RESEÑA La isla de un viejo llamado Houellebecq | Mauro Barea


El mejor escritor francés vivo, catalogado por la crítica especializada como un hombre ácido, poco sociable y excéntrico. Poco conocido en México pero de sobra en Europa. La posibilidad de una isla, su novela publicada en 2005, nos guste o no, es una obra que da mucho de qué hablar.

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Conocí a Michel Houellebecq en 2011 durante la visita del intratable escritor galo a tierras madrileñas. Me preguntaba quién diablos era ese francés que había despertado animadversiones sembrando la polémica con cada palabra que escribía. No voy a hablar de la persona ni de cómo se ha ganado tales cosas, eso está sobradamente comentado en sus múltiples biografías. Lo que es de hacer notar es que ha ganado el premio más alto para un escritor en Francia, el Goncourt, una especie de Cannes para la literatura. No es para menos: en La posibilidad de una isla, Houellebecq regresa con una historia contundente, hecha de una filosofía de cómo al envejecer se acaba todo; pone al plano sexual como el pilar de la felicidad humana. Pero no vayamos tan aprisa, veamos el trasfondo.
           La historia es sobre Daniel, un cómico que hace de sus monólogos una burla a la religión, a la sociedad y a los tabúes de la sociedad actual; con ello gana mucho dinero, y partir de su primera mujer (que ama de verdad) comienza un relato cruel, brutal, que nos lleva a pensar más allá sobre las relaciones humanas, independientemente que critica a la religión cristiana, se mofa de las «religiones exprés» como lo es una secta llamada de los elohimitas, quienes creen la posibilidad de la vida eterna, una vez que lleguen los Elohim, los creadores de la especie humana. Pero Houellebecq no nos la pone tan fácil. Daniel evoluciona a la par que narra su vida, pero en una secuencia alternada con un «yo» a dos mil años en el futuro. Para explicarme mejor: Houellebecq es un escritor apocalíptico, pesimista en extremo, y no cree en la raza humana. Lo único que admira es su capacidad de ingenio tecnológico, pero en el paso de Daniel por esta secta —que termina siendo la parte central de la novela— en la isla de Lanzarote se crea una nueva religión que termina sentando las bases de la clonación humana, y no solo eso: Almacenar el ADN de los miembros, mientras se firma un contrato para ceder todos sus bienes materiales al morir, quedando todo a disposición de la secta. Pues se logra hacer tal cosa, y el sucesor de Daniel (llamado Daniel 24 y 25 al ser la vigesimocuarta y quinta versiones clonadas) narran en su tiempo, dos mil años en el futuro, las memorias de su predecesor. Esto hace que haya una relación de nostalgia entre estos tres a pesar de la distancia en las épocas, y consolidando el hecho de haber alcanzado la «inmortalidad» con ello.
Pero ya dije que Houellebecq es un pesimista. Cansado de la rutina y de no hallar más emociones en su primera esposa, el protagonista se separa y conoce a su segundo y definitivo amor: Esther, una chica de veintipocos años que lo vuelve loco, sobre todo en el plano sexual. Aquí llega una de las partes medulares del pensamiento de Houellebecq.
En sus memorias, Daniel deja para la posteridad la filosofía del hombre francés contemporáneo: al llegar la vejez, termina todo, se acaba la felicidad en un tenor de drama que llega a desesperar. Deja en claro que estar en el interior (el coño) de una mujer se resume el mayor placer humano, porque es la única forma de dañar a alguien a la vez que se provoca el placer supremo. Para él, ninguno de los vicios del hombre provoca tanta felicidad como lo es estar con alguien en la cama. Vale la pena leer al completo el libro para comprenderlo, ya que muchos de sus argumentos son convincentes, independientemente del credo, religión o forma de vida que se tenga. Es un seguidor de Balzac, Nietzsche y de Kant, por lo que la filosofía de estos grandes se mezcla con una narración mundana pero bien elaborada, que podemos entender a la perfección si nos dejamos tomar de la mano de este francés.
El final es demoledor, apocalíptico-futurista y con tintes de reflexión sobre nuestro camino, hacia dónde vamos como seres humanos, qué es lo que sigue en nuestra evolución. El galo nos demostró que una novela puede dejar algo impreso en la mente, ya sea cualquier sentimiento de la gama que disponemos como lectores, podemos amarlo, odiarlo o volvernos adeptos de algunas de sus ideas. Hoy es poco visto generar eso con un entramado filosófico tan complejo sin caer en uno de los llamados «fenómenos».
Houellebecq habla del sentimiento de amor en las generaciones actuales. La reproduzco fielmente en palabras de su personaje, Daniel:
A Isabelle no le gustaba el placer, pero a Esther no le gustaba el amor, no quería estar enamorada, rechazaba ese sentimiento de exclusividad, de dependencia, y toda su generación lo rechazaba con ella. Deambulé entre ellos como una especie de monstruo prehistórico con mis necedades románticas, mis apegos, mis cadenas. Para Esther, como para todas las chicas de su generación, la sexualidad no era más que un divertimento placentero, guiado por la seducción y el erotismo, que no conllevaba ninguna implicación sentimental especial; seguramente el amor, igual que la piedad según Nietzsche, nunca había sido otra cosa que una ficción inventada por los débiles para culpabilizar a los fuertes, para imponer límites a su libertad y su ferocidad naturales. Las mujeres habían sido débiles, en especial a la hora de parir, en sus comienzos necesitaban vivir bajo la tutela de un protector poderoso, y a tal efecto habían inventado el amor, pero en la actualidad se habían vuelto fuertes, eran independientes y libres, habían renunciado tanto a inspirar como a experimentar un sentimiento que ya no tenía ninguna justificación concreta. El proyecto milenario masculino, perfectamente expresado en nuestra época por las películas pornográficas, consistente en despojar la sexualidad de toda connotación afectiva para devolverla al campo de la pura diversión, había conseguido realizarse por fin en esta generación. Lo que yo sentía, esos jóvenes no podían ni sentirlo ni comprenderlo exactamente, y si hubieran podido habrían experimentado una especie de incomodidad, como ante algo ridículo y un tanto vergonzoso, como ante un estigma de tiempos más antiguos. Tras décadas de condicionamiento y de esfuerzos, por fin habían conseguido extirpar de su corazón uno de los sentimientos humanos más antiguos, y ya estaba hecho, lo que se había destruido no se podría reconstruir, igual que los añicos de una taza rota no podrían reensamblarse por sí solos; habían alcanzado su objetivo: no conocerían el amor en ningún momento de su vida. Eran libres.
Les recomiendo ir a la estantería de esa librería donde acostumbran ir y tomar La posibilidad de una isla. Generalmente donde pisa Houellebecq, genera esa incertidumbre, esa molestia de mirarnos al espejo y descubrir que no estamos conformes con lo que vemos allí.

Houellebeq, M. (2005). La posibilidad de una isla. Alfaguara.

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