RELATO Un árbol en el jardín | Ana María Moix


Un hombre triste, se dice mientras apoya la escalera de mano en el tronco del árbol, es caldo de cultivo para toda clase de vilezas, es el antecesor del hombre ruin, del hombre que vuelve contra el mundo y contra los demás sus propias carencias.
Lucila nunca se lo perdonará, piensa, alejándose unos metros del árbol, el más frondoso y robusto del jardín, para considerar la conveniencia de, envuelto ya el tronco con papel de plata, proceder a la misma operación con las ramas.
     No, Lucila no se lo perdonará. Pero un hombre no puede vivir con esa nostalgia de sí mismo apuñalándole el estómago. Y la suya es una hemorragia constante, lenta, que no se ve, pero que lo va vaciando de vida.
     Duda entre envolver sólo algunas ramas, las más visibles, o mejor, quizá, envolver más de la mitad de las ramas del árbol. Lo sabe: Lucila nunca le perdonará esta última e inesperada ofensa. Bastante hizo con perdonarle su grande pero inútil amor. Hace tiempo que se lo perdonó. Hace tiempo que aceptó a un hombre que es sólo la sombra de un hombre. O, al menos, es así como se piensa a sí mismo: como un hombre que es sólo la sombra de un hombre. Y es inútil que Lucila, y también él mismo cuando él mismo es la parte racional que de sí mismo conserva, se empeñen en intentar convencerle de que un hombre no deja de ser un hombre por el hecho de haber perdido la capacidad de desear. Inútil. Porque cada vez se siente más privado de raciocinio, cada vez se siente más abandonado por su antigua facultad de razonar, prácticamente inexistente ya, pero que le duele terriblemente en el fondo inconcreto de la mente, como sigue doliendo un miembro amputado. Incapaz de reflexión, es ahora un ser reducido a la emotividad, a una emotividad enferma y sombría, a una emotividad mórbida, cuyo corrosivo poder anula cualquier esfuerzo mental encaminado a aferrarse a su antigua convicción —compartida por Lucila, pues no en balde fue ella quien la inspiró —de que un hombre o una mujer son algo más que la mera capacidad para llevar a cabo la traducción fisiológica de sus deseos.
     ¡La traducción fisiológica del deseo! Al recordar dicha frase, y las bromas amorosas de Lucila respecto a la imposibilidad de la traducción perfecta, se siente invadido por una ternura que le encoge el alma y acaba por brotarle de los ojos en forma de lágrimas que el viento helado de primera hora de la tarde en el jardín seca cortante.
     Frente al árbol que, por fin, empieza a cobrar aspecto navideño, tras haber logrado forrar con papel de plata y dorado una cuarta parte de sus ramas, se dice que quizá no espere a las doce de la noche para proceder a la entrega de regalos.
     ¿Para qué? ¿Para qué esperar a las doce? Él, que convirtió la espera casi en arte, está ahora poseído por la prisa, por una urgencia crispante, que le tensa los músculos y las articulaciones del cuerpo. Siente brazos y piernas entumecidos, y tiene que hacer un doloroso esfuerzo para lograr mover los dedos de las manos, prácticamente agarrotados pero cuyo servicio sigue necesitando para acabar con la decoración del árbol.
     No es el frío la causa de ese entumecimiento del cuerpo: el jardín está cubierto por la nieve recién caída, pero él se siente acalorado. Tanto subir y bajar de la escalera de mano que ha apoyado en el tronco del árbol para proceder a la decoración de las ramas superiores le ha hecho entrar en calor. Su cuerpo siempre ha reaccionado de manera positiva al medio; ha sido una persona sana, sorprendentemente sana si se tiene en cuenta su execrable deficiencia. Aunque los médicos a los que en tiempos acudieron Lucila y él insistieron en que no había por qué sorprenderse: el tipo de insuficiencia que él padecía no guardaba relación alguna con el hecho de poseer un cuerpo sano o insano. Insuficiencia. Lucila, al principio, odiaba oírle pronunciar esta palabra que él se empeñaba no sólo en no excluir al referirse a su vida matrimonial sino en incorporarla voluntariosamente a sus conversaciones íntimas, procurando cargarla del tono de lúdica complicidad propio del léxico habitual utilizado entre ambos. Pero, poco a poco, a medida que él fue desengañándose del recurso a la «naturalidad» como medida terapéutica, fue Lucila quien adoptó el método: «En contra de lo que suele decirse, el mejor remedio para ahuyentar fantasmas es, precisamente, nombrar la soga en casa del ahorcado», decía como preámbulo a lo que fue convirtiéndose en consabido consuelo: «un hombre, una mujer o cualquier ser vivo no deja de ser un hombre, una mujer o el ser vivo que fuere por el hecho accidental de verse incapacitado para hacer el amor». ¿Creía Lucila, realmente, en sus propias palabras? Y él, ¿compartía él la opinión de su mujer? Quizá durante los primeros años, alentado por la esperanza que supuso el nacimiento de Alice, su única hija, resultado de quién sabe por qué motivada resurrección de su marchita virilidad. Un efímero resurgimiento que, tras revelar posteriormente, noche tras noche, su naturaleza fugaz, acaso significó el punto de partida de su falta de fe en las sentencias de Lucila: un hombre, una mujer o cualquier ser vivo sí deja de ser un hombre, una mujer o el ser vivo que fuere por el hecho de estar incapacitado para el acto amoroso. O, más exactamente, para compartir el acto amoroso, matiza para sí mismo al tiempo que decide dar por terminada la decoración del árbol del jardín de la casa donde, desde los primeros tiempos de su matrimonio, pasan las vacaciones de verano y en la que, este año, insistió él en celebrar la Navidad.


