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Hace 20 años, el 21 de febrero, a los 98 años, murió Fernando Benítez, a
quien un amplio sector de la prensa considera “el padre del periodismo
cultural” por haber propuesto, en 1949, la salida al mercado informativo de los
suplementos culturales situando en el olvido al español Juan Rejano
(1903-1976), el verdadero fundador, en 1948, de estos suplementos en México.
Porque, y esto no suele decirse por
temor a la mirada contrariada o evasiva de los que aún permanecen en la cúpula
intelectual, Rejano, a diferencia de Benítez, no tenía otro objetivo sino el
periodístico, ya que el ahora considerado “padre del periodismo culural” trabajaba
el periodismo con una intención definida: la conformación de un grupo
específico para erigirse a sí mismo como el representante único e indivisible
de la cultura mexicana (al que el argentino Luis Guillermo Piazza —1922-2007—
denominara en 1968 la “mafia” cultural, adjetivo —valiente e irrefutable— que
le costara el destierro y el anonimato posterior ejercido justamente por esta
misma magia).
Los integrantes del grupo no
carecían en lo absoluto de inteligencia, pero no por ello dejaban de ser mafiosos.
Y Fernando Benítez, amigo de todos los presidentes de la República, actuaba
sólo para beneficiarse y beneficiar a sus amistades.
—Trabajo para mí y mis 30 amigos —decía
cuando le preguntaban sobre los motivos de su profesión.
Y decía la verdad, aunque la mayoría
de la gente se lo tomaba con humor.
A su muerte, Carlos Fuentes —sin
querer o queriendo, no lo sé—, para rendir homenaje a su amigo recién
fallecido, contó en Bellas Artes (a su lado, entre otros, Carlos Slim) una
anécdota que retrata de pies a cabeza a Fernando Benítez: regresaban de una
reunión, al volante Benítez, ebrios ambos, en plena algarabía nocturna, cuando
una patrulla policiaca los detuvo. Fuentes dijo que se puso nervioso, pero
Benítez lo tranquilizó diciendo que él solucionaba el atolladero. Y Carlos
Fuentes, y así lo contó en Bellas Artes ante el jolgorio de un público que lo
escuchaba atento, miró cómo el padre de la prensa cultural calmaba a los
policías aventándoles billetes al suelo para que se regodearan del poder de ese
hombre al que, por supuesto, de inmediato dejaron partir sin cortapisas.
La anécdota no necesita ninguna
exégesis.
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Una biografía más del Benemérito de las Américas la publicó Fernando
Benítez dos años antes de morir: Un indio zapoteco llamado Benito
Juárez (Taurus, 1998), libro que carece, en efecto, de las atmósferas
narrativas que desprendían volúmenes como La ruta de Hernán Cortés o Ki,
el drama de un pueblo y una planta, y ya no digamos sus crónicas
noveladas El rey viejo o El agua
envenenada, puntos culminantes de una prosa voraz y enriquecedora.
La literatura de Benítez vivió
entonces, con la aparición de su libro sobre Juárez, una etapa diferente. No
reposada sino calculadora, directa, parecida más un dictado que el producto de
una paciente elaboración gramatical. Pareciera incluso un dictado apresurado,
en el cual hay descuidos imprudentes o, por lo menos, inesperados en un hombre
con la cultura de Benítez. En la página 139, al hablar de los estudios de
Benito Juárez, apunta que lo nombran auxiliar de física, “y ahí expone sus
recién adquiridos conceptos sobre la libertad de los pueblos. Miguel Méndez se
convirtió en el joven maestro de la generación de Juárez. En su casa se discute
de política y otros temas. Los estudiantes del Instituto escuchan los discursos
liberales de Méndez. Juárez asiste a las reuniones, siempre callado y un poco
distante”.
¿No que ahí exponía, pues, “sus
recién adquiridos conceptos sobre la libertad de los pueblos?
