Las acciones de los hombres son las
mejores intérpretes
de sus pensamientos.
“El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”, reza
un viejo dicho popular. Es cierto. Muchas personas cuentan con excelentes
intenciones, las mejores que alguien pueda imaginar, pero sus acciones son
atroces u ostentan una indiferencia sin comparación. Las buenas ideas y las
buenas intenciones son nada si sólo permanecen en la virtualidad de nuestro
pensamiento, si no son materializadas a través de acciones consecuentes.
Hace tiempo una amiga subió a su
biografía de facebook unas líneas que convocaban a realizar el obsequio de un
libro en beneficio de la difusión y promoción de la lectura. Si te interesabas
tenías que enviarle un inbox para que a través del mismo medio ella te
explicara todos los pormenores de la campaña. A cambio del libro regalado, tú
recibirías treinta y seis volúmenes sobre géneros y temas de tu predilección.
El movimiento de letras me pareció interesante y escribí un mensaje a mi amiga
para que me develara el secreto de uno por treinta y seis. Y lo hizo. Se
trataba de una red de lectores circulando en la red social.
Parte de la campaña consistía en subir a
mi biografía del facebook el mismo texto que mi amiga publicó y esperar a que
se interesaran por lo menos seis de mis contactos para después explicarles,
también vía inbox, las características del proyecto con el que se pretendía
hacer circular libros por aquí y por allá. Subí el texto. Se interesaron mis
contactos. Fueron más de seis. Les informé del movimiento. Tres de ellos
decidieron no entrar: dos con excusas elegantes –«ya participé en la campaña» y
«en estos momentos no tengo tiempo»– y uno más con su mejor negativa: «suena
bien, pero no le entro». Otros tres entraron, pero tuvieron poca suerte. No
contaron con el número necesario de activistas. Dos contactos más ni siquiera
se molestaron en contestar el mensaje privado que incluía la información.
Dejaron el inbox en visto. Sin embargo, el ejemplar que me tocó aportar partió
rumbo a su destino.
Un contacto, que no entró al movimiento
de libros, por supuesto, tuvo la desfachatez de teclear un post donde
mencionaba «A todos mis contactos que andan buscando personas para intercambio
de libros: ¿qué les parece si, primero, me envían los 36 y luego yo comparto el
mío?». Es asombroso cómo mucha gente espera obtener beneficio antes de poner en
movimiento un grano de arena altruísta. Olvidan que primero es necesario
trabajar para que después, y sólo después, lleguen los resultados. En cuanto a
la campaña de los libros, en el supuesto de que no recibas los treinta y seis
ejemplares, ¿no regalarías uno de tus volúmenes para que alguien lo lea? Porque
si en realidad eres lector –quiero creer que lo eres–, siempre tienes a la mano
libros que ya leíste o que aún no devoras y es uno de éstos el que puedes
regalar sin el más mínimo dolor de desprendimiento si en verdad también eres un
promotor de la lectura. Pero si no lees, pues no tendrás algún libro para donar
y te dolerá el codo comprar uno. Seguro no estarás enterado, por no ser
apasionado de los libros, y por no ser lector, que existen muy buenas ediciones
con un costo no mayor a los cuarenta pesos.
El escultor torreonse Carlos Magallanes
señala a la frialdad y a la indiferencia como dos enfermedades contagiosas
transmitidas principalmente por la tecnología que hoy en día tenemos en las
manos: “Las máquinas no sienten, no razonan, no piensan, sólo llevan a cabo lo
que tú les ordenas que hagan”. Es cierto. Creemos que nuestros amigos están en
la virtualidad de nuestros teléfonos, tablets y equipos de cómputo. No es así.
¿Cuántos de ellos aceptarán tomarse un café contigo? ¿Cuántos, además de
escribirte un «que te recuperes pronto», te visitarán en el hospital si caes
enfermo? ¿Cuántos seguirán siendo tus amigos si la fatalidad cubre tus días?
¿Cuántos? Para muestra, dos botones: en agosto de 2015 me invitaron a formar
parte de un club de lectura al cual aún pertenezco. Los libros a devorar son
seleccionados por los integrantes del grupo que asisten a la reunión en turno.
Las lecturas van desde autores clásicos hasta contemporáneos y bestsellers.
A las sesiones, que se programan con un mes de antelación, sólo asistimos de
dos a cuatro personas y el grupo, en la página de facebook, está integrado por
sesenta y cuatro integrantes. Después de cada sesión se sube la bitácora a la
red social y nunca faltan los comentarios buena onda de quienes no asistieron: «Ay,
qué padre. No pude ir. Salí tarde del trabajo. Pero nos vemos en la próxima»,
«No tengo carro y me queda muy lejos. Ojalá pueda integrarme luego», «Pensé que
la reunión era el próximo miércoles y no ayer», «No terminé el libro», «Me tocó
cuidar al perro» y un montón de excusas más que todos tenemos, pero que hacemos
a un lado aquellos que sí nos tomamos en serio el club y la lectura y asistimos
a cada sesión. El otro botón es la desagradable experiencia que tuve con una
“amiga” del feis cuando la encontré en el chat y la saludé con un «Hola, W…,
¿cómo estás?». Lo desagradable fue su respuesta: «Dime, J…». Aunque teníamos un
mes o mes y medio de no estar en contacto, se supone que somos “amigos”, no
únicamente en la virtualidad, sino también en el mundo real. Cursamos un
seminario de letras juntos, hemos intercambiado impresiones sobre escritores y
libros, y compartimos un profundo interés por la literatura. Si a todo esto
agregamos que ella se hace pasar por la chava sonriente, feliz, buena onda y
apasionada del arte en su perfil del feis, un «Dime, J…» de ella, después de mi
«Hola, W…, ¿cómo estás?», para mí es como si me hubiese dicho «¿Qué jodidos
quieres?». Mi intención en aquel momento era saludarla, saber en verdad cómo se
encontraba, charlar un poco y preguntarle dónde podía conseguir un ejemplar del
periódico universitario en el que ella participaba.
Puedes sonreír ante todos los disparos
del celular o de la cámara fotográfica y hacerte pasar por la persona más buena
onda que existe en el orbe, pero si tus actos no corresponden con tu verdadera
personalidad y con tus supuestas buenas intenciones, entonces contribuirás para
empedrar el camino al infierno.
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Juan de Dios Rivas Castañeda (Torreón,
Coah., 1976) es escritor y catedrático. Autor del libro Carlos
Magallanes. La seducción de las musas (Dirección Municipal de Cultura
de Torreón, 2013). Su ensayo “La monja atea” fue publicado en el libro
colectivo Inauguración de presencias. Muestra de novísima literatura lagunera.
Fue Coordinador de Literatura del Instituto Municipal de Cultura y Educación de
Torreón del 2014 al 2017. Textos suyos han sido publicados en las
revistas Estepa del Nazas, Acequias y Bitácora
de Vuelos.
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