Balthus. Girl kneeling, her arms on a chair. Imagen tomada de http://www.wikiart.org/de/balthus |
Estela cierra los ojos y trata de imaginar
cómo será recibir por primera vez el cuerpo de Jesús. Recuerda las ansias, el
gusto con el que su madre recibía los cuerpos de los hombres cuando vivían en
Tecomán, y se pregunta si sentirá lo mismo, si pondrá en blanco los ojos y se
morderá los labios hasta sacarse sangre. “Cuando tengas trece años, recuérdalo,
tendrás a tu primer hombre”, le había dicho ella cuatro años atrás, y Estela había
esperado anhelante a que llegara ese día. Se lo había imaginado muchas veces; ella
con un ligero vestido blanco de algodón, de tirantes y amplio vuelo para que no
hubiera siquiera necesidad de quitárselo cuando llegara el momento. Lo que su
tía le ha puesto, en cambio, es un pesado vestido de encaje con doble forro, calzones
y pantimedias blancas. Le ha recogido el pelo, y le ha hecho un apretado racimo
de bucles en la nuca. Sobre éstos es que su tía le ha puesto el velo.
Quisiera arrancarse los encajes, quitarse
las medias, deshacerse el peinado, pero se queda quieta porque quiere ser buena
con su tía. Ella la ha cuidado en los últimos tres años; la enviado a la
escuela, le ha comprado ropa nueva y enseñado a rezar. Está obligada a ser
buena, agradecida. Aunque eso no impide que continúe recordando a su madre; la
vida emocionante, libre, que había llevado con ella. Si no hubiera sido por los
estúpidos del DIF, jamás habría ido a parar con su tía, ni habría sufrido esa
existencia llena de prohibiciones y tonterías. Había momentos en que creía
haberse acostumbrado ellas; instantes en que no veía otra existencia posible
sino esa llena de rezos, sacrificios y frustraciones. Aunque también estaba el orfanatorio,
no debía olvidarlo. Esa vida oscura y terrible entre extraños de la que se
había salvado gracias a su tía. Por eso tenía que callarse y respetar la
emoción con que le hablaba de su vestido blanco de primera comunión. Aunque por
dentro no esté pensando sino en quitárselo de una vez, en ver aparecer a su
madre. ¿La vería de nuevo ese día? ¿Vendría a verla cómo hacía su primera
comunión? ¿O antes de que eso ocurriera entraría por la puerta, la tomaría de
la mano y se la llevaría lejos con ella?
Si no
hubiera sido por las vecinas estúpidas de Tecomán jamás se hubieran separado. ¿Si ese montón de mujeres no la
quería, por qué habían fingido que se preocupaban por ella? En grupo habían ido
las chismosas hasta las oficinas del DIF, a decir todos los malos ejemplos que
estaba recibiendo de su madre, como si ella no quisiera parecérsele, como si
ella no anhelara estar grande para hacer lo mismo, lograr todo ese poder que
tenía sobre los hombres. Esas, las mismas mujeres que no la invitaban a las
piñatas de sus hijos, que no le permitían entrar a sus casas, que no le
invitaron nunca nada de comer, habían fingido que se preocupaban por ella, y la
habían separado de su madre.
Aunque algo le dice que después de tres
años de no verse, se encontrarán de nuevo antes de que termine el día.
“Quedaste preciosa. Vas a ser la más
bonita de la iglesia. Aunque ven. Vamos a la cocina, déjame ponerte un poquito
de limón en el cabello para fijarte los pelitos que te quedaron sueltos”.
Y ella se deja llevar por el viejo
corredor y entran a la cocina con techos altos de teja.
“Ya. Qué hermosa quedaste. Y ahora ven.
Siéntate un poquito en el corredor. Te pondré el ventilador para que no sudes.
Todavía falta media una hora para que salgamos a la iglesia”.
–¿Le llamaste a mi mamá? –le pregunta a
su tía una vez que ha tomado asiento junto a la columna que sostiene la enorme
buganvilia del jardín.
–Si, le responde su tía, al tiempo que
enciende el ventilador y dirige la brisa hacia ella.
–¿De verdad, tía? ¿Le llamaste?
–Ya te dije que sí. Me prometió que haría
todo lo posible por venir. De todos modos ya te dije que tienes que estar
contenta. Y ahora quédate tranquila mientras yo termino de arreglarme.
