RESEÑA De la Siberia mexicana a la Siberia real: apunte sobre Kolymá de Mauro Barea || Antonio J. Íñiguez

 
1.
 
No es un mito que Quintana Roo fue considerada, desde el primer cuarto del siglo pasado, la «Siberia mexicana» o la «Siberia tropical». Fue a este raro y recóndito estado de la república, entonces territorio federal, donde Porfirio Díaz destinó a muchos de sus adversarios y presos políticos, para trabajar en inhumanas condiciones en tareas faraónicas, como la construcción de las vías del tren de Vigía Chico a Santa Cruz, conocidas entonces como el «Callejón de la muerte», debido a la cantidad de muertos que se llevó consigo esta obra, bajo el «regenteo» del implacable general Ignacio Bravo.
 
Menciono esto porque ese pasaje histórico fue lo primero que se me vino a la mente cuando comencé a leer Kolymá, la tercera novela de Mauro Barea, que lleva por título el nombre de una zona maldita (ubicada en la Siberia profunda) que esconde hasta el día de hoy una temida autopista —conocida también como «Carretera de los huesos»—, construida por Stalin hace más de 70 años con el trabajo forzado de miles de presos políticos que su régimen necesitaba «desaparecer».
 
Esa polaridad de paisajes, que puede representar todo un reto para un narrador sin tanta técnica, fue lo que me sedujo enseguida de esta novela, y lo hizo no solo por esa condición narrativa, sino porque de entrada intuí, al margen del corpus textual, que algo trataba de decirnos Barea al colocar sus hechos narrativos en Tamul —trasunto de Cancún, a todas luces— y también en esa región recóndita, totalmente ajena a la realidad tropical.
 
En esa medida, la novela de Barea se atreve a propinarnos varias metáforas sutiles; de esas que se ensortijan en el entramado mismo de la historia (con o sin mayúsculas), y no solo se limita a mostrarnos un «vertiginoso relato de venganza y poder disfrazado de cuento de amor», como dedujo con precisión Carlos Martín Briceño en su reseña Dos novelas del Caribe mexicano, publicada en La Jornada Semanal.
 
Celebré, por tal razón, la entrada en circulación de este volumen, que mereció el año pasado una mención honorífica en el XIX Premio Internacional de Narrativa «Ignacio Manuel Altamirano», que otorga la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMEX).
 
Las razones de lo anterior, evidentemente, van más allá de esta distinción, y se respaldan en la calidad literaria con la que está construida la novela —la mejor de Barea, sin duda— y en lo que termina convirtiéndose con el correr de las páginas: en una de las mejores obras que hayan sido escritas por un nacido en Quintana Roo, con el riesgo de que se me tache con esto de exagerado por los que descalifican ipso facto todo lo que se publique en esta región del país.
 
Quien sepa olfatear las pretensiones extraliterarias, que muchas veces se evidencian en las ambiciones formales de una obra, sabrá ver también que Barea no hace suya la obsesión de escribir «la primera gran novela de Cancún», ni busca darle un «carpetazo» justiciero a una literatura local que pareciera siempre estar propensa a reiniciarse.
 
Otra es la preocupación del autor. Y esa es, sin duda, narrar, llevarnos entre el «Tamul» de los 90 y 2000 y la Siberia profunda actual, para irnos revelando qué es lo que nos quiere decir a través de sus personajes.
 
 
2.
 
Pero ¿qué hay entonces de los personajes que hacen que esta novela sea resaltada por quien esto escribe? ¿Podríamos calificar a sus personajes como metáforas de esos operarios que fenecieron, aquí y allá, en los corredores de la muerte ubicados en lugares tan remotos? ¿Qué de «reflejo» hay en su novela con lo que sucede en la realidad?
 
Las respuestas a estas preguntas las responde su protagonista, Alan, quien, atraído por un sueño por lo demás extraño y simbólico, termina en la «Carretera de los huesos» con su mejor amigo, que lo viene encañonando con una Beretta, dispuesto a acabarlo, por el daño que le ha hecho a él y a los que lo rodean.
 
Paralelamente a este escenario, Mauro le suministra a su historia el volumen y el sentido necesarios, para que, en un plano alterno, en flash back, Tamul cobre vida por su propia cuenta y comprendamos poco a poco las motivaciones de Alan y las de su mejor amigo, Luis, mientras se adentran en la inconquistable Rusia septentrional. 
 
Kolymá, como la novela negra que es, nos muestra a un personaje principal que desde su infancia descubrió que podía adquirir lo que tanto deseaba falseando las cosas, estafando al que se podía. Lo que no le podía ofrecer su familia, se lo daba su astucia para conseguir lo que quería, a base de artimañas: desde un insignificante discman (desde joven) hasta un cargo solvente en una empresa de telefonía (ya adulto).
 
El personaje de Alan es, en plenitud, el prototipo del «chueco» que, al son de una tragedia griega, acaba solo en el fondo de una espiral de sucesos infortunados. Su ambición y luego la obsesión se convierten en la «fuerza centrífuga» que lo empuja hasta el más temido de los purgatorios, esa región de Kolymá.
 
