Abel Escalente iba pasando de una tienda a otra para realizar de la mejor manera posible la venta que le habían encargado.
Elorrio se quedó fuera y se dedicó a mirar los escaparates. De pronto se encontró al lado de Gloria, de Evans y de un señor viejo del hotel Palais Royal.
—¿Le espera usted a Abel? —le preguntó Evans.
—Sí. Ha entrado aquí, en esa tienda, a vender algo.
—Sí, son joyas de una señora que está en el hotel —advirtió Gloria.
—Le esperaremos un rato —dijo Evans paseando.
—Muy bien.
Se alejaron un poco de la tienda y volvieron.
—Aquí, en una de estas casas, vive Colette Willy —dijo Gloria—. ¿Le gusta a usted? —preguntó al inglés.
—¿Ha leído usted La vagabunda?
—Sí. No hace mucho que la he leído. Yo creo que quizá sea, en la actualidad, el mejor escritor de Francia.
—Es muy posible.
Después Evans y Elorrio hablaron de los autores ingleses y de norteamericanos, mientras Abel Escalante trabajaba sin duda su venta, agotando todos los recursos para obtener el mejor resultado.
—¿Qué opinión tienen ustedes de los alemanes? —preguntó Evans a Elorrio.
—Poco. No he estado en Alemania.
—Yo de joven —indicó el señor viejo del hotel— cogí la época en que los españoles elogiaban todo lo alemán: la ciencia, la música y la filosofía. Yo no sentía ninguna hostilidad por los alemanes. La guerra del año 14 me parecía una de tantas para alcanzar la hegemonía de Europa. He estado varias veces en Alemania, he conocido varios alemanes en España; era gente amable y simpática, que se avenía a razones y no manifestaba sentimientos distintos a los demás. Recuerdo un grupo de cinco o seis que encontramos hace años en el monasterio del Paular. Eran todos jóvenes y casi todos electricistas, la mayoría bávaros y gentes del sur. Se manifestaban aficionados a la lectura. Unos leían a Carlyle, otros, a Dickens y otros, Don Quijote. El único petulante y soberbio era uno pequeño, rubio y chato. Este era prusiano. ¿Así que es usted prusiano?, se le preguntaba. Sí, gracias a Dios, contestaba él con seriedad. Yo había ido al campo con un suizo, amigo mío, muy culto. Los jóvenes alemanes hablaban con él, le llamaban señor doctor y le tenían muchas consideraciones. Entonces se discutía a Nietzsche, y el hablar de Nietzsche producía en los jóvenes alemanes una sonrisa, como si se tratara de algo demasiado debatido que no había que tomar en consideración. Un día se propuso que los que estábamos en el Paular fuéramos al pico de Peñalara, que se eleva dos mil trescientos o dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar, para ver desde allí salir el sol. Fueron con nosotros tres o cuatro muchachas. Los alemanes estuvieron muy atentos, desembarazaron a las muchachas, en la subida al monte, de los abrigos que les sofocaban, y a nosotros mismos, como más viejos, nos quitaron los gabanes para llevarlos ellos. Luego, en lo alto del monte, arreglaron una tienda de campaña, encendieron fuego, se mostraron amabilísimos y todo el mundo hizo grandes elogios de ellos. Años después, al finalizar la guerra del 14, estuve algunas semanas en Alemania y me chocó la sequedad y dureza de la gente, y la poca dignidad de los empleados de hoteles, oficinas y ferrocarriles, que pedían propinas de una manera cínica. Después no he vuelto a conocer alemanes. He visto por los periódicos la evolución de Alemania bajo el mando de Hitler y sus campañas de destrucción, de incendio, de asesinato y de robo en Austria, Checoslovaquia y Polonia.
—¿Así que la opinión que tuvo usted de los alemanes individualmente, no coincide con la que tuvo después de ellos en conjunto? —preguntó Elorrio.
—Es verdad, no coincide.
—Así que no tiene usted una opinión clara sobre ellos.
—¿Yo qué opinión voy a tener? Pienso que, sea porque Alemania es así, de una manera congénita, o porque ha evolucionado de un modo patológico hacia una especie de locura, hoy es un pueblo monstruoso, y que todos los países de Europa deberían reunirse para dominarlo, sujetarlo y ponerle una camisa de fuerza.