Estela se quedó mirando los enormes
racimos de flores de la buganvilia de su tía. Le gustaba esa planta. Le gustaba
aquella casa vieja, fresca y amplia, tan diferente a la que había compartido
con su madre. ¿Por qué no habían sido ella y su madre quienes se quedaran con
la propiedad? Cerró los ojos y trató de no pensar en nada. La brisa del
ventilador le hacía olvidar por momentos que iba envuelta en varias telas.
Recordó la época en que podía andar con un
simple camisón sin mangas, lo agradable que era correr en la tarde, con sus
amigos del barrio, sin nada que le estorbara. Ellos apenas vestían un short
aguado y una camiseta dos o tres tallas más grande que la que necesitaban, pero
nadie sentía que fuera mal vestido. Qué feliz había sido con su madre, con los
amigos de antaño, aunque no pudiera ir a sus fiestas de cumpleaños. Qué alegrías
había experimentado cuando alguno de los hombres de su madre las invitaba a la
playa y comían camarones, y ella correteaba por la arena con un calzón delgado
como único vestido. El mar. Ella era alguien del mar. ¿Por qué la habían traído
hasta ese enorme pueblo que olía a viejo?
–Vámonos mi amor. O llegaremos tarde
–dice su tía, saliendo de su cuarto con un viejo aunque bien conservado vestido
negro de satín.
–¿No vamos a esperar a mi mamá?
–No podemos. No sabemos si va a venir. O
a lo mejor ya nos está esperando en la iglesia. No sé. Te dije que tienes que
estar contenta. No vas a amargarte el día esperándola.
–¿Pero sí le llamaste?
–Claro que le llamé. Ya sabes que yo no te
digo mentiras. Ponte de pie. Vamos.
La iglesia está casi llena con todos los
familiares de los niños que harán la primera comunión, pero ellos ocupan las filas
de adelante. Las niñas, las dos primeras de la izquierda y los varones, las de
la derecha. A ella le toca hasta adelante y siente un poco de vergüenza porque
es la más alta. Hace tres o cuatro años que debió haber hecho la primera
comunión, pero su madre jamás se había preocupado por eso. Su tía se había
enojado mucho cuando se había enterado, dos años después de que llegara a vivir
con ella, de que no había comulgado nunca. “Qué pecado, dios mío. Qué pecado
tan grande –había exclamado–. Dejar crecer a los niños como si fueran
animalitos”.
Ella no dijo nada, pero se había mirado a
sí misma corriendo descalza sobre la tierra suelta, bañándose en el mar,
jugando a la roña con sus amigos, y se preguntó si eso era crecer como
animalito.
Sintió que la frente se le perlaba de
sudor, pero se pasó el pañuelo blanco que su tía le había dado justo antes de
entrar a la iglesia. Las niñas más pequeñas, a su lado, se veían frescas y
sonrientes. No hacían sino observar el altar, maravilladas de tanto brillo. A
veces se reían al tiempo que se murmuraban cosas al oído. Ellas estaban
contentas porque tenían a toda su familia ahí: a sus padres, a los tíos y a los
abuelos. Ella en cambio estaba sola con su tía. Su madre no vendría, o acaso no
había podido descubrirla con tanta gente llenando la iglesia. Le hacía ilusión
que estuviera ahí, que viera como recibía por primera vez el cuerpo de Cristo
dentro de ella; cómo recibía la hostia, sacando apenas un poco la lengua, con
las manos unidas en el pecho. Sí, estaba ansiosa por recibir a Dios dentro de
ella, casi presentía un estremecimiento, una huida de sus pupilas hacia arriba.
Aunque estaría lista para cerrar los ojos; nadie debía darse cuenta del placer
que le provocaría eso: quedarse a solas con Dios, encerrados ambos detrás de
sus párpados.
Cuatro o cinco fotógrafos disparaban sus
flashes contra ellos. Algunos sonrían a las cámaras, pero ella permaneció quieta;
si iba a quedar una foto de aquel mediodía, un registro de ella recibiendo por
primera vez la hostia, tenía que ser una imagen donde estuviera seria,
consciente de la gravedad e importancia del momento.