¿Permanecía callado o exponía sus
teorías?
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En una ocasión en que se discute cómo debería de ser el hombre que
encauzaría la vida política de Oaxaca, Méndez “tomó un velón que iluminaba la
reunión y pronunció estas palabras que asombraron a los presentes:
“—Yo voy a enseñarles a ese hombre.
“Se encaminó a un rincón de la sala,
donde la luz reveló de improviso la figura casi fantasmal de Juárez.
“—Este que ven ustedes —dijo
Méndez—, reservado y grave, que parece inferior a nosotros, éste será un gran
político, se levantará más alto que nosotros, llegará a ser uno de nuestros
grandes hombres y la gloria de la patria”.
(Quizás Fernando Benítez —sin
querer o queriendo, no sé— comienza todo este auge de hacer dialogar a los
personajes históricos imaginándolos con lenguajes procaces o fatalmente
inverosímiles que inundan toda esta novelería insólita de la historia…)
Transcrita la anécdota, Fernando
Benítez se apresura, como lo hace una y otra vez a lo largo de las trescientas
treinta y pico páginas que posee el libro, a editorializar la historia, a
endilgarle una moraleja al caso referido: “El vaticinio, que con el tiempo se cumplió,
nos permite darnos una idea de lo que era entonces y lo que llegaría a ser
Benito Juárez: un hombre de muy pocas palabras, casi un fantasma; un indio al
fin, inferior sólo en apariencia a los jóvenes criollos que atestaban la sala”.
¿Un indio, al fin?
¿Los indios, pues, son casi
fantasmas, inferiores sólo en apariencia?
¿Por qué su apariencia es inferior?
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Pero lo que parecía un lapsus de un dictado con premura se diluye,
lamentablemente, en las páginas siguientes, ya que el “editorialista” Benítez,
continuando con su estilo ortodoxo, cartabónico, de hacer periodismo (son
célebres en el periodismo sus gritos, regañadas, insultos y ofensas), se
interpone en el propio relato para adjudicar su irremediable opinión, de tal
modo que el lector, a la vez que va conociendo la vida de Juárez, también se va
enterando de los calificativos que se van ganando los protagonistas de la
historia.
Así, en la página 22 leemos que el
profesor de Juárez, José Domingo González, tenía tan mal carácter “que había
nacido para ser rufián y no maestro”, y que Santa Anna en el transcurso de su
viaje de Cuba a México, ni más ni menos, había dejado de “ser ladrón, tahúr y
chaquetero que cambiaba de bandos con facilidad, para convertirse en genio
militar” (más adelante también le dice, entre otras linduras, “bufón”). El
historiador es, asimismo, el calificador de las fechorías o glorias, según los
casos, de los historiados.
(Como digo, después del Juárez de
Benítez los novelistas historiadores miraron entonces fácil el camino para
hacer hablar a sus historiados de modo muy arbitrariamente personal sujetos a
la libertad que les otorga la licencia litearia…)
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No sólo eso.
Hay también ciertas opiniones
“incómodas”, fuera de lugar, que interrumpen la lectura.
Veamos.
Benítez habla de Vicente Guerrero.
En el muelle de Acapulco estaba anclado El Colombo, con su capitán
italiano Picaluga. “El presidente Bustamante, el ministro de Guerra y Marina,
José Antonio Facio, y el ministro de Hacienda, Lucas Alamán, con el mayor
secreto le dieron a Picaluga cincuenta mil pesos en oro con el fin de que
invitara a conocer a Guerrero a bordo de El Colombo y lo
hiciera prisionero. El confiado Guerrero aceptó la invitación y llegado a bordo
los marineros lo aprehendieron y lo llevaron a Huatulco para entregarlo al
capital Miguel González, quien lo condujo a Oaxaca. Ahí se le formó consejo de
guerra, fue condenado a muerte y fusilado en la villa de Cuilapan el 14 de
febrero de 1830”.
