CRÓNICA Buenos Aires era una fiesta | Eugenia Zicavo


Fumaderos de opio a pasos del Riachuelo, venta de cocaína en bares y almacenes, farmacias del centro que entregan morfina sin receta. No se trata de un nuevo proyecto porteño para desplazar a Ámsterdam como capital químico-turística. Es la Buenos Aires del 1900, cuando todavía la ley no regulaba las conductas privadas respecto al consumo de psicotrópicos y donde conseguir opio, morfina o cocaína no parecía una empresa difícil.
     En 1916, el diario La Época publicaba la crónica «Los fumadores de opio: el erotismo en plena La Boca. ¿Qué es un fumadero? Efectos del humo, sueños, pipas y narguiles» e informaba que: «Ha sido anoche descubierto un fumadero de opio, donde 56 personas, en su mayoría hijos de la celeste república, se entregaban al olvido de este mundo tratando de vivir en sueños en los dominios de Confucio».
     En enero de 1923 el diario Crítica titulaba «La cocaína está de moda»: «En el café, en la rueda de amigos se ha generalizado lo que se llama “una vuelta de coca”. Uno de los reunidos saca una cajita de cocaína y ésta va pasando de mano en mano hasta cerrar la rueda. Una mujer mundana que no se dope “carece del más seductor atractivo sensual que brinda el repugnante y alambicado refinamiento del siglo”». La droga en la metrópolis se alejaba del imaginario marginal para ser signo de dandismo y buena posición social.
     Ese mismo año, el diputado nacional Leopoldo Bard describía la situación en su Proyecto de Ley para la represión del abuso de los alcaloides (uno de los primeros intentos de legislación en la materia): «Bajo la impávida máscara de un hombre que las veces está atrás del mostrador de alguna farmacia, o sirviendo el champagne en el cabaret o guiando el coche que lleva a Palermo a la pareja divertida, está el expendedor de la cocaína. “La señora quiere cocó?” “Niño, niño, carruaje y... también de aquello.” (...) Cierto es también que los viciosos no van a dar de una vez con su cuerpo contra la pared en un cuarto para locos. Empero, lo que está sucediendo en Buenos Aires no puede proseguir».
     En su extenso diagnóstico sobre el tema (750 páginas con recopilación de artículos y descripción de distintas drogas y efectos) Bard no apunta a penalizar el consumo sino su venta indebida y a tal fin especifica la localización exacta de los vendedores de drogas en la ciudad: «En Buenos Aires ¿quién no sabe que en Pigall y farmacias de la calle Maipú e inmediaciones de Corrientes; en un cabaret de la calle Corrientes; en una farmacia vecina a la Plaza del Congreso; en el famoso café ex “La puñalada” sito en la calle Rivadavia y cientos de lugares más que permanecen sospechosamente abiertos durante toda la noche, se expende cocaína? Todos lo saben menos las autoridades encargadas de vigilar la moral y la salud pública». (Parece que los dealers de antaño eran bastante más visibles que los actuales, que incorporaron celulares y modalidad delivery.)

NARCOTANGO

En ese entonces, las drogas formaban parte de la cultura de distintos ambientes. Por ejemplo, el entorno de los arrabales porteños incluía tanto el consumo de cocó (cocaína) como de opio y morfina, que se expresó en un sinnúmero de letras tangueras con directa alusión a estas sustancias, cuyo uso era aceptado y conocido. «Pobre taita, cuántas noches / bien dopado de morfina / atorraba en una esquina / ampaneao por un botón» (El taita del arrabal, Manuel Romero, 1922).
     «Juncal doce-veinticuatro / telefoneá sin temor... / De tarde, té con masitas / de noche, tango y champán. / Los domingos té danzante, / los lunes, desolación. / Hay de todo en la casita / almohadones y divanes / como en botica, cocó» (A media luz, Carlos César Lenzi, 1926).
     Según el tango, en los prostíbulos de la Recoleta había tantas drogas como en una farmacia (la popularizada «botica del tango»). Nada de comprimidos homeopáticos o preparados con centella asiática. Parece que en las farmacias de entonces, lo que venía de Asia era el opio y nuestros abuelos podían comprarlo con un «santo y seña» en el mostrador. El boticario era el camello certificado; el saber científico en pos de la experiencia sensual. ¿Desde cuándo la cocaína fue de «venta libre»? Parece que desde siempre, hasta que llegó la prohibición. El 7 de julio de 1923 el departamento Nacional de Higiene resolvía que «en 180 días quedará abolida la venta libre de opio, morfina y cocaína», acordando dicho plazo para que se continuasen vendiendo al público bajo la prescripción de «venta libre» las fórmulas medicinales que contuvieran dichas sustancias y que hasta entonces habían sido autorizadas.
     La desaparición progresiva de la mención de las drogas en los tangos, sobre todo a partir de su «década dorada» en los cuarenta, coincide con la entrada en vigencia de nuevas legislaciones referidas a los narcóticos. Hasta entonces existía un vacío legal, ya que nuestro Código Penal no se pronunciaba respecto a la tenencia de estupefacientes y sólo preveía condenas de seis meses a dos años de cárcel para médicos o farmacéuticos que, autorizados para vender sustancias medicinales, lo hicieran de manera irresponsable.


