CUENTO Unos cuantos piquetitos | Óscar Hernández

Unos cuantos piquetitos | Frida Kahlo

Eran las tres de la mañana y María seguía despierta. Cuando sus ojos, dos pequeños parpadeos de luz, querían apagarse se esforzaba por mantenerlos abiertos. La cena estaba fría: el hígado casi encebado, pequeñas manchas espesas de grasa flotaban sobre la superficie del caldo, las tortillas estaban duras y la pulpa de fresa descansaba en el fondo de la jarra con agua. El refrigerador guardaba la única cerveza sobrante, no era suficiente, pero tampoco había dinero para más. La joven gastaba las suelas de sus huaraches de un lado al otro de la habitación con el chal puesto sobre los hombros; el frio circulaba a través de él infiltrándose en las pequeñas hendiduras de su blusa blanca y delgada. Tenía miedo de sentarse y dormir, preocupación de que a Lorenzo le hubiera pasado algo. 
          Eso no era extraño. Lorenzo llegaba tarde casi cuatro veces por semana, siempre borracho y siempre gritando; otras dos, por lo menos, no aparecía por la casa. Era normal que los vecinos vieran a María con moretones; los brazos, los pómulos y los labios eran las zonas más comunes donde los mostraba. Cuando preguntaban algo, la joven decía con toda la indignación que le era posible disimular: me he caído de las escaleras, me he golpeado con el marco de la puerta, me he resbalado. Aun así, todo mundo sabía que era Lorenzo quien le propinaba semejantes marcas. María recibió varias quejas de los vecinos por los gritos, consejos de las vecinas por los golpes y alguna que otra insinuación de hombres que sabían que estaba sola casi todo el día. Ella era una mujer fiel que se casó con un amor temprano, una mujer noble incapaz de hacer daño, pero también incapaz de evitar que se lo hicieran. 
          La hora avanzaba en el reloj. María abrió la cortina por vigésima ocasión en la noche. El patio estaba despoblado. Las únicas luces que brillaban eran la de su casa y la habitación de Lucía, la vecina del frente, donde se proyectaban dos sombras haciendo el amor; decir que hacían el amor suena muy romántico para lo que la joven observó. Ella se imaginó la escena de un crimen: una de las siluetas tomó a la otra y la arrinconó contra la pared, la mano de la que fuera el atacante, tomaba por el cuello a la otra sombra y ésta última inclinaba hacia atrás y hacia adelante su cabeza dejando proyectar unos cabellos largos hasta su cintura. Las piernas luchaban entre sí por atraparse la una a la otra. 
          Un espectro entró a la vecindad poco a poco. María estaba aún en la ventana y vio cómo se alargaba trepando las paredes, abrió unos centímetros más la cortina y la silueta de su mano lustró la ventana empañada. La sombra se acercó más al centro del patio y por la entrada apareció un hombre con un sombrero y gabardina, estaba borracho y se mimetizaba con la noche, parecía caminar con una rutina de baile: un paso a la izquierda, uno a la derecha y uno hacia delante. En ocasiones, el hombre recargaba su mano sobre la pared para evitar una estrepitosa caída; en otras daba un trago a la botella medianamente vacía de ron que llevaba consigo; en otras quitaba de su boca un cigarrillo: ya para beber de la botella, ya para gritar los coros de una canción que interpretaba. La joven lo miró, cerró la cortina y corrió apresurada para apagar las luces. El hombre subió las escaleras y paró frente a la puerta de María.
          —¡María! —gritó mientras tocaba la puerta con golpes fuertes que seguramente habrán despertado a todos los vecinos, aunque en ningún hogar salvo el de Lucía se vio señal de movimiento.
          —¡María! —gritó de nuevo—¡Ya sé que estás despierta, ábreme, tú no te mereces a ese inútil bueno para nada.
          El sujeto miró la mano impresa sobre el vidrio de la ventana y juntó la suya, la imagen trajo consigo un momento extraño de romanticismo y nostalgia, como una pieza que no pertenece al mismo rompecabezas. Al contrario, María permanecía sentada en una silla intentando evitar que el tintineo de sus delgados huesos la delatara.
