Resulta que las tardes se volvían tan aburridas, tan calurosas y sobretodo tan chatas, que ese día se metió a escondidas en la cajuela del coche de su madre. Lo de menos era escabullirse y meterse en ese espacio peor que cuarto viejo, el reto era salir sin morir en el intento, pero Carolina era una experta, no era la primera vez que se escapaba de esa forma. La última vez, así consiguió llegar al partido de fútbol de Julián.
El aire era enrarecido y prácticamente se estampaba con cada bache, vuelta o tope que su madre sorteaba con el coche, a pesar de eso ella nunca sospechó del contenido de la cajuela.
La estrategia consistía en que una vez que su madre bajaba del coche esperaba el tiempo promedio que tardaba en salir del estacionamiento y llegar al salón a dar clases; por otro lado, también debía estar atenta a que no hubiera algún otro profesor fumando o llegando al estacionamiento.
Las nueces eran buena guía. Estas caían cual kamikazes y después del golpe en seco llegaba la nada, el silencio delator de que era el momento justo para salir. Carolina inventó una especie de alambre-llave con la cual podía abrir desde adentro. Al salir cuidadosamente, lo primero que hacía era sacudirse el polvo y estirarse, estirarse deliciosamente.
El siguiente obstáculo era salir del estacionamiento y caminar por los pasillos sin ser vista por otros profesores que la reconocerían de inmediato; los alumnos en cambio, le abrirían paso, pues sin conocerse se había establecido un pacto. Al cabo de unos minutos, por fin llegaba al pasillo que tanto buscaba. Igual que los otros, entre clases estaba inundado de adolescentes que se desfajaban las camisas a la menor provocación, la parvada buscaba llegar al baño principalmente, lugar de chismeríos, transgresiones verbales, banquetes prohibidos y demás. En realidad, al baño se iba al espejo, a encontrar a la propia versión que no había entrado a clases, a la otra versión de uno mismo que se había echado la pinta.
Pero Carolina no iba a los baños a empaparse de tanta libertad, ella iba al último salón del tercer pasillo de aquel colegio. Como le había robado la llave a su madre, podía entrar como si se tratara de su propia habitación; la cuestión es que se trataba del laboratorio de química. Además, Carolina se servía con la cuchara grande, pues también tenía la segunda llave, que era la de la parte trasera del laboratorio, donde guardaban sustancias químicas, instrumentos, libros, etc. Ahí se encerraba al menos hasta que su madre terminara las clases y regresara al estacionamiento.
Carolina simplemente se dedicaba a observar, algunas veces sacaba el mechero de Bunsen y lo prendía, regulaba la intensidad y la altura de la llama… las tonalidades también: “azul quiere decir una combustión limpia”, le había enseñado su madre. En otras ocasiones a Carolina le gustaba sacar los matraces y pipetas, los primeros parecían cisnes y los segundos simples popotes con los que imaginaba verter sustancias que sacaban humo y chispas. Pero su actividad favorita, era detenerse largos minutos frente a un montón de frascos formados en hileras en una gaveta. La mayoría eran grandes y pesados, todos estaban llenos de algo. Algunos causaban ternura, el tiempo detenido siempre causa ese efecto; en varios frascos se podían ver fetos de animales de los cuales sólo alcanzaba a reconocer el de una oveja y el de un cerdo. Siempre tersos y rosados eran la antesala a la siguiente hilera. Los frascos que estaban en la oscuridad eran lúgubres, Carolina sólo los veía de reojo y ni siquiera era capaz de tomarlos y acercarlos a ella; había serpientes enrolladas sobre sí mismas, también había sapos de tamaños que ella ni siquiera imaginaba; al final los frascos con formol y adentro una araña o un alacrán.
Pero el espécimen que más curiosidad le generaba, el que más le inquietaba era el de un feto humano. Le parecía en una actitud contemplativa, como a medio camino de algo, inacabado y perfecto a la vez. Se le alcanzaba a ver un punto negro muy intenso —el ojo por supuesto— que ocupaba gran parte de la cabeza, también se le alcanzaban a dibujar apenas los dedos de las manos y los pies. Carolina imaginaba que todos los fetos humanos eran iguales, poco sabía de los cambios en el tamaño y en la diferenciación de los órganos conforme transcurren las semanas del embarazo… Algo que se preguntaba Carolina, es cómo habían llegado todos esos especímenes al laboratorio, apenas si se atrevía a responderse, mejor procuraba distraerse con una pócima secreta.
Ya eran casi las seis de la tarde, estaba por terminar la clase de su madre, tenía que apurarse a salir y regresar a escondidas a la cajuela del coche. Por hoy había sido suficiente, se tenía que despedir de todos los especímenes, incluido el feto humano, que por cierto tenía un nombre, su madre le pegó una etiqueta al frente: Carol.
—“Hasta pronto hermanita, luego te vengo a visitar”. Carolina regresó a la cajuela.
Foto de Rodolfo Clix en Pexels
LILIANA HERNÁNDEZ ALMAZÁN. Radica en la Ciudad de México. Ha colaborado en revistas digitales como El Camaleón (Instrucciones para enterrar un vivo), Revista Cisne Digital (El ojo), Página Salmón (Suspendida, Hera rediviva, Piel adentro), Polisemia (El manto de las Moiras), Revista Estroboscopio (Ónfalo), Nocturnario Revista de Creación literaria (Catalina y Virginia); Revista Bitácora de Vuelos Ediciones (El extraño caso de Nadine, Crónicas evanescentes). Colaboró en la columna “Lo femenino: entre voces y silencios”, de Teresa Magazine.
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