CRÓNICA Nueva York: nieve y lodo | Marco Antonio Cervantes González


Leo una nota en The New York Times del 1 de febrero de 2014: un repartidor de comida murió atropellado al norte de Manhattan. Pese a la nieve, el trabajador pedaleaba tras algunas propinas; era mexicano. El periódico daba cuenta de un hecho que en cualquier noticiario de televisión o radio pasaría inadvertido: un accidente de tránsito más. Después de leer el texto, recordé algunos apuntes:

1 de enero: Para un mexicano es un suceso extravagante sentir la nieve y usar doble suéter. Sólo el cine, los cuentos de Navidad y los refrigeradores nos ayudan a comprender eso.

3 de enero: Después de la tormenta del 2 de enero la ciudad adquirió un matiz paradójico: la nieve fue invadida por una grisura expansiva: lodo, suelas de las botas, excrementos de perros y llantas de automóviles; sobre las aceras todo se complicó: asfalto, basura, turistas y taxis derrapando. La nieve en Nueva York se inventó para que cayera sólo en Central Park.
          Pese a tales inconvenientes climatológicos, NYC es una ciudad fascinante, lo sigo repitiendo. La primera ocasión que la visité me parecía que la diversidad de colores, sonidos y lenguas guardaba mucha similitud con París, Londres o algunas calles de Madrid. Ahora, con un poco más de detenimiento veo a NYC más compleja, más diversa y más caótica. Nueva York es nuestra actual Constantinopla. Como aquel puerto, esta ciudad es el lugar de desembarque de miles de albañiles, perseguidos, delincuentes, soñadores, banqueros, estafadores y artistas que han construido a base de puentes y andamios una ciudad que parece nunca terminará por fundarse.

4 de enero:
Nueva York es una esfera de cristal donde se puede ver el inabarcable Central Park, los míticos rasacalielos… pero, también es, Cristo, un mesero que te regala chiles en vinagre para acompañar la pasta que acabas de pedir. Es el Metropolitan Museum, un laberinto de salas llenas de turistas, armaduras y piedras colosales. 
          También Nueva York es Emy, la chef que cocina el mejor pescado de Manhattan, y que pregunta por las noticias que escucha sobre México. Es el Chelsea, Georgevillage o el SoHo, barrios que parecen pertenecer a otra ciudad, menos tumultuosa y más apacible. Es Pablo, el repartidor de comida, que pese a las ráfagas de viento, capaces de romper cualquier tipo de abrigo, toma su bicicleta y empieza a pedalear sorteando todo. Pero también es El Jinete Polaco, una pintura que es de Rembrandt (pero no es de él), y que está en una residencia alucinante que es visitada por maestros de literatura que parecen Fitzgerald y mujeres que usan sombreros de Cruella de Vil. Es Nadia, que vive a mitad de la isla y que tiene a su hija inscrita en un preescolar, donde le solicitan reunir requisitos inconcebibles para una niña de tres años. Es Scorsese con sus taxistas y sus corredores de bolsa adictos al dinero y a la cocaína. Es el olor a hierro de las escaleras del metro. Es el vapor de las coladeras, las sirenas de las ambulancias. Es José Martí, García Lorca y Muñoz Molina recorriendo una ciudad hostil, pero también generosa y delirante. Es Lou Reed, Bruce Springsteen, Rubén Blades y Leonard Cohen escribiendo tramas de novelas en formas de canción que tienen como escenografía esa Babel.

5 de enero: Y también es la gente que termina de trabajar de madrugada, se cierra la chamarra y se coloca los audífonos para escuchar vallenato a todo volumen en el trayecto hacia el metro, y así curarse un poco la soledad y el frío de vivir ahí. Nueva York: la nieve y el lodo.
La nota de The New York Times revelaba el nombre del ciclista: Pedro Santiago, de 45 años. Era amable y atento. Lector de Dostoievski. Cruzó dos veces la frontera. Tenía tres hijos. Esa noche era su última jornada en esa tarea; la noche siguiente ascendía a otro puesto. Vi la fotografía que un compañero del restaurante dio al periódico: Santiago sonríe, atrás hay un puente, la mano derecha sostiene una bicicleta roja. Parece que el piso está resbaloso: estaba nevando.

MARCO ANTONIO CERVANTES GONZÁLEZ. A veces escribe y a veces da clases. También, en muchas ocasiones, lee a Juan Luis Guerra y escucha a Julio Ramón Ribeyro. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM; le va al América, por cierto.

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