La cultura popular se ha tomado demasiadas licencias. La industria cinematográfica, desde su nacimiento, nos ha escupido a la cara hechos que da por ciertos; lo hace una y otra vez, hasta que no tenemos otra opción que aceptarlos, y darlos por ciertos también.Todos conocemos a Drácula, el vampiro milenario de largos y afilado colmillos con una insaciable sed de sangre. Sabemos que no puede exponerse a la luz del sol, que odia el olor a ajo y su debilidad son las estacas de madera, sobre todo cuando se acercan a su pecho.
También conocemos al hombre lobo, humano de día, bestia en las noches de luna llena. La noche le obliga a cambiar, transforma su cuerpo y nubla su mente. Monstruo de maldad pura capaz de devorar a su mejor amigo en un arrebato.
Hemos sido testigos de cómo la momia, que ha dormido plácidamente en el fondo de una pirámide los últimos tres mil años es despertada para cumplir con la maldición del faraón, dejando en el camino su ancestral vendaje y liberar plaga tras plaga sobre la Tierra.
Todos conocemos a Frankenstein, ese monstruo de cabeza verde y absurdamente cuadrada, restos unidos entre sí por grandes y oxidados tornillos, de caminar lento, de pensar lento. Sí, ese es Frankenstein… ¿cierto?
La cultura popular se ha tomado demasiadas licencias. La industria cinematográfica, desde su nacimiento, nos ha escupido a la cara hechos que da por ciertos; lo hace una y otra vez, hasta que no tenemos otra opción que aceptarlos, y darlos por ciertos también.
La televisión no se queda atrás. Serie tras serie, novela tras novela nos cuentan historias que jamás sucedieron, pero al ser nuestra única referencia, nuestro único punto de partida, no hacemos más que sonreír y aceptar.
¿Quién no conoce la historia de Frankenstein? Un científico loco que jugando a ser dios acude a los cementerios en busca de cadáveres frescos para su creación. Una pierna de aquí, un brazo de allá, una mano de la tumba junto a la reja. El entierro es tan reciente que la tierra sobre el muerto sigue tibia. Cuando consigue armar un amasijo, lo más parecido posible a un hombre lo cose y lo sube al techo de su castillo en medio de una poderosa tormenta, esperando la energía de un rayo le de vida a la abominación. No podemos olvidar a Igor, el fiel ayudante del científico loco.
Es así como se nos ha contado una y otra y otra vez.
Cuando Mary Shelley, en 1816 escribió su novela Frankenstein, no pensaba en científicos dementes, en venganzas sangrientas, en abominaciones; pensaba una vida dedicada a un único fin; a un científico buscando respuestas hasta en el rincón más oscuro; pensaba en un ser creado no por dios sino por el hombre incapaz de comprender el mundo a su alrededor y un largo viaje para encontrar su lugar.
Cuando Mary Shelley, en 1816 escribió su novela Frankenstein, quería contarnos una historia de redención, pero a nosotros nos gustan los monstruos, nos atrae lo oscuro, lo maligno, la venganza por la venganza, y vamos por la vida creyendo que Frankenstein es un monstruo.
Si ponemos un poco de atención, descubriremos que Frankenstein era en realidad el científico loco jugando a ser dios. El monstruo es un monstruo que ni siquiera merece un nombre.
Si ponemos un poco de atención, descubriremos que vamos por la vida defendido mentiras, como nos advertía el buen Neruda.
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