RELATO Recorrer caminos | Cástulo Aceves


Hablamos de ser padres, de esa edad donde manifiestan cariño a cada segundo. Confesó que su trabajo siempre había sido monótono, por lo que apenas se retiró se dedicó a viajar. Tenían una casa rodante, y para ese entonces ya había cruzado Estados Unidos de un lado a otro. 

Hace algunos años mi esposa e hija, en ese entonces de año y medio, fueron a pasar navidad a Navojoa, Sonora. Por motivos de trabajo yo me quedé en Guadalajara y no pude viajar sino hasta la noche del 23 de diciembre. Mi hija es mi adoración, y en ese entonces pasaba por la etapa en que los pequeños te abrazan y besan, aprenden a decir que te quieren y emanan ternura a cada minuto del día. Una semana de lejanía era suficiente para que las extrañara. Dado que mi niña tenía en ese entonces un gusto por Kitty, el personaje felino, de navidad le compre un muñeco de peluche de más de medio metro. Era prácticamente del mismo tamaño que ella. Tomé el camión esa noche, y aprovechando que no habría nadie en el asiento de a mi costado, recosté allí el enorme juguete. Aproximadamente a las cuatro de la mañana llegamos a la escala en Mazatlán. Las luces se prendieron, entre sueños recuerdo que subió un hombre mayor, rubio, alto y con rostro sonriente. Se sentó detrás de mí.
       A las diez de la mañana ya estaba conversando animado. Al llegar a Culiacán me preguntó si podía sentarse a mi lado. También me cuestionó, por supuesto, por el enorme peluche. Le comenté que era para mi hija de año y medio, a la cual no veía desde hacía una semana. Eso bastó para iniciar una charla entre ambos. Era americano. Poco a poco me platicó de su pasado. Había estado en Vietnam, regresó a su país para dedicarse a la contabilidad. Tenía un par de hijas que ya habían hecho su vida, también tres nietos. Hablamos de ser padres, de esa edad donde manifiestan cariño a cada segundo. Confesó que su trabajo siempre había sido monótono, por lo que apenas se retiró se dedicó a viajar. Tenían una casa rodante, y para ese entonces ya había cruzado Estados Unidos de un lado a otro. También había viajado a Canadá. Habían decidido venir a México siguiendo la ruta de la costa. A mí me sorprendió, estábamos en plena “Guerra contra el Narco”, viajar se había vuelto peligroso. Él parecía muy seguro de que estarían bien. Estaba maravillado con los paisajes, las playas, la gente. Su vehículo sufrió una descompostura en algún pueblo perdido de Sonora. Ya que el mecánico les dijo que tardaría varios días en tener la pieza, decidieron seguir en camión hasta Mazatlán, allí estuvieron más de una semana. Su esposa regresó a su país en avión. Él volvía sobre sus pasos.
       Le dije que era ingeniero pero que también deseaba ser escritor. Para mi sorpresa resultó ser un gran lector. Hablamos de Carver, de Auster y Cortazar. Yo le hablé de Bolaño. Le compartí cómo este autor hablaba de los desiertos de Sonora, de la ciudad ficticia de Santa Teresa, de cómo la búsqueda de una poeta. El paisaje se abría ante nosotros conforme transcurría la mañana. La luz intensa se reflejaba en su rostro. Desee entonces que, si llegaba a la edad de aquel hombre, tuviera esa vitalidad, esas ganas de aventura. Nos despedimos en Navojoa.
       Mi familia política me recibió, como siempre, con los brazos abiertos. Al llegar a casa de mis suegros, aún no entraba cuando mi hija se asomó por la puerta. Me vio allí, con el gran muñeco, esperando que ella corriera a mis brazos. La niña dudo, desconozco si deslumbrada o porque una semana había bastado para que me desconociera. Pero apenas le hable, sonrió y corrió a abrazarme. Su sonrisa bien valían un viaje, sus ojos una aventura. Esa noche celebramos nochebuena. Tal vez no fue la mejor de mis navidades, pero si una de las más interesantes. No recuerdo el nombre de aquel americano. Aún debe estar por allí, recorriendo caminos con su esposa. Sonriente.

Fotografía | Imágenes de Google 


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