I
—Por un billete manchado, que pensaba perdido, a eso fue a su casa hace un rato. Ya ha de estar viendo la televisión.
Juan lo toma, se aferra a él con las manos ennegrecidas, tras volver del taller. Sucumbe, no lo cree. Mientras abre la puerta y guarda el billete en el bolsillo, las gotas resbalan por sus lentes amplios, que cubren totalmente sus ojos pequeños. Los limpia, para ver mejor, y apura el paso. Luego recordará que el paraguas lo olvidó en el baño, porque al llegar a la casa pensó que había demasiadas nubes, más que ayer.
—¿De verdad crees que gane? Pon la radio.
—No. Pero hay que esperar. Ya está conectada.
—Espero que no tarde. Tenemos mucha chamba si gana.
Al caminar varios metros lejos de su hogar, las luces comenzaron a caer sobre su cuerpo. Es un momento del día en que la luz se torna tiniebla, noche. No ha desesperado. Con calma respira y continúa observando los anuncios alrededor, en las inmediaciones de la calle. Desde que era un niño, se imaginaba la idea de un carro importado. Su padre le comentó que esperaba comprar uno usado cuando se jubilara del taller mecánico.
—Con dos puertas, hijo, una para el piloto, otra para el copiloto, y tú serás el copiloto que me acompañe por la carretera que en poco estará pavimentada, mientras tu hermana y tu mamá descansan en los asientos traseros.
Pero nunca lo hizo. No cumplió su palabra.
—Ese cabrón ha ganado.
—A ver, pendejo, pásame los números que te dictó.
Jamás lo volvió a ver. Terminaron buscándolo por la colonia, por la zona de los policías, en el basurero municipal. Creyó que lo habían atropellado y que su cuerpo estaba rodeado de personas que lo observaban con morbo por la sangre salpicada en el suelo, pero en cada camilla de hospital alguien más estaba en su lugar. Él no. Estaba desaparecido. Tras la cuarta semana de búsqueda, las esperanzas se desvanecieron. Su madre le leyó la carta que encontró en una de las mochilas de su padre.
—No, estás mintiendo. Cómo va a hacer eso. No tomó ese maldito camión, mamá.
—Va de nuevo: número diecisiete mil doscientos treinta y nueve, ¡cien mil pesos, cien mil pesos! ¡Premio mayor, premio mayor!
Aquellas memorias quedaron atrás; hoy parecía diferente. Después de la lluvia, llegó al taller para hablar con los muchachos. Hacía mucho frío. Encendió un cigarro de mariguana cuando los vio.
—No mames, Juan, ¡muchas felicidades! Hermano, eso alegrará muchísimo a tu familia.
Uno de los ayudantes guardó unas pinzas detrás de sí.
II
—¿Y usted por qué va para el norte?
—Necesito trabajar. En el pueblo ya no hay nada con que mantener a la familia.—¿Cuánta lana trae?
Se acercó a su oído y le susurró la cantidad.
—Siento que es muy poco para que me ayude.
—Con eso basta, amigo. Alcanza muy bien para ir allá. Usted tranquilo, en mis manos y con ayuda de la Virgen nadie se dará cuenta de nuestra presencia.
—Muchas gracias, de verdad, compadre. Tengo muchas ilusiones de trabajar de ese lado. Así ayudaré a los míos.
—No nos van a cachar.
La tierra es arena movediza: cuando los pies del padre de Juan al fin estaban dentro del carro, la sirena los alarmó a la mitad de la carretera, en la noche. Nadie le avisó cuando empezaron los balazos de la patrulla. Del interior salieron los que juraron que llegaría bien al otro lado, esos que iban adelante. Corrieron entre los matorrales. Él se quedó de lado, con una mano en el cristal.
Un golpe, dos golpes, tres golpes, cuatro golpes, cinco golpes. El porro cayó al suelo y se apagó al instante.
—¿En dónde está el billete?
—Bolsillo. Revisa ahí. Ya no responde, de todos modos. Está sangrando mucho. Ya no reaccionará.
—Maldita sea, sí es el mismo número.
—Está muerto
—¿Y ahora?
—Ya valió verga. Hay que deshacernos de él, aquí ni tiene familia, su madre y su hermana, según él, viven en un pueblo de Michoacán.
—Michas y michas con todo, pues.
Los ayudantes de Juan levantaron su cuerpo y lo colocaron en el maletero. La bacha se consumía a la mitad de la carretera mientras el copiloto veía fijamente el boleto de lotería.
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