No sabe exactamente cuándo, en qué momento de su vida en común con Lucila, empezó a cobrar conciencia de que al contemplar a su mujer y a su hija, sentadas a la mesa durante el almuerzo, o frente al televisor o en cualquier momento de la vida cotidiana, las veía como de lejos, envueltas en una bruma que sólo podía ser efecto de esa malsana nostalgia que, bien lo sabía él, crea la imaginación pervertida del individuo anímicamente enfermo. ¿Fue repentino el descubrimiento de la distancia existente entre él y el mundo circundante, o, por el contrario, fue una sensación de la que cobró conciencia paulatinamente? En cualquier caso, sí tiene la certeza de que la sensación de ver el mundo y a sus seres queridos como inmovilizados en una imagen que la memoria hubiera recuadrado en el tiempo y teñido de esa neblina lechosa propia de las fotografías antiguas, coincidió con su desacuerdo con Lucila: en contra de lo que ella decía, la incapacidad para sentir y compartir el placer del acto amoroso convierte al ser humano en una especie de vegetal. Será un ser vivo, puesto que podrá seguir respirando y realizando sus funciones menores; pero no será un ser humano. Porque, por ser humano, entiende él un ser dotado de vida en movimiento, es decir, capacitado para el movimiento o de la ilusión de movimiento que sólo puede crear el deseo. El alma, el pensamiento, el ímpetu, la energía o como se quiera denominar a la capacidad del hombre para moverse, para salir de sí mismo, es el deseo. Un alma, una mente, una conciencia de vida privada de deseo está condenada a la inmovilidad. Un alma quieta, paralítica, un alma que no desea es un alma condenada a muerte.
     Contempla su obra desde el interior de la casa, donde ha entrado para conectar la iluminación del árbol del jardín, instalada por el electricista esta misma mañana. Llamar al electricista es lo primero que hizo cuando llegó, muy temprano, de la ciudad, adelantándose a Lucila y a la pequeña Alice para preparar la cena de Nochebuena. A través de los cristales empañados de la ventana, contempla el árbol elegido para la celebración: el más exuberante y potente del jardín, aunque no es propiamente un abeto. El que ha dispuesto en la sala, más pequeño, sí es un abeto: lo ha adornado con bolas de todos los colores, con guirnaldas y estrellas, con copos de nieve artificial. Es el arbolito de Alice, un abeto de su mismo tamaño, sólo para sus regalos. Para Lucila y, también para él en cierto modo, ha adornado el árbol más vistoso y fuerte del jardín. Perfecto, piensa mientras lo observa, detrás del cristal de la ventana, y levanta ligeramente, en dirección al árbol del jardín, la copa de champagne que acaba de servirse de la botella recién abierta —¿para qué esperar?, se ha envalentonado a sí mismo—, en un brindis íntimo y —es aún capaz de dictaminar— decididamente demencial.
     Copa en mano, revisa el abeto de Alice para comprobar haber colgado todos los regalos destinados a la pequeña, y, tras verificar que no ha olvidado ninguno, sale al jardín para asegurarse de que no hay ningún fallo en el árbol de Lucila. Falta colgar el regalo importante de la noche, por supuesto. Y a eso se dispone, aunque no es fácil. De ahí que se dirija hacia el árbol con copa y botella de champagne en mano: los anonadantes efectos del espumoso pueden poner alas a su entorpecido ánimo, alas gaseosas que lo eleven