¿Cuál es la moraleja?:
“En México —dice Fernando
Benítez— ha sido frecuente, y lo sigue siendo hasta la fecha, que el
enemigo político sea eliminado por medio del asesinato”.
Luego, en la página 60, apunta:
“Como vemos, en todo este cúmulo de adversidades fueron la Iglesia, sus
defensores, los gobernantes de los estados y las ambiciones políticas de Santa
Anna los causantes de nuestra derrota. Tal era la descomposición de nuestro
país”.
Y sin más, nada más porque sí, una
feliz ocurrencia, asienta con gravedad: “En la conquista de Tenochtitlan fue el
joven emperador Cuauhtémoc ‘el único héroe a la altura del arte’, y en 1847
fueron los ‘niños héroes’ los que salvaron el honor de México. Más de un siglo
después, el 2 de octubre de 1968, fueron los jóvenes universitarios los héroes
de la matanza de Tlatelolco. Por ello siempre son los jóvenes en los que
debemos confiar nuestro destino”.
¿Qué tienen que ver los “niños
héroes” con los “héroes universitarios de Tlatelolco”?
Sólo Benítez lo supo.
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En ese, por decir, “moralismo histórico”, Fernando Benítez es
verdaderamente un líder. En la página 52 hay una sabrosa e inconcebible perla:
“En ese maratón de locos codiciosos que nada sabían de leyes o de política, lo
que salvó a Juárez fue el ser indio, heredero de los zapotecos que construyeron
Monte Albán. Un indio habla poco, es impasible ante las peores circunstancias y
nunca se queja; del indio se ha hecho la imagen de un hombre cubierto con su
gran sombrero y su sarape, dormido bajo un árbol, pero en realidad está
pensando en sí mismo y en la posibilidad de mejorar su vida espiritual”.
Bueno, si lo dice el autor de esa voluminosa
colección bibliográfica Los indios de México, (aunque
haya llegado a ellos mediante helicópteros proporcionados por el gobierno
federal, que consintió a Fernando Benítez en todas y cada una de sus
peticiones) irremediablemente hemos de creerle. No se trata, pues, de una
figura poética: los indios, cuando callan y están como ausentes, no es por la
falta de hambre o por los siglos de opresión, sino porque están pensando en sí
mismos para mejorar su vida espiritual.
El Benito Juárez de Fernando Benítez,
por lo tanto, es uno de esos héroes sin parangón pues, como indio (¿o a pesar
de ser indio?), ocupó el lugar más prominente que hombre alguno puede ocupar en
el reino terrenal; ya después vienen sus ideas (¿no por algo, incluso, en el
mismo título del libro quiso Benítez remarcar eso de Un indio zapoteco
llamado Benito Juárez?) y sus a menudo “trágicas facetas de pacífico hombre
común y encarnizado luchador”.
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Decir esto cuando Fernando Benítez aún vivía era decretarse uno mismo su
propio destierro del Olimpo cultural.
Yo lo dije en el momento en que
tenía que decirlo, cuando Benítez todavía rondaba por este mundo.
Pero no me importaba porque yo,
desde siempre, he mirado con prudente distancia cualquier tipo de Olimpo
terrenal...
VÍCTOR ROURA. Posee una trayectoria de más de 40 años en el periodismo cultural. Fundador de importantes medios en el país, como Unomásuno y La Jornada, y creador de la sección cultural de El Financiero, así como de los periódicos culturales De Largo Aliento y La Digna Metáfora. Es autor de medio centenar de libros en los que ha explorado el ensayo, el cuento, la poesía, la narrativa e incluso la ilustración para hablar acerca de rock, erotismo, prensa y literatura (poética y narrativa, sin hacer a un lado las letras infantiles); se ha adentrado en la crónica de las perplejidades del medio escritural e informativo y demás jocosidades del ámbito en el que se ha desempeñado toda su vida. Subdirector cultural de Notimex.
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