Siempre hay alguien de quien me enamoro fugazmente cuando viajo
sola, como si el destino con los ojos vendados pusiera a alguien
delante de mí con el único propósito de hacer mis viajes más amenos.
Hoy se trata de un chico
de unos 25 o 30 años. Me encuentro en la cola del check-in con mi madre en el aeropuerto de Barcelona y alguien se
acerca por detrás, pero yo de eso todavía no me he dado cuenta. Mi madre
bromea conmigo, me pregunta si he comido bastante estas Navidades, le digo
que no se preocupe, que he cogido reservas hasta Semana Santa, me agarro
el michelín izquierdo y ella prorrumpe en una carcajada. Sonrío, me
agacho para abrazarla -mi madre es muy bajita- y cuando la tengo entre mis
brazos mi mirada se cruzada con la de él. En este preciso instante el
desconocido me ofrece una tímida mueca -se trata de aquel gesto que
uno hace cuando llega a la cola del médico o supermercado y toma contacto
visual con el último de la fila, o cuando uno se cruza con un compañero de
trabajo en el pasillo de la oficina y contrae la boca tensando los
labios hacia dentro. Es uno de esos gestos absurdos que a veces nos
vemos obligados a hacer para llenar un silencio inevitable y restar
tensión a una mirada, combatiendo esa milésima de segundo de incomodidad que
algunos somos incapaces de soportar. ¿Cómo hay gestos que no tienen nombre? Lo
bautizo como el rompe-hielos. Me pregunto por qué el chico me hace un rompe-hielos. Estaría observándome y sorprendido por el repentino contacto visual,
se ha visto forzado a…wait a minute ¿significa
eso que había tensión en primer lugar?
Sin su rompe-hielos no le hubiera prestado ninguna atención, es más, no hubiera hecho
consciente su presencia. No me atrae particularmente, no es ni feo ni
guapo, pero como un clic, su mirada enciende algo en mí, todo cambia,
ahora sus movimientos me obsesionan.
Cual niñata quinceañera, me vuelvo muy coqueta: me
sacudo el pelo, río más alto, hablo más fuerte, ¡quiero que escuche la gracia
que tengo haciendo reír a mi madre! A través del rabillo de ojo sigo atenta a
sus reacciones, sé que me está observando, pero no miro, él no sabe que yo
sé. La señorita de Iberia -bueno, el vuelo es operado por Vueling, pero yo le
cuento a todo el mundo que viajo con Iberia, como si diera algún prestigio.
Después de exprimir las ofertas de Ryanair da gusto poder decir que vuelas con
Iberia, aunque al fin y al cabo, tampoooco es que haya tanta diferencia, son dos horas de vuelo igual…- dice
“¡siguiente!” con los ojos. Llegamos al mostrador y mi atención se
desplaza ahora hacia el trámite, quiero cambiar el asiento pero no es
posible. Me olvido momentáneamente de él. Una vez la maleta
está facturada y como si un hipnotizador chasqueara sus dedos
frente a mí, vuelvo a acordarme de él: es el siguiente en la cola. Mientras me
alejo del mostrador y él se acerca, me giro como quererme asegurar de que todo
está en orden, que no he olvidado nada, pero él no me mira. Dudo. Mi madre
sugiere que tomemos un café, total tengo todavía dos horas hasta el embarque.
Tomando el café me esfuerzo en prestar atención a mi madre pensando en él con
intermitencia. Despedidas, abrazos, envíame un whatsapp cuando aterrices, y otro cuando llegues a casa, acuérdate de poner el
queso en la nevera, no, el fuet puede quedarse fuera.
Tras pasar el control de seguridad y ver que mi madre ya
se ha alejado (¿o tal vez no la veo?, es domingo después de fiestas, ¡el
aeropuerto parece un Zara en primer día de rebajas!), me sumo en una tristeza
pesada como el acero de la que resurjo a flote al ver que en la T1 -es la
primera vez que vuelo desde la T1- hay un McDonalds. Me lo pienso un par
de veces y me decido. No tengo mucha hambre todavía así que
me siento en un taburete en una mesa alta -estratégicamente en una
esquina- y controlo la hora en el móvil cada dos minutos. A pesar de ser
una de esas personas que llegan siempre tarde a los sitios, cuando se trata de
volar no hay nada que me aterre más que ir con prisas, corriendo y sudando
con la bolsa del duty free a
un lado y el bolso que carga al menos dos libros y un paquete de M&M’s
tamaño industrial en el otro, a punto de perder el avión. Así que busco un
sitio donde sentarme que no esté muy cerca de nadie, desde donde pueda ver
las pantallas que anuncian la hora y la puerta de embarque.