Un factor para que lo anterior ocurra será Gloria, una adolescente cubana que es víctima de «trata de blancas» en el mismo barrio de Alan, y que, al encontrarla, se convierte primero en su objeto de devoción y, después, al recibir su rechazo, en la motivación de un ánimo de venganza, que descubre de manera fortuita, con el paso de los años.
 
El escritor Sergio Gutiérrez, en su comentario que exhibe la cuarta de forros de la espléndida primera edición de esta novela, señala que el encuentro con Gloria priva a Alan «no tanto de la inocencia sino de la capacidad de ignorar que la maldad está aquí, que la violencia contra los otros —contra el otro— ocurre frente a nuestras narices».
 
Esto, sin duda, definirá el destino de Alan, e influirá años después en su relación con Luis, quien termina siendo su rival, dentro de una conjura política (en la que se encuentra Gloria incluida, convertida con los años en la posible primera dama de Tamul), luego de años de haber conformado con él un atraco sistemático en la empresa de telefonía donde trabajaban juntos.
 
Por la naturaleza y origen de estos personajes, me fue imposible no recordar a algunos otros de carne y hueso de la cotidianidad del «Tamul verdadero», y con esto, de igual forma, unas palabras que alguna vez escuché decir a Mauro Barea: los malestares sociales de Cancún parecen ya los de una ciudad vieja.
 
Como reflejo de ese malestar, los personajes de Kolymá nos responden el «¿por qué?», nos gritan a la cara las enfermedades que padecen, muchas de ellas hasta metafísicas, y otras tantas, causadas por un entorno agreste, difícil de sobrellevar sin terminar corrompido por quienes habitan el mismo territorio.
 

3.
 
Volviendo a la valoración de este volumen, recuerdo que hace unos días, al volvernos a ver después de varios años, le confesé a Mauro que leí Kolymá en un par de noches.
 
Lo anterior no fue el clásico comentario de alguien que quiere lanzarle «cebollazos» a su amigo. Al contrario, eran sobre todo las palabras de un lector advenedizo que se dejó embrujar por la tensión y las estrategias narrativas que con destreza pone al servicio de su historia.
 
Por último, también le celebré las alusiones evidentes a la historia reciente de Cancún, las cuales no enturbian en ningún momento la dimensión escenográfica que puede generar en su imaginación un «lector foráneo».
 
Esto último se destaca, pues esto permite que el narrador nos muestre su «Yoknapatawpha» o su «Comala» particular, y que el Tamul que nos despliega se vuelva tan sugerente para un lector de esta ciudad y, a su vez, para quien no lo es.
 
Como soy de los primeros, confieso que en muchas partes de la novela me vi ansioso para pasar la página y avanzar en el retrato que Barea realiza, mordazmente, de Greg Sánchez, de Niurka Sáliva (esposa de éste), de la supuesta «sangre joven» de la política doméstica y de la caterva de pederastas que han pululado en Cancún a lo largo de las últimas décadas.
 
Así, Kolymá se abisma en las entrañas de un territorio tan solitario y corrompido ya, que es capaz de engendrar a personas (nacidas en ella) como Alan, o a otras como Luis y Gloria (provenientes de otras partes del país o del mundo).
 
Tal como lo sugirieron notablemente David Anuar (en su Memoria de Gabuch), Carlos Hurtado (en su Cancún, todo incluido) y Miguel Meza (en su Cada quien su paraíso), Barea nos recalca en su obra la particularidad de un territorio que, a fuerza de sangre y devastación, fue ocupado por una sociedad que con los años aprendió a convivir, pero que se ha robustecido y enfermado de manera muy acelerada.
 
En torno a Cancún ya se han desarrollado otros cancunes, y en ellos han comenzado a crecer, desarrollarse y morir muchos como Alan, muchos como Luis, muchas como Gloria.
 
En cierta forma, no es aventurado aseverar que nuestro «Callejón de la muerte» no se diferencia mucho de la «Carretera de los huesos» de la Siberia real; y que este territorio que hoy ocupamos, muchas veces muy a pesar de nosotros mismos, no ha dejado de ser una «cárcel para operarios», la «Siberia mexicana» tan temida.
 
Mauro Barea nos lo recuerda, y nos pone sobre la mesa, además, una novela para advertirnos que así puede ser para siempre.
 
 
*El presente texto fue leído durante la presentación de esta novela que ocurrió el pasado 9 de marzo de 2023, en la Biblioteca Pública Enrique Barocio Barrios de Cancún.
 
ANTONIO J. ÍÑIGUEZ (1991) ha publicado en distintas revistas literarias como La Noria (Cuba) y Río Grande Review (Estados Unidos). Es autor de los poemarios Nueva Tierra (Ediciones O, 2018) y Radiografía border (Mantra Ediciones, 2020). Ha obtenido el primer lugar del Concurso de Literatura que convocó el Ayuntamiento de Benito Juárez, por los 50 años de Cancún; la mención honorífica en el XIX Premio Regional de Poesía "José Díaz Bolio" (2019) y, recientemente, el Premio Nacional Universitario de Poesía "José Emilio Pacheco" 2023. También, fue becario, en el 2018, del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico (PECDA), en la categoría de literatura. Actualmente, es coeditor del fanzine Cracken y de la editorial Tang Ping.  

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