El sacerdote tardaba en salir, pero como
ella no sabía si su madre estaba ya en la iglesia, pensaba que era mejor así,
que la ceremonia se tardara en iniciar. No podía comenzar sino cuando la mujer
que le había dado su vida estuviera en el templo.
Sin poderse contener, miró atentamente
hacia atrás para ver si descubría por fin a su madre, pero aparte de un montón
de rostros extraños, a la única que vio fue a su tía mirando seria el altar.
Casi enojada volvió a mirar hacia
adelante, pero se encontró con el lastimoso y blanco cuerpo de Jesús, colgado
en la cruz. Se imaginó ese cuerpo herido pero sin el taparrabo. Se lo imaginó
bajando de la cruz y acercándose a ella. ¿Podría él entrar en su cuerpo con
todo el montón de ropa que su tía le había puesto encima? Muchas veces había
visto hombres desnudos en el cuarto de su madre. Hombres tímidos que no se
quitaban la ropa sino en el último momento, cuando por fin entraban entre las
piernas de su madre. Pero también había visto hombres hermosos, seguros de sí
mismos, orgullosos de su fortaleza y de mostrarse desnudos. Recordaba a su
madre observándolos arrobada, desnuda, cubierta de sudor, tratando de robarles
con la mirada, algo que no estaba en la piel, ni en el cuerpo de aquellos
hombres que sólo pasaban una noche con ella, sino algo más allá, acaso en su
manera de moverse, o en su olor, o en todo eso junto a la vez.
Cuanta fuerza había en su madre luego de
esas uniones con hombres extraños y fuertes. Porque no siempre eran hermosos,
pero todos eran fuertes, cortadores de limón, o ganaderos de ojos azules de
Michoacán, o narcos que venían hasta la ciudad a hacer sus compras importantes.
Volvió a mirar a mirar hacia atrás y
observó el rostro de su tía. Sintió lástima por ella. Estaba segura que las dos
o tres hostias que recibía al mes en su cuerpo eran nada, eran menos que nada
si se comparaban con lo que uno solo de aquellos hombres podían hacer sentir a
una mujer en una sola noche.
De pronto se le ocurrió que su madre no
vendría, que su vida sería en adelante idéntica a la que llevaba su tía
solterona, que terminaría flaca y seca como ella.
“Buenas tardes, hermanos –dijo el
sacerdote, quien había aparecido junto al altar sin que ella se diera cuenta-.
Vamos a dar inicio a nuestra ceremonia. Hoy es un día muy especial para todos
estos niños que reciben, por primera vez, el cuerpo de nuestro señor
Jesucristo”.
Estela sintió que un estremecimiento le
recorría el cuerpo y volvió a recordar las palabras de su madre: “Cuando tengas
trece años, conocerás a tu primer hombre”.
Justo los que tenía en ese momento.
Sus senos incipientes se endurecieron. Recordó
los jadeos en aquel cuarto lejano; el aleteo, como de pichones alzando el
vuelo. Y luego ella abandonando la cama, acercando el rostro, mirando entre las
rendijas que dejaban las viejas tablas de pino. Y aquellos hombres fuertes,
morenos y bajitos, o pálidos y altos. Hombres cubiertos de vello y de gran
vientre; delgados, lampiños, de músculos largos y bien definidos. Penes gordos,
torcidos, delgados. Rectos y grandes como una linterna de mano. Su madre le
había prometido todo eso, la había dejado que mirara todo lo que quisiera
detrás de las tablas, perfectamente convencida de que ella no necesitaba nada,
sino mirar, para aprender todo lo que hacía falta en el oficio.
Sintió que su entrepierna se humedecía, y
agradeció por una vez toda la ropa que llevaba encima, que los calzones y las
medias fueran atrapar cualquier humedad que saliera de cuerpo. Se volvió a
limpiar la frente con el pañuelo blanco que le diera su tía.
“Me da mucho gusto ver alegría en el
rostro de todos estos niños. Han venido muchos meses a la doctrina, han
estudiado duro y ahora son capaces de entender la importancia de la sagrada
comunión. Han comprendido que Jesucristo no ha muerto por otra cosa, sino para
redimir nuestros pecados, para ayudarnos en nuestros momentos de duda y
debilidad. Ahora todos estos niños y niñas saben que Jesús fue un hombre, una criatura
con todas las debilidades propias de un ser humano, pero también con todas sus
fortalezas, con un amor infinito por sus semejantes, por todos nosotros...”
