Salvador
no acostumbraba a salir temprano de su cuarto, pero ese día me sorprendió al
tocar la puerta de mi casa a las siete de la mañana. Lo saludé sin muchos
aspavientos y me dijo acercándose demasiado: “Estoy aterrado; no puedo dormir
bien”. Temblaba. No le presté atención, en ese momento deseaba una taza de
café. Nos sentamos en uno de los sillones de mi estrecho cuarto y habló
tranquilo:
—La
casa donde vivo es la misma de la foto de ese libro que compré en el tianguis
de la colonia, ¿todavía no te acuerdas?
Era
cierto, no recordaba ese incidente, ni ese día. Salvador aseguraba, creía haber
estado en ese tianguis conmigo y con el libro de fotografías antiguas. Ahí estuvimos,
dice, y lo cree. Guardó silencio unos instantes antes de contarme todo.
Estamos
parados, dijo, frente a uno de los puestos tendidos en el suelo con mil y una
chácharas. Viste el libro y se lo pediste a la señora para hojearlo, se
titulaba “Coyoacán: sus casas y su historia”. Fue ahí cuando vi en una foto la
iglesia que me gusta mucho pero no estaba elevada y te lo hice saber. Te reíste
de cómo lo dije y enojado te reté para comprobarlo, no lo hicimos. Compré el
libro y lo llevé a mi cuarto para admirar las fotografías, soy un fotógrafo
frustrado, lo sabes. No sé donde lo puse, no lo encuentro. Anoche soñé con todo.
Los hechos son los mismos, tú, yo, el libro, pero después de hacer el
comentario sobre la iglesia, vamos a ver la construcción.
Al
estar frente a la imponente iglesia medio derruida lo advertiste, parecía estar
suspendida en el aire. De pie, incrédulos, nos damos cualquier tipo de
explicación y la más plausible es que el arquitecto decidió elevarla para
evitar las inundaciones en la colonia. Con el libro en la mano decidimos irrumpir
en la iglesia por una entrada mal tapiada de la parte trasera. La nula
vigilancia dentro y fuera del edificio, permitió que nadie se interpusiera en
nuestro camino a los cimientos de la fe medio putrefacta de Coyoacán.
La construcción era muy hermosa a pesar de su decrepitud, sin embargo, el asunto que nos llevo hasta allá era ver como el arquitecto elevó toda la iglesia hasta dejarla fuera del alcance del agua y claro, mi interés por la arquitectura religiosa. Por unas escaleras bajamos a sus entrañas. Lo mohoso de los escalones nos hizo prestar especial atención a cada uno de nuestros pasos. Con algo de dificultad terminamos la caminata con el piso de la iglesia sobre nuestras cabezas y con la ropa y las manos embadurnadas con podredumbre de mucho tiempo, demasiado para atrevernos a dar una fecha. Bajo la bóveda había una gran estructura nervada con depósitos de agua oscura; el agua no parecía estar sucia, pensé de inmediato en la profundidad que tendrían y temblé ante la simple suposición.
El goteo constante por todo el lugar, le daba un toque aun más lúgubre al espacio donde estábamos inmersos. Caminamos por una de las nervaduras cubiertas de impurezas y ennegrecidas lamas, impulsados por la febril imaginación despertada en mí por la fotografía. Nos deteníamos con algo de repulsión de las paredes de ladrillo, mohosas también, para no caer en esa profundidad que daba terror tan sólo imaginar, la posible vida en el fondo. Pensé en mi partida de este mundo si caía en ellas, te lo iba a comentar cuando me volví y no estabas ya detrás de mí. De inmediato grité tu nombre y el goteo persistente me contestó. Al dar un paso sentí al vacío halarme, con las uñas me sostuve para no caer. De nuevo llamé y nada.
