Trato de no derrumbarme ante sus
ojos; intento mantenerme indemne, aunque los míos se llenen de lágrimas.
Asiento con la cabeza a sus frases, mientras tomo sus hombros. La soporto y
ella me soporta, como dos columnas que cargasen un puente por el cual pasara un
gran ferrocarril. Ella tiembla. Respira con dificultad. Me mira con miedo. La
voz le baila cuando habla.
Recuerdo
esa cara: es la misma que aquella en el hospital, cuando Haru nació. Se lo
llevaron hasta el pecho. Ella lo observaba, pletórica de cariño. Dirigía con
debilidad su rostro hacia mí.
—Mira…
Mira, Hideo, mira… Es tan pequeñito… Tiene sus deditos completos, su frente
limpia, su nariz… —decía.
Me dio
tanta ternura verla así, abrazando a nuestro hijo. Me sentí un gran hombre, un
hombre inmenso capaz de hacer girar la luna.
Haruka
siempre había deseado una familia. Vivió en el seno ardiente de un hogar
quebrado, marcado por la violencia y la indiferencia. Cuando nos comprometimos,
me lo confesó con ahínco bajo la sombra de un cerezo: “Tendremos una gran
familia y viviremos en un bol de arroz”. Le prometí que así sería y puse,
delicadamente, una bella sakura en su cabello. Al hacernos novios le había
regalado un ramo de esas flores; le fascinaban. Algunas sakuras caían alrededor
de nosotros y en nuestro hombro.
—Nunca
tendremos miedo.
—Nunca
nos encontrará el miedo.
—Nos
cuidaremos mucho.
—Viviremos
una felicidad tan larga como el Transiberiano.
Podríamos
volar sorteando las montañas de la rutina, los lagos de la pobreza, las aves
del infortunio. Ella era la mujer y yo el hombre. Esa era la historia de todas
las historias.
Así fue
durante mucho tiempo. Vivimos sobriamente el matrimonio nuevo: yo trabajaba en
el gran proyecto del tren ligero de Hida y ella se desempeñaba como maestra de
música en la Academia de Takayama. Pasábamos la mañana fuera de casa y por la
tarde regresábamos a nuestro “bol”. Era una vida sencilla. Hacíamos
crucigramas, cocinábamos juntos, jugábamos ajedrez, veíamos películas… O nos metíamos
en la cama para acompañar la caída del sol con nuestros cuerpos desnudos. Cada
beso propiciaba que el astro se precipitara a tierra, las caricias dibujaban
gruesas nubes que esparcían una cortina purpúrea para ocluir el anaranjado cada
vez más moribundo.
Un día,
terminé bastante tarde mi trabajo en las vías. Cuando llegué a casa, había una
nota sobre la mesa. La caligrafía perfecta dictaba que era de Haruka.
“Algo
ha pasado.”
Esos caracteres trazados en la
hoja me atemorizaron. Recordé de inmediato unas palabras de mi padre:
—Malas
cosas pasan a la gente buena —decía, sentado en su vieja silla mecedora. Su
sonido y los apoyos en forma de riel, habían influido enormemente en mi amor
por los trenes.
—¿Haruka?
—pregunté con extrañeza. Debía estar en la habitación, dormida.
Crucé la sala. Seguramente había
hecho la limpieza al retornar del centro de la ciudad, pues el recinto se
hallaba impecable. Al llegar a la altura de la cocineta, escuché sollozos. Alarmado,
apresuré el paso.
—¿Cielo,
estás bien?
Casi
corrí hasta el cuarto. Desde la cama se adivinaba un trémulo cuerpo cubierto
por las sábanas. Ágilmente fui hasta él. No lo descubrí todavía; lo analicé.
Lloraba.
—¿Haruka?
—pregunté consternado al tiempo que destapaba la figura.
Ante mis ojos estaba ella, no
sollozando sino riendo.
—¿Qué
broma pesada es esta? —protesté, dejándome caer en el borde de la cama.
Ella me
abrazó, contenta, y colocó frente a mi cara (muy cerca) un aparatito blanco y
largo que no reconocí, junto con una bola morada.
—Dos
rayitas —comentó con la sonrisa de un tren antiguo.
Mi alegría fue enorme. Me aparté
—eufórico— para mirarla. Movía la cabeza al mismo son que la prueba de
embarazo. Entre sus dedos, oscilaba una sakura.
