Je serai compris vers 1900.
Stendhal se saltó todo un siglo, el XIX. Su vida comienza en el dieciocho, en el burdo materialismo de Diderot y Voltaire, y aterriza en medio de nuestra era de la psicofísica, de la exploración del alma devenida ciencia. Como dijo Nietzsche, «fueron necesarias dos generaciones para alcanzarlo de algún modo, para desentrañar algunos de los enigmas que lo fascinaron». Son asombrosamente muy pocos los casos de obras de Stendhal que hayan envejecido o hayan quedado anquilosadas, una buena parte de sus anticipados descubrimientos son desde hace mucho patrimonio común, y algunas de sus profecías fluyen todavía vivas hacia el estuario donde habrán de cumplirse. Durante mucho tiempo rezagado en relación con sus contemporáneos, terminó por superarlos a todos, con excepción de Balzac; porque por muy en las antípodas que pudieran estar en cuestiones artísticas, sólo ellos dos, Balzac y Stendhal, fueron capaces de recrear su época más allá del tiempo. El primero, en la medida en que agrandó hasta lo monstruoso, por encima de las circunstancias vigentes entonces, los estratos sociales y los cambios en la escala de la sociedad, el poder desmedido del dinero y los mecanismos de la política; Stendhal, por su parte, al diseccionar y matizar al individuo «con su anticipado ojo de psicólogo y su comprensión de los hechos». El desarrollo de la sociedad le ha dado la razón a Balzac; la nueva psicología, se la ha dado a Stendhal. La revisión del mundo emprendida por Balzac avizoró la llegada de la era moderna; la intuición de Stendhal, la del hombre de hoy.
Porque los hombres de Stendhal somos los hombres de hoy, entrenados en la autoobservación, instruidos en la psicología, satisfechos por conocer nuestra conciencia, sin prejuicios morales, con los nervios entrenados, llenos de curiosidad por nosotros mismos, cansados de todas esas frías teorías epistemológicas y sólo ávidos por conocer nuestra propia esencia. Para nosotros, el hombre diferenciado ya no es un monstruo, ningún caso especial —tal y como se sentía Stendhal, un hombre solitario entre románticos—, ya que las nuevas ciencias de la psicología y el psicoanálisis nos han puesto en las manos desde entonces toda suerte de instrumentos sofisticados para iluminar lo misterioso y desentrañar lo más recóndito. Sin embargo, cuántas cosas que ahora nosotros sabemos, sabía ya este «hombre extrañamente visionario», como también lo llamara Nietzsche. ¡Asombra ver cómo su antidogmatismo, su temprano europeísmo electivo, su rechazo al desencanto mecánico del mundo, su odio contra el pomposo heroísmo de las masas nos hablan con las mismas palabras que emplearíamos nosotros, a pesar de ser oriundos de una época en que todavía se viajaba en diligencias y se lucían uniformes del ejército de Napoleón! ¡Qué justificada parece su lúcida altivez frente a las flatulencias sentimentales de su época! ¡Qué bien reconoció que su hora en la tierra se correspondía con la nuestra! Son incontables los senderos y caminos que abrió con sus inusitados experimentos literarios: el Raskolnikov de Dostoyevski sería impensable sin su Julien Sorel; la batalla de Borodino descrita por Tolstói no existiría sin su clásico modelo, la primera descripción fidedigna de Waterloo; y en pocos hombres se refrescó tan absolutamente el placer de pensar de Nietzsche como en sus palabras y en sus obras.
Fue así como acudieron a él, por fin, esas «âmes fraternelles», esos «êtres supérieurs» que buscó en vano a lo largo de su vida, esa patria tardía, la única que reconoció su libre alma cosmopolita, es decir, los «hombres que se le asemejan», la única que le otorgó para siempre, además, el derecho de ciudadanía y la corona del ciudadano. Porque nadie de su generación, salvo Balzac —el único que lo recibe fraternalmente—, nos parece tan cercano y contemporáneo en el espíritu y en el sentimiento: a través de su psicología impresa, a través del frío papel sentimos cercano su aliento y nos resulta familiar la figura de ese hombre insondable (aunque él mismo sondó su alma como pocos), oscilante en sus contradicciones, fosforescente en su enigma, dando forma a lo más secreto y preservándolo, en sí mismo perfecto y, no obstante, todavía inconcluso, pero siempre vivo, más que vivo. Porque son precisamente los más relegados de su tiempo a los que la hora siguiente acoge con preferencia en su seno. Porque, precisamente, son las vibraciones más delicadas del alma las que tienen la mayor longitud de onda en el tiempo.
De Tres poetas de sus vidas: Casanova, Stendhal, Tolstói de Stefan Zweig (Planeta, 2013).
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Stefan Zweig (Viena, 1881 - Petrópolis, Brasil, 1942) fue un escritor enormemente popular, tanto en su faceta de ensayista y biógrafo como en la de novelista. Su capacidad narrativa, la pericia y la delicadeza en la descripción de los sentimientos y la elegancia de su estilo lo convierten en un narrador fascinante, capaz de seducirnos desde las primeras líneas. En su primera obra importante, el poema dramático Jeremías (1917), denunciaba apasionadamente lo que él consideraba como la locura suprema de la guerra. Después de la guerra Zweig se estableció en Salzburgo y escribió biografías, por las que se hizo famoso, narraciones y novelas cortas y ensayos. Entre estas obras destacan: Tres maestros (1920), estudios sobre Honoré de Balzac, Charles Dickens y Fedor Dostoievski y La curación por el espíritu (1931), donde da cuenta de las ideas de Franz Anton Mesmer, Sigmund Freud y Mary Baker Eddy. El ascenso del nazismo y el antisemitismo en Alemania llevó a Zweig, que era judío, a huir a Gran Bretaña en 1934. Emigró a los Estados Unidos en 1940 y después a Brasil en 1941, donde se suicidó llevado por un sentimiento de soledad y fatiga espiritual. Como escritor, Zweig se distinguió por su introspección psicológica. Omitiendo detalles no esenciales, fue capaz de hacer sus biografías tan entretenidas como una novela. Los últimos escritos importantes de Zweig incluyen las biografías Erasmus de Rotterdam (1934) y María Estuardo (1935), la novela El juego real (publicada póstumamente en 1944), y su autobiografía El mundo de ayer (1941).
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