Leo tranquilamente hasta que un pensamiento me visita, una imagen: me
observo desde fuera y me percibo bella leyendo atentamente, ¿tal vez esté
observándome? El pensamiento se va tan rápido como viene y vuelvo a la
lectura, con la misma delicadeza que uno de esos gatitos de YouTube que se
quedan dormidos casi sin darse cuenta. Un rugido en el estómago me recuerda que
tal vez debería comer, no quiero llegar a Londres malhumorada y hambrienta.
Cargada de bolsas me levanto y cuando estoy caminando hacia el mostrador, ahí
está él, mirándome, a la vez que engulle un Big Mac con los mismos
labios que una hora antes me habían hecho un rompe-hielos. Nos
miramos una milésima de instante y como en la EGB, aparta la mirada en plan “me
han pillado”. Yo también, casi por instinto: ¡mierda, mierda, mierda!
Llego al mostrador. El camarero (¿se les llama camareros a “los del
McDonalds”?) se dirige a mí en inglés: Hello. Le sonrío: ¡Hola! Se sorprende y me sonríe de vuelta: ¡Ah! ¿Que desea? Me
pido un cuarto de libra con queso y camino en búsqueda de
otra pantalla de información.
El problema de ser mujer y haber visto Algo
para recordar (Sleepless in Seattle) un mínimo de
30 veces es que, además de idealizar los aeropuertos y desarrollar una extraña
debilidad por Tom Hanks (y lástima por el arreglo quirúrgico de Meg Ryan, “con
lo mona que era”), es que crees en una especie de magia que armoniza el mundo,
aunque sepas que todo está, en el fondo, en tu cabeza.
Y yo lo supe, lo supe la primera vez que la toqué. Fue
como llegar a casa; solo que a una casa que nunca había visto, y fue al darle
la mano para ayudarla a bajar de un coche… y lo supe. Fue como… magia.
Espero en los bancos infinitos de la T1. El vuelo tiene
un retraso de 30 minutos. De 40. ¿Irá en mi vuelo? ¿Tendremos asientos
conjuntos? ¡Me he montado tal película que si ahora se acercara a hablarme me
pondría roja, tartamudearía y le contestaría en plan borde para ahuyentarlo
rapidísimo! ¡Déjame en paz, yo estoy muy tranquila sola! ¡Que pereza ahora
ponerme a hablar con un desconocido!
Espero leyendo hasta que finalmente aparece en la
pantalla la puerta de embarque. Camino y en la cola, ahí está él. Tengo
pis. Para llegar al baño he de que cruzar la cola. Oportunamente y como
quien no quiere la cosa, paso por detrás suyo. Juraría que me ha visto,
cuando me acercaba he mirado a un lado y después a otro, me he recolocado el
bolso y ajustado la bufanda, todo a cámara muy lenta, como en uno de esos
tantos anuncios de perfume que me he tragado estos días en las pausas
viendo Ben Hur en
TVE1. Cuando vuelvo del baño me acobardo y paso por otro lado, sintiendo su
mirada en la nuca. Me alejo y cuando llego al final de la cola me doy
cuenta de que no hace falta esperar de pie, tengo un asiento asignado, el 11E,
así que me siento en una silla ancha de cuero negro a esperar otra vez. Al
girarme creo verlo buscándome con la mirada. Creo que me encuentra y que
me mira fijamente, creo que me ve mirándolo. Creo, porque hace más de dos años
que no me renuevo las gafas. Es lo que tiene vivir en Londres, peluquero,
dentista y óptico se vuelven actividades typical
spanish -porque solo las haces en España- que
tu madre se encarga muy orgullosa de organizar y a las que tu acudes si
hay tiempo, porque es muy probable que tengas la agenda tan apretada que
da gracias si en este viaje has encontrado un hueco entre una resaca y una cena
en “el chino de siempre” para ir al dentista. Al peluquero ya has ido,
cuanto antes mejor. Digamos que me estaba mirando. ¿Qué posibilidades hay
de que esto tenga algún significado más allá de mi cabeza? A juzgar por
ocasiones anteriores, las probabilidades son nulas, nunca antes uno
de estos enamoramientos súbitos ha tenido significado alguno ¿Tal vez sea
mejor así?