a la acción deseada. ¿Se lo perdonará Lucila? ¿Lo comprenderá, algún día, la pequeña Alice? No ha sido un pusilánime, no ha sido un hombre que haya intentado inspirar compasión: eso es lo que le gustaría que Lucila, y sobre todo Alice, comprendieran algún día. Y que, precisamente, para evitar llegar a serlo en el futuro hará lo que se dispone a hacer. No quiere un padre triste para Alice. No quiere un marido, un compañero o como se quiera llamar al hombre que convive con una mujer, triste para Lucila. No quiere pensarse, no quiere seguir pensándose a sí mismo como un hombre triste. Un hombre triste, es decir, un hombre contentadizo con sus propias limitaciones. Un hombre negado para el movimiento sublime capaz de arrancarlo de sí mismo y lanzarlo al exterior.
     Un hombre triste, se dice mientras apoya la escalera de mano en el tronco del árbol, es caldo de cultivo para toda clase de vilezas, es el antecesor del hombre ruin, del hombre que vuelve contra el mundo y contra los demás sus propias carencias. Y no quiere para Alice un padre receloso de la felicidad ajena, un padre al que, herido por el espectáculo de una humanidad capaz de derrochar aquello de lo que él carece, sorprenda un día afeando, con su mirada llena de rencor, el mundo en el que ella se dispone a entrar. Ni quiere para Lucila un marido, un compañero (o como se quiera llamar al hombre con quien una mujer sigue conviviendo por respeto al recuerdo del extinguido amor) que, en nombre del amor muerto por la asfixia del paso de los años y de la falta de deseo, se permita algún día el abominable derecho de acusar de traición la natural necesidad de llenar con otras presencias vitales los vacíos creados —pero no abandonados— por un cónyuge a quien la pérdida del deseo ha reducido a mera presencia física. No, no quiere llegar a convertirse en el verdugo de lo que amó, en vengador de sus propias carencias en persona ajena. No quiere envilecerse, o, se corrige a sí mismo, seguir por el camino del envilecimiento que está a punto de emprender haciendo lo que se dispone a hacer: llevar a la práctica un hecho absolutamente necesario para él, pero imperdonable, a buen seguro durante un tiempo, para Lucila: morir deseando. Al menos, así ha planeado su despedida de este mundo: con un adiós que, absolutamente despojado de cualquier connotación de renuncia o de fracaso, enarbole la señal de la reconciliación. Morirá, espera, mostrando al mundo la prueba física del deseo. Como dicen que mueren los ahorcados, con el sexo en erección, debido a no sabe él qué acto reflejo desencadenado en el organismo masculino por la presión estranguladora de una soga en el cuello. Así lo encontrará Lucila, cuando llegue para celebrar Nochebuena: colgado de una de las ramas del árbol del jardín, con su sexo en una posición que la vida no le permitió adoptar pero que la muerte facilita a quienes la esperan con el cuerpo balanceándose en el vacío, pendiendo de una soga, y con la lengua, hinchada, morada y tumefacta colgando, como un trapo nauseabundo, de una boca abierta que, ante la potente erección del pene en el aire helado del anochecer, ya no puede pronunciar el deseado «por fin lo conseguí».

Barcelona, abril de 1999

Cuentos eróticos de Navidad. Antología perteneciente a la colección La Sonrisa Vertical, Tusquets Editores. 1999.

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