No recuerdo cuándo se dio ese cambio, el dejar de confundir
las recitaciones escolares con la poesía; fue un proceso muy fácil supongo,
pues las recitaciones me caían gordas. Algo hubo en la primera poesía
propiamente dicha que escuché o leí, que me llegó hondamente, que me dolió tal
vez, y me marcó para siempre.
En el primer semestre de prepa en la ciudad
de Colima, teníamos uno de los mejores profesores de la enseñanza de la
literatura en esa época, quién además era profesor de etimologías grecolatinas
y amantísimo de la poesía. Un hombre delgado y transparente, claro en su pensar
y su decir y animoso de que todos supiéramos de literatura, pues decía, que era
uno de los conocimientos que todo hombre que se vanagloriara de culto debía
tener. Carlos Torres Téllez era su nombre, de profesión normalista, quién
completaba su salario muy profesionalmente como médico homeópata. Con él, de
alguna manera tengo mi primera deuda en el camino de descifrar la poesía. El
primer poema del que hablo es el de “¡Qué lástima!” de León Felipe, contenido
en su libro Antología rota.
Poco después, en esos años de la
adolescencia, me llego la manía de escribir y aunque ustedes no lo crean empecé
escribiendo poesía; a las novias añoradas y a las idas y después con un grupo
de amigos, que nos reuníamos en el restaurante “Los Naranjos” con Carlos Torres,
quién nos revisaba nuestros incipientes textos de poesía; este se reunió un par
de veces con nosotros, para corregirnos comas y cacofonías, barbarismos y
pleonasmos y una que otra cosa sin sentido. En ese entonces inventamos el poema
colectivo (disque inventamos), donde alguien iniciaba con una línea y el que
seguía, en la mesa del café, escribía otra línea, tratando de darle sentido y
coherencia con la primera y así sucesivamente, en donde nos preguntábamos “donde
había quedado la bolita”, cuál era el principio y cual el final, sin en ese
entonces haber leído a Bretón todavía. Eran pues nuestros juegos con la poesía,
sin dejar de leer a Gustavo Adolfo Bécquer y a Sor Juana de quién me marcó sus
Redondillas y me llevó por los misterios del barroco sin que aún estudiara
arquitectura, “Parecer quiere el denuedo de vuestro parecer loco al niño que
pone el coco y luego le tiene miedo”. Luego
Lorca y mi librito de cabecera la Antología
rota de León Felipe, que nunca se ha separado de mi desde hace más de
cuarenta y cinco años, Machado y Miguel Hernández, otros que me gustan; de
quienes debo su conocimiento a la música de Joan Manuel Serrat puesta a su
poesía. Vallejo, el obligado Neruda y Borges con sus misterios, aún medito
mucho sus poemas para descifrarlos. Después ya fuera de Colima tuve amigos
poetas y hubo un acercamiento mayor a la poesía al conocer a su artífice. Jorge
de la Luz, quién hace más de treinta años que no se de él, más que por sus poemas;
mis compañeros del CER, Circulo de Estudio y Reflexión y su fresa revista “Báculo”
donde escribía Salvador Márquez Gileta. Leí también a algunos poemas del Grupo
la Espiga Amotinada, pues en ese entonces conocí a Heraclio Zepeda, a quien
admiro más como narrador que como poeta. Jorge Esquinca de Guadalajara y otros
que no recuerdo, dado que este texto lo estoy escribiendo de un tirón sin
consultar nada.
Luego vino la gran revelación y los talleres
de casa de la cultura con Víctor Manuel Cárdenas, por allá en el año de 1982,
aprendí mucho en esos talleres, así también conocí y conviví con poetas y
narradores como Marco Antonio Campos, Alí Chumacero, Juan Bañuelos y el grande
entre los grandes José Emilio Pacheco, de quién conservo la antología
autografiada Tarde o temprano publicada
por el fondo de Cultura Económica. En cuya segunda de guardas se lee: “A Ramón,
más tarde que temprano, pero con todo afecto José Emilio. Colima 1987”. A Víctor Manuel Cárdenas le debo que
muchos caminos y misterios de la poesía se me desvelaran y, si de alguna manera
conservo el entusiasmo por la poesía, el cuento y la novela, sin ser escritor,
es por mi tránsito por esos talleres. En ellos me convertí en lector acérrimo
de los asuntos literarios, deuda que siempre tendré con Víctor Manuel Cárdenas,
recientemente fallecido.
Como habitante de Colima, una ciudad del
trópico cálido subhúmedo, la poesía siempre transcurre entre sudores y un
erotismo latente. Los poetas de Colima tienen lo suyo. La contundencia de
Griselda Álvarez en Erótica y Anatomía superficial, la claridad y
síntesis de Víctor Manuel Cárdenas en casi todos sus libros. Nadia contreras y
sus embrujos entre olor a azúcar quemada y ceniza como en Mar de Cañaverales y a la serie de poetas –todos jóvenes- que
publicaron en 2004 en la antología Los
extremos se tocan. Todos ellos cantan a la vida y la muerte entre las
humedades y calores de nuestra latitud en una selección llevada a cabo por
Bernardo Ruiz.
Me quedo con algunos libros de cabecera: Recuento de poemas de Jaime Sabines, Erótica de Griselda Álvarez, Altazor de Vicente Huidobro, Canto a mí mismo de Walt Whitman, Primer libro de las Crónicas y Noticias de la Sal de Víctor Manuel
Cárdenas, Mar de Cañaverales de Nadia
Contreras y mi eterno acompañante, librito de Losada, Antología rota de León Felipe y pregunto como él: Poesía, tristeza
honda y ambición del alma, ¡cuando te darás a todos… a todos (…), sin ritmo y
sin palabras!
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