He
said “It’s all in your head” and I said,
“So’s everything” But he didn’t get it.
(Paper Bag, Fiona
Apple)
La cola avanza con rapidez. Entro en el avión. ¿Me está
mirando, me busca? Me siento. Justo cuando voy a levantarme para guardar el
abrigo, el chico aparece, se sienta a mi lado y con una voz rota me dice:
te he estado observando y me gustaría pasar el resto de mi vida contigo. ¡Ha!
No. Coloco mi abrigo en el compartimento, disimulo y miro rápido a mi alrededor
cuando una manga del abrigo me hostia en la cara y hago una mueca muy fea que
me hace parecer gilipollas. No lo veo así que vuelvo a mi asiento. Cojo mi
libro y leo. Leo todo el trayecto y me olvido de mi amado (vale….). Aun así
quiero pensar ¿y si es esta la vez en la que ocurre algo? Claro que cada vez
pienso lo mismo. Pero, ¿y si ésta…? Me permito concebir que hoy
sea diferente. Apagan las luces, empieza el aterrizaje. Cuando miro por la
ventana veo que volamos por encima de unas nubes llanas y azuladas en las que
se refleja la luz de una luna llena y lechosa. Respiro hondo. Cuando llegamos a
Londres, anuncian el típico “no enciendan sus teléfonos hasta que lleguen a la
terminal”. Nadie hace caso. Cojo mi abrigo y ya ni me molesto en mirar a mi
alrededor. La azafata, thanks for flying with us. Camino por los largos y aburridos pasillos del aeropuerto de Gatwick,
espero en la cola del control de seguridad detrás de una familia de ingleses
gordos de piel rosa agresivo quemada por el sol. Le sonrío al guarda y me
devuelve el carné. Ahora recoger el equipaje, más pasillos, más esperas, que si
no es aquí, que si salen por allá. Y esperando por fin veo mi maleta, a lo
lejos todavía, acercándose a mí como abatida encima de la cinta mecánica. De
pronto escucho una voz masculina: “Pues nada, ahora a volver a acostumbrarse a
la rutina…si, mañana a las 9”. Me giro y ahí está él. Nuestras miradas se
cruzan, y entre un “bueno mamá” y un “hablamos mañana” otra vez, el rompe-hielos. Cuelga el teléfono. Me giro, y mi maleta está ya delante de mí, la cojo.
Me late rápido el corazón, no sé qué coño hacer. Otra vez pienso: no me
hables-no me hables-no me hables. Me giro otra vez y no está, pero como un imán
mis ojos lo encuentran al final de la cinta mecánica mientras coge su maleta.
Me alejo despacio, le estoy dando una oportunidad. Imagino como camina detrás
de mí, en cualquier momento me tocará en la espalda. Como eso no ocurre, pero
no tengo coraje para mirar atrás, y ya no tengo muy claro lo que quiero o no
quiero que ocurra, ando cada vez más rápido. El próximo tren a Londres sale en
2 minutos, me apresuro a sacar el billete del bolso, lo paso por las puertas
automáticas y llega el tren. ¿Estoy haciendo lo correcto? Miro, pero no lo veo.
La gente empieza a subir sus maletas al tren. No lo veo. Sigo mirando pero
nada. Pipipipipí. Subo.
Recuerdo su cara.
¶
Ingrid Solbrig (Barcelona 1985) es licenciada en Filosofía por la Universidad de Barcelona y tiene un Máster en Media, Communications and Critical Practice por la University of the Arts, London. Reside en Londres des de 2011, donde dedica el tiempo a sus dos mayores pasiones: el cine y la literatura. Trabaja en distribución, colabora con festivales como London Short Film Festival programando cortometrajes y escribe en https://marblelesstables.wordpress.com.
También pueden leer este texto en digopalabratxt.com
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