Alberto escribía para un periódico. Sus notas empezaron a tener
importancia en la región. Su crítica a la sociedad y al gobierno fue de gran
impacto en las redes sociales a nivel nacional. Su forma de expresión atraía al
público y los hacía reflexionar. Cuando su fama aumentó, le pidieron que se
presentara en programas de televisión y radio. Meses más tarde, pensó
seriamente en escribir un libro. Entonces, decidió mudarse a la capital en
busca de mejores oportunidades. Una tarde se dirigía a su oficina, y antes de
entrar fue abordado por un hombre:
—¿Es usted el señor Alberto?
—Sí.
—Necesito hablar con usted.
—¿Se puede saber de qué se trata? —preguntó Alberto.
—Es una oferta de trabajo, pero mejor vayamos a tomar
un café y le explico de que va el asunto. Yo invito.
En la cafetería el hombre se presentó simplemente como
Santiago. El hombre le reveló que el trabajo consistía en escribir para un
periódico nacional, el más importante del país. También le dijo que la paga sería
magnifica.
—Tal vez me interese —dijo Alberto.
—Aquí vienen mis condiciones
—¿Condiciones?
El sujeto quien dijo llamarse Santiago, le explicó el
trabajo que realizaría. En resumidas cuentas, le solicitó que finalizara en su
crítica al gobierno, y asimismo que se centrara en otras noticias, las cuales
sólo distraerían a la ciudadanía, según la forma de pensar de Alberto.
—Lo siento —dijo Alberto—, pero no puedo. Va en contra
de mis convicciones, por encima del dinero, yo tengo un compromiso de informar
verazmente al público que me lee.
—Piénselo de manera inteligente.
—Gracias por el café, señor.
—Uno nunca sabe lo que nos pueda pasar.
—¿Me está amenazando? —preguntó Alberto.
—¿Usted qué cree?
Alberto se levantó de la mesa y dejó al hombre
maldiciendo entre dientes. Al llegar a su oficina, redactó un artículo donde
exponía lo que le acababa de pasar. Lo subió a las redes sociales y el texto
fue compartido millones de veces entre los usuarios.
Días más tarde, al salir de su departamento, se dio
cuenta de que su coche tenía las llantas ponchadas y los vidrios reventados.
Tomó un taxi y se dirigió a su oficina.
—Pare ahí —le dijo Alberto al taxista,
—Parece que hay un incendio —respondió el taxista.
Alberto descendió del vehiculo y se sorprendió al ver
su oficina quemándose. Avanzó hasta el lugar, pero un bombero lo detuvo.
—Unos hombres encapuchados prendieron fuego la oficina
—dijo una señora que veía el incendio.
Alberto pensó en poner una demanda, pero ¿a quién?, se
preguntó. Se escabulló entre los curiosos e ingresó a un centro comercial para
meditar. Marchaba por los pasillos con los nervios de punta sin saber qué
hacer. Sabía que su vida estaba en riesgo.
Será peligroso regresar a mi departamento, pensó, sin
embargo, tengo que recuperar mi computadora. Esos archivos son importantes. Subió
a otro taxi y en el camino admiraba la ciudad y a sus pobladores manipulados
por los titiriteros.
—Déjeme aquí —le dijo al taxista.
Alberto descendió y con delirio de persecución vigilaba a sus
alrededores. Mientras introducía la llave al pomo de la puerta, una camioneta
se estacionó enfrente de su departamento. Las manos de Alberto temblaron.
Cuatro sujetos encapuchados bajaron del vehiculo.
—No abra la puerta —ordenó uno de los hombres—,
quédese quieto.
Los tipos se acercaron y abrieron el departamento. Revisaron el lugar y
se llevaron la computadora y los documentos.
—¿Tienen una orden para hacer esto? —preguntó Alberto.
Uno de los hombres se aproximó a Alberto y con el codo le acertó un
golpe en la boca.
—Aquí está la orden —dijo el tipo mientras reía.
Alberto se revolcaba en el piso escupiendo un par de dientes.
—Súbanlo a la camioneta.
Treparon a Alberto esposado al vehiculo y le cubrieron
el rostro con un costal. La camioneta circuló por la ciudad y al detenerse Alberto
preguntó el motivo de su detención. Uno de los hombres quitó el costal de la
cabeza de Alberto y mostrando una mochila negra dijo:
—Por esto.
—¿Qué es eso?
—No te hagas el tonto —gritó el sujeto—, por trafico
de drogas.