—¿Y con relación a Francia?
—Respecto a Francia, mi concepto sobre ella ha sido un poco a la inversa. La primera vez que vine a París, hace más de cuarenta años, conocí algunos franceses chauvinistas que despreciaban todo lo extranjero, algunos dreyfusistas exagerados y dogmáticos, y alguno que otro escritor decadente, que no pensaba más que en imitar a Baudelaire, a Mallarmé o a Oscar Wilde. Luego, en épocas sucesivas, he conocido a gente más sencilla, más amable y más cordial.
—Yo creo que para el extranjero Francia es muy dura —dijo Elorrio.
—Sí, puede ser —contestó el viejo—. Francia, después de la guerra del 14, ha perdido cierto empaque y se ha reconcentrado en sí misma. Todos los pueblos europeos tienden a lo mismo, más o menos claramente se van haciendo nacionalistas.
—¿París?
—Todavía nos llega a nosotros sus últimas fragancias —dijo Elorrio—. Algo así como el aroma que queda en un frasco de perfume cuando el líquido que contiene se ha consumido…
—Sí, París hace cuarenta años estaba muy bien —dijo el señor de edad—. Los cafés con tertulias de gente conocida, el bulevar animado, las terrazas de los cafés llenas. Era mucho más alegre que ahora. ¡Qué teatros! La Bartet, a la que vimos trabajar en On ne badine pas avec l’amour y en otras creaciones suyas. Le Bargy, con su elegancia y su aire impertinente. Lucien Guitry, la Réjane, Sarah Bernhardt e Yvette Guilbert, a la que vimos muy joven y luego hemos alcanzado a ver muy vieja. De ese alegre París, ya extinguido, recordamos, como un símbolo, aquella pareja de Colette y la Polaire, acompañando al fantasmón de Willy, con su sombrero de copa en un automóvil primitivo, grupo tan adecuado para hacer la delicia de los caricaturistas, Sem y tantos más. Entonces se cantaba «Le Père La Victoire» y «En revenant de la revue» imitando a Paulus, que era un chansonnier vasco que tuvo un momento de gran popularidad. Aunque sea triste decirlo —terminó el viejo—, la verdad es que ya los pueblos latinos no representamos nada. Francia quiere brillar sola, boicoteando a Italia, a España y a Portugal. No le cuesta mucho hacer que Italia, España y Portugal no se distingan, pero ella tampoco se luce. No tiene prestigios y, aunque quiere inventarlos y sostenerlos, no puede. París no tiene el gran atractivo del siglo XVIII y XIX, sin proponérselo o proponiéndose, va dejando de ser internacional.
Abel Escalante, después de vender las alhajas en muy buenas condiciones y de despedirse muy amablemente de la tendera, fue a unirse con sus amigos.
Abel había conseguido un éxito a fuerza de labia. Madame Berastegui no podría quejarse porque la cantidad que le iba a dar, producto de la venta de las alhajas, iba a ser crecida.
Baroja, Pío. Los caprichos de la suerte, Espasa, 2015.
PÍO BAROJA (España, 1872-1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista español más importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y estudió Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida. Su primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo año La casa de Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las trilogías de Baroja, Tierra vasca, que también incluye El mayorazgo de Labraz (1903), una de sus novelas más admiradas, y Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), inició la trilogía La vida fantástica, expresión de su individualismo anarquista y su filosofía pesimista, integrada además por Camino de perfección (1902) y Paradox Rey (1906). La obra por la que se hizo más conocido fuera de España es la trilogía La lucha por la vida, una conmovedora descripción de los bajos fondos de Madrid, que forman La busca (1904), La mala hierba (1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la ciencia, posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los 22 volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción, basada en el conspirador Eugenio de Avinareta, uno de los antepasados del autor que vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó en la Real Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en Francia, de donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde llevó una vida alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre 1944 y 1948 aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja publicó en total más de cien libros. Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió como protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto, vívido e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de registros es una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha influido mucho en los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José Cela o Juan Benet, y en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest Hemingway.
Ilustración | Mónica Bracons
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