Llegué al final de aquella caverna hecha por el hombre y grité, el eco y las gotas de agua contestaron. Sin dejar de buscarte avisté un montículo hecho de ladrillo, cubierto en parte por lo que consumía y sostenía las paredes de ese lugar, esa lama negruzca y hedionda. Mi oído se había acostumbrado al velado silencio y distinguí un sonido sordo, constante, salir de la burbuja de ladrillo. Solté el libro y escalé con mucha dificultad hasta la cima. Ahí se abría una abertura redonda de un metro de diámetro. La escasa luz me dejó verte escarbando con las manos el fondo terroso; dije tu nombre y te volviste. Vi tu cara desencajada y la mirada de un loco. Con gritos dijiste: “¡Aquí está, aquí está! ¡Lo sé, ve…!”
La construcción era muy hermosa a pesar de su decrepitud, sin embargo, el asunto que nos llevo hasta allá era ver como el arquitecto elevó toda la iglesia hasta dejarla fuera del alcance del agua y claro, mi interés por la arquitectura religiosa. Por unas escaleras bajamos a sus entrañas. Lo mohoso de los escalones nos hizo prestar especial atención a cada uno de nuestros pasos. Con algo de dificultad terminamos la caminata con el piso de la iglesia sobre nuestras cabezas y con la ropa y las manos embadurnadas con podredumbre de mucho tiempo, demasiado para atrevernos a dar una fecha. Bajo la bóveda había una gran estructura nervada con depósitos de agua oscura; el agua no parecía estar sucia, pensé de inmediato en la profundidad que tendrían y temblé ante la simple suposición.
El goteo constante por todo el lugar, le daba un toque aun más lúgubre al espacio donde estábamos inmersos. Caminamos por una de las nervaduras cubiertas de impurezas y ennegrecidas lamas, impulsados por la febril imaginación despertada en mí por la fotografía. Nos deteníamos con algo de repulsión de las paredes de ladrillo, mohosas también, para no caer en esa profundidad que daba terror tan sólo imaginar, la posible vida en el fondo. Pensé en mi partida de este mundo si caía en ellas, te lo iba a comentar cuando me volví y no estabas ya detrás de mí. De inmediato grité tu nombre y el goteo persistente me contestó. Al dar un paso sentí al vacío halarme, con las uñas me sostuve para no caer. De nuevo llamé y nada.
Llegué al final de aquella caverna hecha por el hombre y grité, el eco y las gotas de agua contestaron. Sin dejar de buscarte avisté un montículo hecho de ladrillo, cubierto en parte por lo que consumía y sostenía las paredes de ese lugar, esa lama negruzca y hedionda. Mi oído se había acostumbrado al velado silencio y distinguí un sonido sordo, constante, salir de la burbuja de ladrillo. Solté el libro y escalé con mucha dificultad hasta la cima. Ahí se abría una abertura redonda de un metro de diámetro. La escasa luz me dejó verte escarbando con las manos el fondo terroso; dije tu nombre y te volviste. Vi tu cara desencajada y la mirada de un loco. Con gritos dijiste: “¡Aquí está, aquí está! ¡Lo sé, ve…!”
Tus
manos se apartaron de algo monstruoso; me dejó sin habla. Era el torso de un
cuerpo en descomposición y las manos comidas en parte por los gusanos,
sosteniendo el libro que un minuto antes había dejado en el suelo mohoso de esa
iglesia.
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GILBERTO BAUTISTA SALGADO. (México, D. F. 1977) actualmente estudia la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Participé en un Curso-Taller de Novela enla Escuela de Escritores de la SOGEM (2001). Participación
en el Certamen Literario Juana Santacruz (2000); en el Concurso Nacional de
Poesía Aguascalientes (2002 - 2006), y en el Concurso de Cuento “El fútbol sí
es cosa de cuento” (2010). Poema titulado “Nocturno que acaricia” publicado en
la recopilación “Turdus Merula”, editada en España. Cuento titulado “Dentro de
la taza” publicado en la revista “Avión de Papel” en el mes de abril de este
año. Email: darkasantiago@hotmail.com.
Twitter: @SantiagoDarka
GILBERTO BAUTISTA SALGADO. (México, D. F. 1977) actualmente estudia la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Participé en un Curso-Taller de Novela en
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