OPINIÓN El camino al infierno | Juan de Dios Rivas


                         Las acciones de los hombres son las mejores intérpretes
de sus pensamientos.
James Joyce

“El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”, reza un viejo dicho popular. Es cierto. Muchas personas cuentan con excelentes intenciones, las mejores que alguien pueda imaginar, pero sus acciones son atroces u ostentan una indiferencia sin comparación. Las buenas ideas y las buenas intenciones son nada si sólo permanecen en la virtualidad de nuestro pensamiento, si no son materializadas a través de acciones consecuentes.
          Hace tiempo una amiga subió a su biografía de facebook unas líneas que convocaban a realizar el obsequio de un libro en beneficio de la difusión y promoción de la lectura. Si te interesabas tenías que enviarle un inbox para que a través del mismo medio ella te explicara todos los pormenores de la campaña. A cambio del libro regalado, tú recibirías treinta y seis volúmenes sobre géneros y temas de tu predilección. El movimiento de letras me pareció interesante y escribí un mensaje a mi amiga para que me develara el secreto de uno por treinta y seis. Y lo hizo. Se trataba de una red de lectores circulando en la red social.
          Parte de la campaña consistía en subir a mi biografía del facebook el mismo texto que mi amiga publicó y esperar a que se interesaran por lo menos seis de mis contactos para después explicarles, también vía inbox, las características del proyecto con el que se pretendía hacer circular libros por aquí y por allá. Subí el texto. Se interesaron mis contactos. Fueron más de seis. Les informé del movimiento. Tres de ellos decidieron no entrar: dos con excusas elegantes –«ya participé en la campaña» y «en estos momentos no tengo tiempo»– y uno más con su mejor negativa: «suena bien, pero no le entro». Otros tres entraron, pero tuvieron poca suerte. No contaron con el número necesario de activistas. Dos contactos más ni siquiera se molestaron en contestar el mensaje privado que incluía la información. Dejaron el inbox en visto. Sin embargo, el ejemplar que me tocó aportar partió rumbo a su destino. 
          Un contacto, que no entró al movimiento de libros, por supuesto, tuvo la desfachatez de teclear un post donde mencionaba «A todos mis contactos que andan buscando personas para intercambio de libros: ¿qué les parece si, primero, me envían los 36 y luego yo comparto el mío?». Es asombroso cómo mucha gente espera obtener beneficio antes de poner en movimiento un grano de arena altruísta. Olvidan que primero es necesario trabajar para que después, y sólo después, lleguen los resultados. En cuanto a la campaña de los libros, en el supuesto de que no recibas los treinta y seis ejemplares, ¿no regalarías uno de tus volúmenes para que alguien lo lea? Porque si en realidad eres lector –quiero creer que lo eres–, siempre tienes a la mano libros que ya leíste o que aún no devoras y es uno de éstos el que puedes regalar sin el más mínimo dolor de desprendimiento si en verdad también eres un promotor de la lectura. Pero si no lees, pues no tendrás algún libro para donar y te dolerá el codo comprar uno. Seguro no estarás enterado, por no ser apasionado de los libros, y por no ser lector, que existen muy buenas ediciones con un costo no mayor a los cuarenta pesos.
          El escultor torreonse Carlos Magallanes señala a la frialdad y a la indiferencia como dos enfermedades contagiosas transmitidas principalmente por la tecnología que hoy en día tenemos en las manos: “Las máquinas no sienten, no razonan, no piensan, sólo llevan a cabo lo que tú les ordenas que hagan”. Es cierto. Creemos que nuestros amigos están en la virtualidad de nuestros teléfonos, tablets y equipos de cómputo. No es así. ¿Cuántos de ellos aceptarán tomarse un café contigo? ¿Cuántos, además de escribirte un «que te recuperes pronto», te visitarán en el hospital si caes enfermo? ¿Cuántos seguirán siendo tus amigos si la fatalidad cubre tus días? ¿Cuántos? Para muestra, dos botones: en agosto de 2015 me invitaron a formar parte de un club de lectura al cual aún pertenezco. Los libros a devorar son seleccionados por los integrantes del grupo que asisten a la reunión en turno. Las lecturas van desde autores clásicos hasta contemporáneos y bestsellers. A las sesiones, que se programan con un mes de antelación, sólo asistimos de dos a cuatro personas y el grupo, en la página de facebook, está integrado por sesenta y cuatro integrantes. Después de cada sesión se sube la bitácora a la red social y nunca faltan los comentarios buena onda de quienes no asistieron: «Ay, qué padre. No pude ir. Salí tarde del trabajo. Pero nos vemos en la próxima», «No tengo carro y me queda muy lejos. Ojalá pueda integrarme luego», «Pensé que la reunión era el próximo miércoles y no ayer», «No terminé el libro», «Me tocó cuidar al perro» y un montón de excusas más que todos tenemos, pero que hacemos a un lado aquellos que sí nos tomamos en serio el club y la lectura y asistimos a cada sesión. El otro botón es la desagradable experiencia que tuve con una “amiga” del feis cuando la encontré en el chat y la saludé con un «Hola, W…, ¿cómo estás?». Lo desagradable fue su respuesta: «Dime, J…». Aunque teníamos un mes o mes y medio de no estar en contacto, se supone que somos “amigos”, no únicamente en la virtualidad, sino también en el mundo real. Cursamos un seminario de letras juntos, hemos intercambiado impresiones sobre escritores y libros, y compartimos un profundo interés por la literatura. Si a todo esto agregamos que ella se hace pasar por la chava sonriente, feliz, buena onda y apasionada del arte en su perfil del feis, un «Dime, J…» de ella, después de mi «Hola, W…, ¿cómo estás?», para mí es como si me hubiese dicho «¿Qué jodidos quieres?». Mi intención en aquel momento era saludarla, saber en verdad cómo se encontraba, charlar un poco y preguntarle dónde podía conseguir un ejemplar del periódico universitario en el que ella participaba.
          Puedes sonreír ante todos los disparos del celular o de la cámara fotográfica y hacerte pasar por la persona más buena onda que existe en el orbe, pero si tus actos no corresponden con tu verdadera personalidad y con tus supuestas buenas intenciones, entonces contribuirás para empedrar el camino al infierno.
    
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Juan de Dios Rivas Castañeda (Torreón, Coah., 1976) es escritor y catedrático. Autor del libro Carlos Magallanes. La seducción de las musas (Dirección Municipal de Cultura de Torreón, 2013). Su ensayo “La monja atea” fue publicado en el libro colectivo Inauguración de presencias. Muestra de novísima literatura lagunera. Fue Coordinador de Literatura del Instituto Municipal de Cultura y Educación de Torreón del 2014 al 2017. Textos suyos han sido publicados en las revistas Estepa del NazasAcequias y Bitácora de Vuelos.

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