Haru fue el bebé más amado de
todo Japón. El más esperado de la tierra. Otorgó a nuestra existencia un alto
propósito y vasta felicidad.
Era muy
parecido a ella. Un magnífico eco del amor entre su madre y yo.
Paseábamos en el campo,
empujando su carrito que asustaba a las libélulas. Íbamos al mercado, cambiando
el turno para cargarlo. Lo alimentábamos y reíamos con su risa sin dientes.
Cuando,
por la noche, dormía apaciblemente entre nosotros, yo estaba seguro de que
éramos la perfección, una vía sólida del tren del mundo: Haruka era la cabeza
del riel, Haru el alma y yo la base.
Lo vimos
crecer como una ola: así de veloz, así de hermoso.
Aquel
día se descarriló un vagón. Lo recuerdo. Fue una rueda vieja que salió de su
eje. Tuvimos que quedarnos tres horas para arreglar el desperfecto. Ciento
ochenta minutos en los que pude haber mirado a Haru.
Trato de
no derrumbarme ante los ojos de Haruka; intento mantenerme indemne, aunque los
míos se llenen de lágrimas. Asiento con la cabeza a sus frases, mientras tomo
sus hombros. La soporto y ella me soporta, como dos columnas que cargasen un
puente por el cual pasara un gran ferrocarril. Ella tiembla. Respira con
dificultad. Me mira con miedo. La voz le baila cuando habla.
—No… No…
Haru estará cuando lleguemos a casa, ¿sabes? Él no está ahí. No está. Está bajo
la cama, jugando a las escondidas. Mañana… Mañana iremos camino al centro de
Takayama y él irá recorriendo algunos guijarros para… para aventarlos a los
grillos que lo pillen… que lo… O… o estará en la cocina, merodeando entre mis
piernas o pescando contigo… Te, te va a preguntar cuándo lo llevarás a ver los
trenes más… Tienes que llevarlo, Hideo, tienes que llevarlo…
Haruka se pierde en sollozos. Se
quiebra. Un tren pasa a toda la velocidad.
Es el miedo.
La
derrota.
La
derrota.
El
dolor.
El
dolor.
El
dolor.
El
dolor.
El
dolor.
El
dolor.
El
dolor.
Su furia
es tremenda. Lo siento en mis huesos. Lo resisto, lo tengo que resistir. Abrazo
con fuerza a Haruka.
El
conductor no se da cuenta. Haruka se descuida un momento con el viento: hojas
de partituras vuelan desde atril que también cae. Era un examen importante. Las
hojas se riegan por la terraza. Haru persigue una sakura. Sí, una sakura brillante
que se sacude en el aire. Sale por la reja de madera que tal vez yo me olvidé
de cerrar con la prisa de la emergencia. Haruka está de rodillas recolectando
las hojas. No mira a Haru. La pequeña sakura gira y atraviesa la calle. El
conductor no se da cuenta. Haru no puede asir la sakura, el automóvil lo golpea
antes de tomarla.
Mi padre
habla desde lo profundo de la muerte:
—Malas
cosas pasan a la gente buena; pero siempre has de vivir como un ser de paz. Lo
fatal no entiende de moralidad, pero tú sí. Sé bueno, Hideo, camina siempre
hacia una dirección y protege a quienes estén contigo. Ningún túnel es
infinito.
Y Haruka
desde lo incomprensible de la vida:
—Nuestro
bebé estará en la casa… Estará ahí… No está ahí… No está ahí —grita la madre de
Haru, el niño más esperado de la tierra, apuntando a una pequeña caja blanca
que desciende suave, muy suavemente hacia la oscuridad del suelo, como una
lágrima, la nota baja en un pentagrama o la última flor de un cerezo.
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Foto de Daniel Apodaca on Unsplash
ÁNGEL
FUENTES BALAM. Mérida, Yucatán, México. 1988. Director de
teatro, escritor y actor. Becario actual del PECDA Yucatán 2018. Director de
“Perros que parecen laberinto”, agrupación teatral independiente. Docente de
Teatro en El Claustro, Campeche. Es
autor de los libros: “Melodía tu engranaje quieto” (Editorial El Drenaje),
“Cruoris o la rabia que fuimos” (Libros en Red) y “Devoré el cráneo de Eros”
(Ediciones O). Productor de: “Buqueic” (2017), presentación de lectura y
acciones escénicas sobre literatura pornográfica, erótica y violenta, realizada
por autores mexicanos.
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