          —¡María! —gritó por tercera vez el hombre regresando al salvajismo de su embriaguez. Después de unos instantes en silenció, dio un trago a su botella, escupió el ron sobre la puerta y regresó por las escaleras.
          La joven se asomó con luces apagadas por un pequeño espacio de la cortina, vio al hombre caminar por el pasillo y después vio otra sombra aparecer junto con la primera línea azul del día por la entrada de la vecindad. Era un poco más grande y robusta que la primera, de un hombre casi igual de borracho. María entonces se apresuró. Encendió la luz y la estufa. Sus huaraches aplaudían con la prisa de cada paso que daba. Nunca se dio cuenta de las miradas que cruzaron ambos hombres en las escaleras. No se dio cuenta de que el segundo golpeó al primero y tampoco se dio cuenta de que el primero había entrado en una de las casas de la vecindad con un hilo de sangre que caía desde su boca. Sobre la mesa ya estaba la cerveza que antes permanecía en el refrigerador y en la jarra la pulpa de fresa ya se mezclaba con el agua. La cerradura de la puerta se abrió y entró Lorenzo. Miró las manos cruzadas en la ventana y le parecieron una bonita despedida. La joven servía los platos de caldo e hígado caliente en la mesa.
          Más tarde, ese mismo día, la policía recibió una llamada que denunció el hallazgo de una mujer muerta en la vecindad. El cadáver había sido encontrado por una de las vecinas que al ir a la casa, como cada mañana, a platicar problemas ajenos, encontró la puerta abierta y decidió pasar. Cuando la policía llegó la víctima estaba sobre la cama. El forense determinó que el cuerpo tenía roto el hueso hioides y había recibido más de veinte puñaladas. La policía interrogó a los vecinos quienes dieron hecho de los gritos de la madrugada de ese mismo día. Los vecinos escucharon gritar a un hombre, parecía estar solo y loco, decía el reporte. El oficial a cargo interrogó a Álvaro Gutiérrez “El Pelos”, quién confirmó haber ido a la casa de María antes de que su marido llegara y dio hechos de la agresión que recibió por parte de Lorenzo Urrutia. Lucía y su amante confirmaron la declaración de “El Pelos” diciendo que habían visto todo a través de su ventana, pero nunca se enteraron del asesinato, ya que una vez terminado el altercado entre los hombres vieron entrar a Lorenzo a su casa y ellos regresaron a la cama; los gritos y discusiones nunca fueron algo extraño en casa de María, dijo Lucía. Entonces la policía fue detrás de Lorenzo Urrutia. Lo encontraron dos días después, por coincidencia, en una cantina del centro cuando el oficial a cargo del caso fue a realizar un cateo por irregularidades en el lugar. Lo hallaron bebiendo una cerveza y con una mujer sobre las piernas. El arresto no tuvo mayores complicaciones. El hombre aceptó la responsabilidad de todos los cargos y declaró que había tenido un ataque de celos. Cuando la policía preguntó la manera en que Lorenzo había dado muerte a María, éste respondió: sólo fueron unos cuantos piquetitos.

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ÓSCAR HERNÁNDEZ (México DF, 1988). Se paseó por el diplomado de creación literaria de la Sogem. Quiere aprender mandarín, francés, náhuatl y el idioma en que se entiende a las mujeres. Ha publicado poesía por ahí (Revista Digital Aeroletras), y colaborado por allá (Libro Un viento [que] jamás. Urdimbre [de] cuerpos y palabras, editado por Bitácora de Vuelos). Hace el suficiente ejercicio cuando sube las escaleras del metro. Se pasa las noches escribiendo mientras se llena su tinaco de agua.

3 Comentarios

  1. Al fin tuve oportunidad de leer tu cuento ¡gracias por compartirlo!
    Conocerte es una de las mejores experiencias que he tenido en mi trabajo.

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  2. Gran trabajo amigo, saludos. Memo R.

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