CRÓNICA Los grandes castigos | Clarice Lispector


4 de noviembre

Fue el primer día de clases del Jardín de Infantes del Grupo Escolar João Barbalho, en la calle Formosa, en Recife, que encontré a Leopoldo. Y al día siguiente ya éramos los dos imposibles del grupo. Nos pasamos el año oyendo nuestros dos nombres gritados por la maestra —pero, no sé por qué, ella nos quería, a pesar del trabajo que le dábamos. Separó inútilmente nuestros bancos, pues Leopoldo y yo decíamos allí lo que decíamos en voz alta, lo cual empeoraba la disciplina de la clase. Después pasamos al primer año de la primaria. Y para la nueva maestra también éramos los dos alumnos imposibles. Sacábamos buenas notas, menos en comportamiento.
     Hasta que un día apareció en la sala la imponente directora, que habló en voz baja con la maestra. Voy a contar lo que realmente era, antes de contar lo que realmente sentí. Se trataba solamente de hacer el relevamiento del nivel mental de los niños del Estado, por medio de tests. Pero cuando los niños eran, en opinión de la profesora, más vivos, hacían el test del grado superior, pues el del propio grado les resultaría demasiado fácil. Se trataba sólo de eso.
     Pero después que la directora salió, la profesora dijo: Leopoldo y Clarice van a hacer una especie de examen en el cuarto grado. Y tuve uno de los dolores de mi vida. Ella no explicó nada más. Pero nuestros dos nombres de nuevo citados juntos me revelaron que había llegado la hora del castigo divino. Yo, aunque alegre, era muy llorona, y empecé a sollozar bajito. Leopoldo inmediatamente empezó a consolarme, a explicar que no era nada. Inútil: yo era la culpable nata, esa que había nacido con el pecado mortal.
     Y de repente henos a los dos en la sala de cuarto grado primario, con niños grandotes, maestra desconocida y aula desconocida. Mi pavor creció, las lágrimas se me escurrían por el rostro, por el pecho. Nos sentaron, a Leopoldo y a mí, uno al lado del otro. Distribuyeron hojas de papel impreso, al tiempo que la severa maestra decía esta cosa incomprensible:
     —Hasta que yo no diga ¡ahora!, no miren el papel. Recién empiecen a leer cuando yo les diga. Y en el instante en que yo diga ¡basta!, ustedes dejan en el punto en que estén.
Recibimos las hojas. Leopoldo tranquilo, yo en pánico aún mayor. Además yo ni sabía qué era un examen, y no había tenido ninguno. Y cuando ella dijo de repente «¡ahora!», mis sollozos contenidos aumentaron. Leopoldo —aparte de mi padre— fue el primer protector masculino, y tan bien lo hizo que me dejó para el resto de mi vida aceptando y queriendo protección masculina —Leopoldo me ordenó que me calmara, que leyera las preguntas y respondiera lo que supiera. Inútil: para entonces mi papel ya estaba todo empapado en lágrimas y, cuando intentaba leer, las lágrimas me impedían ver. No escribí una sola palabra, lloraba y sufría como sólo llegué a sufrir más tarde y por otros motivos. Leopoldo, además de escribir, se ocupaba de mí.
     Cuando la maestra gritó «¡basta!», mis lágrimas todavía no se iban. Ella me llamó, yo no expliqué nada, ella me explicó sin severidad que los niños más vivos de un grupo, etc. Sólo pude entender días después, cuando me curé. Nunca supe del resultado del test, creo que no era para que nos enteráramos.
     En tercer grado me cambié de escuela. Y en el examen de admisión al Colegio Pernambucano, apenas entré, me reencontré con Leopoldo, y fue como si no nos hubiéramos separado. Él siguió protegiéndome. Recuerdo que una vez usé una palabra de gíria[3], cuyo origen malicioso ignoraba. Y Leopoldo: «No digas más esa palabra». «¿Por qué?». «Más adelante lo vas a entender», me dijo él.
En tercer año del colegio, mi familia se mudó a Río. Sólo vi a Leopoldo una vez más en la vida, por casualidad, en la calle, y como adultos. Nos habíamos convertido en dos tímidos que viajaron en el mismo vehículo sin pronunciar casi palabra. Éramos imposibles de otra manera.
     Leopoldo es Leopoldo Nachbin. Supe que en el primer año de ingeniería resolvió uno de los teoremas considerados insolubles desde la más alta Antigüedad. Y que de inmediato lo llamaron de la Sorbonne para explicar el proceso. Es uno de los mayores matemáticos que hay en el mundo hoy.
     En cuanto a mí, lloro menos.

Revelación de un mundo
Clarice Lispector
Traducción de Amalia Sato
Adriana Hidalgo, 
Buenos Aires, 2003
330 págs.

Imagen de dominio público o que posee licencia Creative Commons. 

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