Foto de Polina Tankilevitch en Pexels |
Al despertar, miro mi celular para ver la hora; así reconozco que es tiempo de pararme, pues un día largo me espera con mi computadora e ideas encendidas a su máximo esplendor. Tomo un delicioso desayuno que se acompaña de unos huevos revueltos con jamón y un poco de pan tostado.
Mientras preparo mi rico desayuno, colocó un poco de café molido de Oaxaca sobre la cafetera. El aroma del café no tarda en llegar a mis pulmones, los cuales reaccionan como dos mariposas que mueven sus alas al compás del viento. Es ese aroma de café que sale en forma de vapor, el que se funde con mi piel y desdeña mi tranquilidad.
Tomo un sorbo de café, y mi mente recorre la casa de mis padres, donde de pequeña me daban una taza de café de olla con un pan dulce. Recuerdo perfectamente las posiciones en las que se ubicaban las seis sillas que acompañaban a la mesa. En tanto, viene a mi memoria las estaciones de radio que mi papá escucha todas las mañanas y que resuenan con un tono que dice “El bazar de Pedro Infante”.
Mientras observo que ya no queda nada más en esa taza, mis pensamientos regresan al ahora, el viaje parece haber terminado, pues me recuerda que es tiempo de poner a trabajar a mi cerebro sobre la redacción de mi tesis, porque no puedo olvidar que soy becaria y estoy estudiando un doctorado.
Me dispongo a dejar el espacio del comedor y, justo cuando subo las escaleras que me conducen a mi cueva de letras, música y concentración, se me vienen ideas que se entrecruzan en mis neuronas; yo deseo atraparlas todas, deseo echarlas en un costal de ideas, empero, las imágenes viajan tan rápido como las estrellas fugaces, por ende, ni siquiera me da tiempo para pedirles un deseo.
En fin, golpeada por las ideas, triste por no haberlas atrapado todas. Entro a mi espacio de fragmentos y párrafos, enciendo mi computadora, abro los documentos sobre los que voy a plasmar los resultados. Entonces, trato de leer el último párrafo que había redactado la noche anterior y, cuando ya estoy dispuesta a tocar las teclas de la computadora, suenan los mensajes del whatsapp.
Mi mente se desconecta y sufre como una especie de corto circuito. El celular me llama a mirarlo, me desisto, pero termino leyendo que otro colega de enfermería o medicina ha perdido la batalla frente al Covid. Me quedo leyendo todas las condolencias; me asusta observar las cifras; me molesta leer que entre los mensajes también se leen algunos fragmentos de odio y reclamo a la sociedad que no se cuida.
Mi cerebro se convierte en una telaraña, siento como cada uno de sus hilos van cubriendo mis pensamientos, mis ojos, mis manos y mis sentimientos. Así me desplazo a otros mensajes de otros grupos a los que me inscribieron, ahí miro una nota que dice “Mariana una pasante de medicina murió por feminicidio”. No puede ser, a Mariana no la mato el Estado, la asesinaron las instituciones, la universidad, la esclavitud y abandono que se viven en el servicio social.
En ese momento tomo un respiro, le doy un trago de agua a mi botella, miro hacia el techo y mi mente se desconecta del ahora. Recuerdo haber pasado por los pasillos de los hospitales, mi memoria recrea aquellos momentos cuando urgencias parecía estar saturado hasta el tope; volteo a ver a mis compañeras, las miro como se mueven de un lugar a otro: unas llenando las hojas de enfermería, otras preparando medicamentos, otras más instalando sueros a las personas que gritan de dolor y unas últimas corriendo para reanimar al herido, en fin, esto parece una locura.
Todo era impredecible y caótico antes de la llegada del Covid; todos corríamos y reíamos al mismo tiempo, liberábamos mucha adrenalina cuando un paciente entraba en paro cardio-respiratorio, pero al final, muertos de cansancio, tomábamos nuestro desayuno en el comedor del hospital. En cambio, ahora todo parece un funeral y desastre emocional. Hoy ya no estoy ahí, pero conocí a los que se han ido para siempre.
Nuevamente, mi pensamiento deja el hospital donde trabajé por muchos años y me traslada a la Institución donde realicé mi servicio social. En verdad teníamos muy pocos derechos, no existía el derecho a replicas, porque por algo habíamos estudiado enfermería y las enfermeras deben ser muy aguantadoras, me decían. Incluso, recuerdo que muchas veces teníamos que quedarnos para cubrir más turnos, que nuestras maestras de la universidad no iban para preguntarnos sobre nuestro estado emocional y físico, parece que nos habían borrado de la universidad. Y justo me decía, a Mariana no la mato el Estado, la matamos todos, sobre todo este sistema heteronormado, jerárquico y patriarcal de la biomedicina. Entonces, es cuando abrí una hoja de word y me puse a escribir unas notas que hablaran sobre el tema, porque sentía que muchas personas debían de saberlo.
En ese momento, sonaba otro mensaje en mi celular, miraba la pantalla de mi computadora y veía que ya eran más de las tres de la tarde, por tanto, mi estómago también me avisaba que tenía que alimentar mi cuerpo. Terminaba la nota sobre lo reflexionado, mandaba mensajes de consuelo y acompañamiento a mis compañeros por las pérdidas de sus familiares y amigos. Subía la nota al blog que también dirijo y, finalmente, cerraba la computadora para ir a comer.
La comida muchas veces me sabía a culpa y estrés, a culpa porque había abandonado mi tesis, a estrés porque no había avanzado, pero también me llenaba de satisfacción por haber contribuido con mis compañeros.
No es que mi mente quiera estar vacía para plasmar letras y textos sobre la tesis, por el contrario, son mis pensamientos los que entran en catarsis al mirar el ahora y el futuro. Mi cerebro se envuelve en las historias que me comparten mis compañeros, sus preocupaciones inundan mis preocupaciones, mis miedos más profundos se pronuncian ante la pérdida de compañeros y familiares.
Al final, me doy cuenta que no soy una tesista en materia, soy persona,
soy emoción, sentimiento y afectación, en sí, soy una tesista que le tocó
escribir su investigación en tiempos no aptos para concentrarse en la tesis y
olvidar que el mundo es carcomido por un virus.
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