CUENTO Hace cuántos kilos que no nos vemos | Víctor Bahena

Cualidad infantil es ésta;
porque el amor de lo absurdo
forma parte del apetito destructor.
Alfonso Reyes
Llegué a mi casa una noche cualquiera y sintonicé mis redes, lo de siempre: una invitación a la presentación de un libro que de inmediato mandé al garete. Sendas charlas filosóficas glosándose imperiosamente a partir de un comentario en mi muro electrónico. Algunos méritos —likes— a la belleza plausible que ofrecen ciertos retoques fotográficos, o, simplemente mujeres asomando en las instantáneas sus glúteos (no me tilden de sintético, lo superficial es imprescindible a los ojos). Pero lo que me desconcertó fue un mensaje a guisa de invitación un tanto demoníaca.
         Hace cuánto tiempo que no sabía de Selene, quise recordar pero abandoné mi empresa al apabullar mi inteligencia. No tenía mucho realmente, apenas unos pocos años. Y luego vinieron los recuerdos con una suerte de desglosamiento genético: que hace ocho años corría por nuestras bocas el furor del momento, que algunas ocasiones me tachó de irredimible y de macho cabrío poligámico, en fin, entre otros quehaceres que le formulaban amor, y un rescoldo de autodesprecio.
         Bueno, las cosas cambian, las mujeres aunque no olvidan, perdonan. O mientras tanto, se entretienen con nuevas peripecias. El mensaje decía: ¿Éder, cómo estás… —lo traslado a una lengua legible—, qué te has hecho?... Bueno, la güera dice que te invita a su baby shower, va ser el doce de septiembre, te esperamos. Y párale de contar —mi excuñada tenía mayor presencia y mejor—, bueno, a ver. Uno a veces decide deslindarse completamente de su pasado, aunque sea un deseo utópico, claro. Y de ésta alharaca de desvinculaciones era la primera en su tipo. Creo que lo que originalmente me planteó la cabeza fue el revisar cómo se había puesto: si llenita, piernibuena, o más pechugona… Luego a decirme: sí, pero con el recato prístino de analizar en sus fotografías la superposición de vida: algún rastro orgánico, algún dejo de decoro…
         No me dejó en la lontananza el conocimiento de dos hijos. Un marido más bien bonachón, que fornido. Una vivienda austera pero con lo indispensable. ¡Vaya que unos críos que, frente a otros, los harían parecer una suerte de monigotes inanimados! La niña me recordaba a ella sepultada en la felicidad de siempre, y el niño: el niño no me recordaba nada, tenía similitud con el gesto grave de su padre. Por cierto, ella había adquirido ese rostro femenil que linda con la unanimidad de una mujer impecable —algo menos ordinario que esas jóvenes de rostro grácil que rondan y fácil pasan pavoneando las verijas en el redor de la veintena de años...
         Heme ahí,  pensando si ir o no ir, atendiendo en mi mente el diagrama de flujo para los sucesos más sesudos, o sea: la dubitación sin asidero. Cuando menos me vi ya estaba en el supermercado en busca de una cobija (no digo cobijita porque el diminutivo es celoso) sí, cobija—mismas que cada primeriza recibe de colores, en retahíla—.  Allí estaba, mi selección se inclinó por un cobertor amarillo-canario con estampados de elefantes que, a resultas de una persona con sentido común: tendría como unisex, en desconocimiento, aún, del uterino ocupante.
         En la caja, por cierto (uno no debe hacer filas para entregar su dinero) recordaba las huidizas carnes de Selene… Las veces que sin más le asentaba un comentario después de hacerlo: tu cuerpo es muy bello, le decía, y esbozando una sonrisa entrelazaba sus brazos a mi plexo. Bueno, la cajera fue oportuna y me remontó del flashback, a una realidad más ecuánime. Pagué, incluso al hacerlo ella se detuvo en mi rostro por unos momentos, y, entretanto, como diciendo en su mente: será o no será; terminaban sus ojos por acreditar que no era y llevó de la gaveta a mi mano, el vuelto.