Ingresaron a Alberto a un cuartucho oscuro, lo sentaron frente a una
mesa y le quitaron las esposas. Uno de los tipos de despojó de la capucha y le
ofreció un pañuelo para que se limpiara la sangre. Era Santiago.
—Te lo dije —murmuró Santiago en el oído de
Alberto—. Siempre he odiado a los
escritores porque se creen intelectuales, creen saberlo todo y se jactan de
querer cambiar a la sociedad.
—Déjenme ir —suplicó Alberto.
Santiago arrimó un papel a Alberto y le pidió que lo
firmara.
—No puedo firmar sin saber de qué se trata.
—Sólo fírmalo.
—No lo haré —gritó Alberto.
—Ya sabes qué hacer —le ordenó Santiago a uno de los
hombres.
Un sujeto de complexión robusta agarró la mano izquierda de Alberto y la
plantó con fuerza encima la mesa, después Santiago tomó un mazo de un cajón y
golpeó la mano de Alberto.
—Fírmale —dijo Santiago—, no tienes porque sufrir.
—No —balbuceó Alberto.
—Agárrale bien la mano —ordenó Santiago.
El tipo propinó dos mazazos en la mano de Alberto con más potencia. La
mesa se manchó de sangre.
—Firma el documento.
Alberto gritaba de dolor e impotencia.
—Pásame la bolsa —ordenó Santiago.
El hombre embutió la bolsa de plástico en la cabeza de
Alberto veinte segundos, después le pegó un rodillazo en las costillas y luego
un puñetazo en la nariz. Alberto cayó al suelo ahogándose en su propia sangre.
—Quítenle la bolsa y denle agua.
Los subordinados de Santiago atendieron a Alberto y lo
estabilizaron.
—Siéntenlo en la silla.
Colocaron con dificultades a Alberto en la silla.
—¿Vas a firmar?
Alberto simplemente asintió.
—¿Era tan difícil? —preguntó Santiago.
Uno de los sujetos limpió la mesa y situó la hoja en
la mesa.
—No vayas a manchar la hoja —dijo Santiago
facilitándole un bolígrafo.
Alberto con la mano temblorosa firmó el documento.
—Listo —dijo Santiago.
—¿Se me acusa por portación ilegal de drogas? —preguntó
Alberto con un hilillo de voz.
—Sí —dijo Santiago—, también por violar a una menor de
edad.
Esa misma noche trasladaron a Alberto a un reclusorio
de máxima seguridad y lo aislaron en una diminuta celda por varios días.
Un año más tarde sentenciaron a Alberto a cadena
perpetua sin efectuarle un juicio. Los cargos fueron por trafico de drogas,
trata de blancas y homicidio. Transcurrieron dos años y Alberto recibió la visita de Santiago en su
celda acompañado de dos escoltas.
—He venido a ofrecerte una oportunidad de trabajo
—dijo Santiago portando un elegante traje negro—. Porque a pesar de todo me caes
bien y me gusta tu estilo para escribir. Te admiro sinceramente.
—¿Qué puesto político te robaste? —preguntó Alberto.
—Soy el nuevo secretario de seguridad pública y me lo
gané a pulso, al fin de cuentas alguien tiene que hacer el trabajo sucio.
—¿Qué quieres ahora?
—Lo mismo de la primera vez —dijo Santiago—, no obstante,
quiero que digas cosas bonitas de mi ciudad con tu estilo tan peculiar.
—¿Si me niego?
Santiago le ordenó a uno de sus escoltas que aprisionaran
la mano de Alberto y la pusieran en la cama.
—¿Recuerdas el mazo? —preguntó Santiago.
—Sí —farfulló Alberto.
—Pásame el instrumento —le ordenó Santiago a uno de
sus hombres.
El tipo le entregó un hacha.
—¿Qué piensas ahora? —preguntó Santiago.
Sin más remedio Alberto aceptó el trato y fue dotado
de una máquina de escribir para hacer los artículos. Desde aquel momento,
Alberto redactaba todas las noches como autómata los textos que le eran
solicitados. También se le pidió que fungiera como escritor fantasma para
escribir el primer libro de Santiago, el próximo gobernador.
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SERVANDO CLEMENS (México, 9 de febrero de 1981). Estudió la cerrera de administración de
empresas. En sus ratos libres lee cuentos y novelas. Sus géneros favoritos son:
el fantástico y policíaco. Ha escrito varios cuentos breves. https://www.facebook.com/servando1810
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