera pasado por mi cabeza que él era hombre para mí. Su físico más
bien frágil y enfermizo, me hacía pensar que era tan solo un crío. Medía si
acaso lo mismo que yo y pesaba quizás incluso menos.
No entiendo, le dije. Creo que él mismo
tampoco entendía. Se acercó a mí y no me alejé. Me besó otra vez y yo le
devolví el beso, pensando que era el momento ideal para hacerlo tragarse sus
palabras. Nadie me había rechazado nunca, y pensé que sería una venganza dulce.
Entonces lo besé con más energía. No sé de dónde sacó él fuerza, pero me tomó
de la cintura y me sentó en la cama que no era suya, sino del chico que había
escapado a Charlotte. Sus manos se movían de manera torpe, su cuerpo no hallaba
acomodo y yo, intentando con todas mis fuerzas no reír, balanceaba las opciones
de seguirle el juego o no.
—¿Traes condón?— me preguntó, parando en
seco lo que fuera que trataba de hacer.
—Por supuesto que no— respondí yo,
totalmente confundida y entre burlándome un poco de su tan obvia virginez.
No sé qué fantasmas hayan pasado por su
mente en ese momento, pero apenas respondí, me tomó de ambas muñecas y me
empujó abajo contra el colchón. Debí haber reaccionado más rápido pero en mi
cabeza enmarañada sólo rondaba la idea de que estábamos sobre la cama del
compañero, quien, seguramente notaría algo extraño cuando regresara. Poco a
poco mis muñecas dejaron de sentirse debido a la presión que tenía de su torso
sobre mí pero no fue hasta que sentí sus dedos helados sobre mi estómago, que
reaccioné.
—No te importa ¿cierto?— había repetido él
un par de veces mientras mi mente divagaba.
—No seas estúpido, no vamos a tener sexo— le
dije.
No sé si le dañé el ego, pero sentí caer
todo su cuerpo sobre mí. Entonces ya no me pareció enfermizo ni infantil ni
nada por el estilo. Comencé a forcejear, evadiendo el hecho de que estaba
forzándome. Entonces me encontré rogándole que dejara de tocarme. Quería
decirle que me daba asco. Quería vomitar. Cambiamos papeles: era yo quien
sonaba patética porque rogué una y otra vez que nos sentáramos a platicar; él
tenía todo el poder en la situación. Ya no me podía mover y solo sentía sus
labios en mis labios y en mis hombros.
Así como yo me había esfumado al mundo de
las ideas, minutos antes, así él pareció haberse ido. Desabotonó mi blusa, me
tocó de manera tan grotesca que me parece que jamás olvidaré sus gestos
mientras lo hacía. Mi mente no me dejaba de repetir que estaba a punto de
convertirme en una estadística, que quizás con la mala suerte que me había
perseguido por años, el quedar embarazada de un chicano, sería la cereza del
pastel. Comencé a decirle “por favor, por favor…”, como esperando que lo
pensara un segundo y se arrepintiera de lo que estaba a punto de suceder. Él
seguía ido, oliéndome de una manera tan animal y desagradable que ya no acaté a
más que a encomendarme al cielo. Hasta el día de hoy no sé si me escuchó decir
“Dios mío no, Dios mío no…”. Pensé que
no habría manera de explicar ésto más que confesar que yo lo había provocado. Otra
vez me había hecho sentir como la más estúpida de las criaturas.
—Si no me dejas ahora, voy a gritar— le
dije, con la voz temblorosa por el miedo pero suficientemente fuerte como para
sacarlo de su éxtasis venidero. Para ese punto, estaba más enojada que
asustada. Emmanuel se detuvo de lo que intentaba hacer, hundió su cabeza en mi
cabello por unos segundos, como aspirando toda mi esencia, y se hizo a un lado.
Yo me quedé ahí, acostada sobre la cama, sin articular una sola palabra y sin
mover un solo hueso. Pensé que quizás en su retorcida y diminuta mente, él
había imaginado que yo lo disfrutaba.
Me abroché el pantalón, pero ya no alcancé
a abotonar la blusa. Quería correr y llorar y gritar, pero simplemente me quedé
ahí. Creo que todo el cuerpo me temblaba. Él comenzó a decir no sé qué de
Charlotte, como si nada hubiera sucedido. Se sentó en su propia cómoda y
continuó hablando. Quise tomar la carta que le había entregado, pero mis
extremidades no hicieron caso alguno. El corazón seguía tan acelerado que pensé
que saldría de mi pecho. Entonces él regresó a donde yo estaba, se sentó a mi
lado, acarició mi cabello con una ternura de tan padre y tan amante, totalmente
insólita y vomitante, y me dijo:
—Siempre fuiste muy cariñosa conmigo.
Volteé a verlo. Pero ya no con rabia o
enojo, sino con lástima, como todos siempre lo veían. Lo supo. Y me corrió de su
habitación. Yo salí por la puerta, con la blusa mal puesta y el ego hecho
trizas. Al ser casi las cinco de la mañana, no me crucé en el edificio con
nadie. Ni de la parte de Phillips, ni de la parte de Hawkings. No sé a qué hora
me quedé dormida pero sé que estuve acostada en mi cama pensando por horas que
había sido mi culpa. En efecto, siempre fui muy cariñosa con él.
STIVALEIT GUERRERO. Nómada, poeta y narradora. Nació el 6 de octubre de 1990 en un pequeño
pueblo de Tabasco. Obtuvo mención honorífica en el Premio de cuento breve Julio
Torri 2014, primer lugar del Concurso de Ensayo Ágora del Tecnológico de
Monterrey 2012 y segundo lugar en poesía del XXVI Concurso de Creación
literaria del Tecnológico de Monterrey 2012. Ha colaborado con revistas
literarias digitales e impresas como La
liebre de fuego, Kaleido, Enchiridion, Espora, Nocturnario, Monolito, Bitácora
de Vuelos, Rojo Siena y Tierra
Adentro. Ha sido incluida en la Antología
de Poesía Española Y lo demás es silencio II de Chiado editorial. El año
pasado, esta misma editorial le publicó su primer libro de poesía titulado My Jam.
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