         Llegó el día. El plan era intercambiar lisonjas, dejar el regalo y salir pitando luego de adivinar el diámetro de su vientre —todavía de seguir pensando si invitar a hombres a un baby shower es una estrategia para tener más regalos—. Pero no,  no salió así. En primera me reconocieron a leguas; a media cuadra del portón me loaban por mi antiquísima calidad de beodo.
         —Qué onda, ¿cómo estás, mano? ¿Ya vas a sacar las cervezas?
         —¿Cómo estamos? Pues vengo de rápido
         —Oh, ¿ya ves?…
         Y la clásica escena que uno piensa dramática cuando regresa después de mucho tiempo y las hermanas y los suegros y las abuelitas te ven con un dejo de adoración, o de plano, como un bicho raro.
         Saludé a mi exsuegro con un fuerte apretón de manos y caí en cuenta que si bien los años no son en vano, ponen a los árboles jóvenes, más frondosos.
         —Qué te has hecho, Éder.
         —Pues ahí, pasándola…
         Y a la exsuegra un saludo de lejos…
         ¿Cómo decirle que no a una tinga? Me serví tres tostadas. Selene aún no llegaba, que dizque había ido por refrescos, y limpiando el plato luego de una tostada de picadillo me abordó su hija: Hola. Hola. Soy Nayeli, ¿y tú? Éder —fue imposible no preguntarme quién diablos le puso ese nombre—. Vienes a la fiesta de mi hermanito. Sí. Diviertete… Gracias, hija.
         De momento me quise sentir como en la escena en donde Darth Vader le dice Luke Skywoker, que él es su padre. Pero no, no era así... Viendo la algarabía de los niños persiguiendo la cola de un gato comprendí lo objetiva que es la casualidad. Las peleas, o las no peleas son eventos necesarios; somos tan irredentos a lo absurdo que cuando existe, o creemos en una resolución no pensamos bien por qué cosas pasamos para llegar a eso. Decimos: éste es mi blasón, y no importan los azares del viento, o las voluntades indistintas; todo lo acomodamos nosotros, como un apelativo denigrante que terminamos por volver, orgullo de nuestra escoria.
         Llegó Selene. A comparación de mí, su marido parecía cargabultos y tenía tintes de lambisconería, pero siempre que le hablaba la miraba a los ojos. Ella me saludo, me hizo preguntas de protocolo. No pudo evitar el mínimamente emocionarse al ocultarle que me había dedicado a publicar libros. Le llenó de sorpresa ver que con su hija ya había entablado, el niño no tenía gracia y sólo miraba con frialdad desde su periquera. No has cambiado en nada, me dijo. Salvo ya luces más maduro —gulp—. Y tú eres la más conservada entre tus hermanas…
         Ya no era la joven que se quedaba en mi casa los fines de semana a vestir santos, tenía certeza de la vida. Tenía que tenerla: ya no andaba por ahí danzando la pera como yo. Ya tenía con mayor finitud por quien ver. No le acaricié la panza por dudar de las vibras, o el absurdo, que le transmitiría. Pero sí le dije que parecía una esfera de arroz, entre otras bromas que no pude guardarme. Se fue. Fueron cinco minutos de charla, luego yo me despedí con tranquilidad y calma, pensando que estaba en el momento de mi vida en el que cualquier exnovia podía invitarme al bautizo de su hijo, o a su baby shower, y yo, teniendo en cuenta y no estando demás el clásico pensar que la cuchara de uno le iba a dar más sabor a la raza.

Del libro A como dé lugar ( 2015).


VÍCTOR BAHENA (Distrito Federal, 1993). Estudia letras en la UNAM. En su haber tres libros: Limbo de Agua (Proyecto Almendra), La próxima estadía (Sikore Ediciones), y A como dé lugar, (Babel todas las voces). En España forma parte de las antologías Hawuai Chigetsu, Mario Benedetti (Editorial Letras Como Espada) y Antología Internacional del Haiku (Editorial Pasos).

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