Estela volvió a preguntarse si su tía
había llamado de verdad a su madre; si ésta sabía que en ese momento estaba
haciendo su primera comunión. A veces, sobre todo durante las noches que
quedaba sola en su cuarto, se dejaba ganar por el miedo. Se le figuraba que su
tía la protegía sólo para su propia conveniencia, que cuando volviera por ella
su madre no la dejaría partir, que la encerraría para siempre en su enorme casa
de corredores. ¿Qué era lo que había impedido casarse a su tía, tener amantes?
“…porque él, siendo Dios todopoderoso, hijo
de Dios, quiso nacer convertido en hombre, conocer y compartir nuestras penas,
nuestras tribulaciones; por eso quiso mostrarse desnudo y cubierto de llagas
ante nosotros”.
El sacerdote bebe un poco de agua,
seguramente se le ha secado la garganta con su largo discurso, y eso permite
que Estela despierte de su trance, que de nuevo se sienta en la iglesia y que
recuerde que espera a su madre. Mira de nuevo hacia atrás, intentando
localizarla entre tanta gente, pero ve rostros extraños.
No puede creer que su madre no haya
venido. Está casi segura de que está ahí, escuchando como ella todo lo que dice
el padre; al final de la misa vendrá a abrazarla, a felicitarla por haber
recibido el cuerpo de Cristo por vez primera.
“…y ahora les pedimos ponerse de rodillas,
porque va a empezar el momento más sagrado de nuestra celebración. El momento
en que el pan y el vino, se transforman en el cuerpo y la sangre de nuestro
señor…”
Estela, igual que prácticamente todos los
asistentes, se arrodilla. Ella, además, cierra los ojos y se limpia el sudor de
la frente. Se siente anhelante. Durante cuatro años ha soñado con ese momento,
o con uno prácticamente igual en que conocería a su primer hombre. Lamenta que
tenga que ser a la manera de su tía y no a la de su madre, pero algo es mejor
que nada, se dice. Cristo está a punto
de encarnarse para penetrar en su cuerpo. Por alguna razón, recuerda la ocasión
en que su madre atendió tres franceses en su casa. Tres hombres muy diferentes
entre sí; uno rojo, el otro blanco y el último negro. Habían venido a la ciudad
a comprar mango al por mayor para enviarlo a su país. Y en un principio sólo
parecían querer beber con su madre, charlar y fumar hierba.
Ella se había cansado de mirar detrás de
las tablas y había terminado por volver a la cama y quedarse dormida.
Una hora después los quejidos de su madre
la despertaron, ella había estado a punto de quedarse donde estaba, tratar de
dormir de nuevo, pero se acordó que su madre, aquella noche, atendía a tres
hombres juntos y algo más fuerte que ella la impulsó a levantarse. O fue tal
vez que había algo extraño en los gritos ahogados que su madre dejaba escapar,
como si por una vez no quisiera ser escuchada, que ella despertara y la viera
por entre el hueco de las tablas.
Pero ella se había puesto de pie, y había
espiado por entre les espacios que dejaban las tablas. Y al día siguiente había
fingido que no había visto, que no estaba asombrada de haber visto a su madre
de espaldas en la mesa, desnuda, rodeada de los tres franceses, también
desnudos. El más pequeño de ellos, el rojo, la estaba poseyendo en ese momento,
al tiempo que los otros dos, el negro y el blanco, observaban atentamente
mientras manipulaban sus propios miembros enormes y aguardaban el turno.
“Los hombres son como perros”, solía
repetir su tía con el menor pretexto, invitándola a compartir con ella el asco
que los hombres le provocaban. Sólo que ella no tenía asco de ellos, aunque le
pareciera justa la comparación. Los hombres eran a veces como los perros
callejeros que rodeaban en manada a la hembra en celo. ¿Por qué su tía estaba
tan segura de que ser como un perro era malo?
El sonido de la pequeña campana, marcando
con su agudo sonido, el momento más sagrado de la celebración, hizo que un
calor extraño le subiera por las piernas y se le alojará en el vientre. Volvió
a cerrar los ojos presintiendo una como marea que se acercaba a ella. Creyó por
un momento que tenía que morderse los labios como su madre, pero la marea se
alejó sin haberla golpeado realmente y no le quedó más remedio que abrir los
ojos decepcionada.