CON EL HUMO BLANCO DE LA NUBE NEGRA

En agosto de 1922, el diario La Capital de Rosario publicaba: «La prensa de Santa Fe comienza a alarmarse llamando la atención de las autoridades a causa del desarrollo que adquiere en la capital la venta de alcaloides, denunciándose que hasta los almaceneros cooperan en la obra del envenenamiento de la juventud sirviendo de intermediarios para la venta de cocaína».
     Recién en 1924 se sancionó la venta de alcaloides sin receta médica y en 1926 (un año después de la Convención Internacional en Ginebra sobre fiscalización de estupefacientes) se decidió penar a quienes, sin permiso para vender, tuvieran drogas sin una «razón legítima de su posesión o tenencia» (Ley 11.331). Esta legislación estuvo vigente más de cuarenta años y durante ese tiempo las penas continuaron siendo leves y el tema fue aceptado con bastante indiferencia.
     En 1968, la ley 17.567 endureció las penas para los comerciantes de drogas pero a su vez introdujo un antecedente inédito para el derecho penal argentino: en pleno auge de la psicodelia mundial, el gobierno militar dejó fuera del alcance de la ley a quienes tuvieran pequeñas cantidades de droga para uso personal (que nunca fueron especificadas). Pero la tolerancia al consumo sólo duró un lustro y la sanción de una nueva ley diluyó la distinción entre consumidores y vendedores permitiendo la punición legal de ambos, lo que para muchos juristas contradice el artículo 19 de nuestra constitución (según el cual «las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de autoridad de los magistrados»). En 1986, ya en el retorno de la democracia, la Corte dictó dos importantes fallos en los casos «Capalbo» y «Bazterrica» (condenado este último en primera instancia por tenencia de 3,6 gramos de marihuana y 0,06 de cocaína) que decretaron la inconstitucionalidad de la norma que reprime la tenencia de estupefacientes. Actualmente, la ley 23.737 vigente desde 1989 sanciona penalmente la tenencia de drogas con uno a seis años de prisión y con un mes a dos años en caso de tenencia para uso personal (que pueden reemplazarse por tratamientos «curativos» o asistencia a programas educacionales).
     De acuerdo a un informe del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales, el 56 por ciento de los casos que persigue el fuero federal de la Ciudad de Buenos Aires está vinculado con infracciones a la ley 23.737 de estupefacientes (durante el período 2002-2003, del total de casos en este ámbito, sólo el 1 por ciento fue elevado a juicio y en ningún caso se trató de condena en materia de organización o financiamiento de tráfico, ni de casos de almacenamiento de estupefacientes).
     Mientras tanto, la droga que más muertes produce en el mundo es el tabaco, seguida por el alcohol, el abuso de drogas farmacéuticas legales y recién en cuarto lugar las drogas ilegales en su conjunto.
     En la Buenos Aires del 1900, la circulación de drogas estaba tan difundida en ciertos círculos sociales que incluso los diputados liberales se animaban a hablar sobre los efectos estimulantes de algunas sustancias, lejos de la actual hipocresía reinante. Así, en su proyecto de ley de 1923, Leopoldo Bard dedicaba un capítulo al consumo de hachís, que hoy hasta serviría como «proclama» para campañas por la despenalización. Su descripción es elocuente: «A dosis moderadas la embriaguez es muy agradable y muy instructiva por el justo conocimiento de los procesos intelectuales y no tiene inconvenientes serios. (...) El oído se hace más sutil, la palabra fácil y la inteligencia lúcida. Sólo una sensación de sequedad en la boca mortifica ligeramente. (...) Los accesos de risa se hacen cada vez más frecuentes y prolongados, no se les puede retener, tanto se ríen sin embargo, pero esta risa no es penosa y provoca una alegría franca que sobreviene a la vista de los objetos más simples y usuales que os parecen nuevos y extravagantes».

Crónica publicada en Lamujerdemivida, núm. 37, en 2007 y tomada del libro
Darío Jaramillo Agudelo (ed.): Antología de crónica latinoamericana actual. Alfaguara. Madrid, 2012. 650 páginas. 

Ilustración | Alexandra Bezrukova

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