La pandemia me tiene
de nuevo en casa de mis padres. Los casos positivos apenas empezaban a
dispararse cuando adelanté mi vuelo más de dos semanas. Quería volver. Era el
lugar más seguro del mundo, eso era lo que me decían internamente mis afectos
por la ciudad; hoy, está en el top de los municipios con mayor contagio. Lo
único que parece detener la movilidad es el calor de verano: cuarenta y dos
grados centígrados en junio y a veces cincuenta en agosto.
Habito
un infierno doble, pero siempre fui fanático del fuego. Me gustaba prender
Crayolas y verlas consumirse después de pocos minutos. A los diez, corté la
parte de arriba de una lata de cerveza, le metí tres servilletas empapadas en
líquido para parrillada e incineré mi último diente de leche. Pero antes de
eso, a los seis, quedé maravillado cuando un corto circuito hizo que le saliera
fuego al radio del carro familiar. Mis padres me gritaban que saliera y yo, sin
hacer caso, me concentraba en las llamas. El tablero de plástico echaba humo
negro cuando un bombero apareció y me bajó del carro y del trance en el que me
encontraba. No recuerdo si me regañaron y tampoco podría decir el tiempo exacto
que me mantuve en el asiento trasero.
*
Papá enfermó y
nosotros fuimos registrados en automático como casos sospechosos. Inició el
juego creativo. La vista cansada posterior a los días de la prueba positiva tal
vez indicaba que te habías contagiado. Los mismo para el aire que falta al
subir las escaleras muy rápido, el recuerdo borroso de haberse tocado o no la cara
en el supermercado, el posible contacto con una superficie no desinfectada o la
constante presión no liberada que se carga en el entrecejo por una mezcla de
estrés, ansiedad, miedo, incertidumbre y nostalgia.
La
paranoia inicial se calmó por unos días y regresó en la forma de dos ataques de
pánico. A estas alturas parece una broma: tu mente te dice que te vas a morir y
no sabes por qué, pero sabes que sí podrías agonizar por un virus.
Honestamente, desearía ser de las personas que no creen y poder responsabilizar
de todo esto a una persona en específico: la élite global, Bill Gates, China o
la OMS; lo que me sirviera para poder dar un orden a lo que sucede.
Tuvimos
que aislar a mi padre y la huella más visible de su ausencia se encuentra
afuera, en el jardín. Se había esmerado durante el invierno y la primavera para
que por fin prendiera alguna de las variedades de césped que aventó a su suerte
en un terreno de tres metros por cuatro. Los grandes ganadores fueron el tipo
Bahía Grass y el Bermuda. Una búsqueda rápida en Wikipedia revelará que estas
especies son de clima cálido. Las oportunidades del resto de las semillas eran
muy pocas. Su destino era perecer y servir de alimento para el suelo. La
estrategia funcionó hasta que llegó el verano y el inevitable descuido de la
única persona con una verdadera vocación para la jardinería. Pequeñas secciones
se fueron muriendo y he tenido que tomar acción.
Mi
tarea es regar el zacate cada dos días. Aunque al principio era tedioso, ahora
es la actividad que más disfruto durante el confinamiento. Desearía que el
terreno fuera más grande para poder regar otra media hora sin ahogar el pasto.
Me gusta ver como brincan los grillos y el correr de las lagartijas, parece que
aceptan incondicionalmente la molestia momentánea de una lluvia artificial que
les garantiza frescura para otras 24 horas. He intervenido su paisaje con
cascarones de huevo en mi desesperación por ver un poco más de verde entre todo
ese ocre.
Esta
nueva diligencia se tiene que hacer, preferentemente, de noche. Sin sol y sin
el bullicio de una ciudad que parece jamás haber estado en cuarentena. El
chorro de agua es hipnótico, al igual que las pocas estrellas que se alcanzan a
ver y la pesadez de una noche con 30 grados centígrados. Me pongo a pensar en
la importancia de las cosas sencillas: mantener vivo ese ecosistema. ¿Es una
distracción de todo lo que sucede al interior de la casa y en el mundo? Puede
que sí, y al mismo tiempo deseo que existan más plantas y que lleguen más
insectos. Espero que algún día la tierra esté suficientemente nutrida y que
toda esa vida se interconecte en el subsuelo. Imagino que las raíces de cada
hierba hacen contacto entre ellas, lo visualizo como magia, una que hemos
olvidado todos los humanos, una que está ahí y que ahí estará siempre. Me
fascinaría escuchar las historias de cientos de miles de hormigas que han
marchado por el que ahora es mi césped, que dejaran una reseña de que tan fácil
les resultó el trayecto desde la sombra hasta una manzana podrida. ¿Tiene buena
pinta la tierra? ¿Pudieron transportar sus alimentos en fila india sin
problemas? ¿Mi pasto es un lugar ideal para atacar grillos en masa?
Yo
sólo me paró ahí, conecto la manguera, abro la llave y empiezo a construir
estos mini universos donde hay crueldad, pero no la que se manifiesta como
aislamiento o encierro.
Las
noches a veces son arruinadas por el sonido de los camiones de bomberos que
salen velozmente de la estación que se encuentra a dos cuadras de la casa. No
sé distinguir cuál es el vehículo grande y cuál es el de emergencias. Pero
entiendo que probablemente atenderán un nuevo caso en ese llamado. En las
noticias los han enaltecido como una de las pocas instituciones que transporta
de inmediato a pacientes graves rumbo al hospital, con todos los riesgos que
eso implica para ellos mismos. Una vez más, los bomberos me hacen regresar al
planeta tierra, pero esta vez la realidad no es la seguridad de una banqueta a
una distancia segura de un auto en llamas. La calle, la banqueta, el auto, todo
está ardiendo.
El
ruido de las sirenas lastima a los perros, y aúllan en manada cada que las
escuchan. Mi llanto es interior: recuerdo que hay emergencias, que los casos
suben, que papá sigue en recuperación, que tengo que dormir cerca de mis
zapatos por si algo pasa.
No
obstante, hay algo en ese lamento canino que me resulta familiar. Todos los
perros que escucho se encuentran aislados unos de otros. Su vulnerabilidad es
ancestral y colectiva. Tal vez sus años de experiencia en esta tierra les han
servido para socializar su sufrimiento, porque no todos responden al canto de
las sirenas, algunos, no me queda duda, cantan junto a sus pares heridos y dan
un consuelo que traspasa las barreras geográficas.
Me
entran ganas de expresar algo al aire. No sé qué.
Todos
están en sus camas o conectados con los audífonos a algún dispositivo. Mi única
opción es entrar a casa y seguir con el performance mundial de fortaleza. Ya no
quiero soñar con las llamas y los bomberos, quiero soñar con el verde del
césped y unas hormigas que exploren la topografía del jardín.
HIRAM DE LA PEÑA (Mexicali, 1993). Ha colaborado en revistas digitales como Cinosargo, Mito / Revista Cultural, Letralia, Liberoamérica y Bitácora de vuelos. Fue seleccionado como asistente para el Octavo Curso de Creación Literaria Xalapa 2016, organizado por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana. Parte de su trabajo aparece en diferentes antologías: Dirty Silk - Tercer Premio Endira de Cuento Corto (Endira, 2016), Narrativa Mexicalense del Nuevo Milenio (Ubicua editorial y Secretaría de Cultura, 2017), Primer Certamen de Literatura para Niños “Escribiendo para el Futuro” (IMACUM, 2018) y XIX Certamen de Ensayo Político (Comisión Estatal Electoral de Nuevo León, 2018). Actualmente cursa la Maestría en Ciencias Sociales de El Colegio de México.
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