“Pueden ponerse de pie –escuchó que dijo
el sacerdote-. Las personas que deseen comulgar, formen una fila por la
izquierda. Tan pronto terminen estos niños que comulgarán por primera vez,
podrán hacerlo los adultos”.
Las más pequeñas de sus compañeras se
formaron de inmediato frente al sacerdote y su ayudante. El primero sostenía la
copa de las hostias, el segundo el cáliz del vino.
Estela había estado tan distraída en los
recuerdos de todo lo que había visto, que el primero de la fila de los varones la
apuró un poco antes de formarse detrás de ella. A ella le costó trabajo ponerse
de pie y dar los cuatro pasos hasta la última de sus compañeras de doctrina.
“Recibe el cuerpo y la sangre de nuestro
señor…”, iba repitiendo el sacerdote al tiempo que dejaba una pequeña hostia en
la lengua de cada una de las niñas y su ayudante les daba un poquito de vino.
Estela se preguntó si esa ola de calor que había estado a punto de estallar en
su vientre un par de minutos antes, estallaría por fin al tener la hostia en la
boca. Siente los pies y las piernas pesadas, pero aun así las mueve hacia
adelante. Está adormecida, casi enferma, pero también ansiosa. “Recibe el
cuerpo y la sangre de nuestro señor”, le dice el cura a la chica que le
precede. La cual recibe la hostia y el vino y se aparta. Estela se prepara para
el gran momento, da un paso al frente y saca la lengua. Su vientre está a punto
de incendiarse, toda su piel no es más que un hormigueo. No necesita sino un
poco de calor extra para que todo comience a arder en su interior, pero la
hostia que recibe en la lengua es como un cubo de hielo. El vino le parece un
cubetazo de agua que le hace abrir los ojos.
Tiene la impresión de que todo mundo la
mira. Siente vergüenza, pero sobre todo decepción. Se limpia la frente, y
olvidándose de los consejos que le diera durante toda la mañana su tía, intenta
masticar la hostia, desprendérsela de la lengua. Le parece que no es sino la
piel repugnante del jitomate.
Vuelve a su sitio y mira el altar, el cual
ha perdido de pronto la mitad de su brillo. Tiene la impresión de que está
hecho de papel, que bastaría un poco de lluvia para caer deshecho. Por fin
logra desprenderse la hostia de la lengua y la traga. Sabe que su tía la mira
con reproche desde algún sitio, pero no le importa. Ni siquiera regresará a
casa con ella. Está decidida a buscar a su madre entre los asistentes a la
ceremonia y marcharse con ella de inmediato. Si su tía quiere desperdiciar su
vida comiendo esos insípidos panecillos que ofrece el padre, allá ella. Ella se
siente incapaz de una vida semejante. Ahora entiende por qué su madre ha
renunciado a la enorme, aunque vieja, casa familiar. Sus padres habían
intentado convencerla para que llevara la vida aburrida y vacía de su hermana,
y ella se había revelado.
¿Aunque dónde estaba? ¿Por qué no venía y
la tomaba de la mano y se la llevaba lejos de una vez?
Cuando se acaba la misa ella se queda de
pie, inmóvil en su sitio mientras sus compañeros de primera comunión buscan a
sus padres o empiezan a posar para las fotos en familia. A ella se le figura
que su madre la tomará por fin de la mano, que le quitará toda esa ropa
horrible que le ha puesto su tía y le pondrá un vestido fresco y ligero y se
irán corriendo entre los árboles. Pero no ocurre tal cosa.
No quiere moverse. No quiere mirar hacia
atrás, ni darse cuenta de que la única persona que la aguarda es su tía,
mirándola con reproche por haber masticado la hostia.
Piensa con terror en todos los padres
nuestros y las aves marías que la hará rezar. Quizá hasta le dé un par
de bofetones en la boca por haberla desobedecido. Todo su ser se
revuelve, no quiere esa vida pero es la única que tiene.
César Anguiano. Es autor de siete novelas, tres de ellas publicadas. Ganador de dos concursos de cuentos y uno intenacional de poesía: Concurso de poesía "Jaime Gil de Biedma" convocado por la Diputación de Segovia, España. Nació en Colima, Colima, en 1966.
/Portada/+/RevistaBitácoradeVuelos/
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