Je me vis
accoudé, froid, muet, enviant,
Envient de
ces gens la passion tenace…
Charles Baudelaire,
Le Jeu
Quien se aburre en
una fiesta está escuchando la música que los otros cantan o bailan. Quien se
aburre en una fiesta no participa del uso colectivo del tiempo como olvido
habitable que constituye la alegría del acontecimiento festivo.
Para el aburrido, en la fiesta "no pasa nada". El aburrido es
quien no ha podido percibir que el acontecimiento no es más que una pérdida
transitoria de la conciencia del tiempo, un colapso del flujo temporal en la
felicidad del presente continuo. "¿Qué festejan?" se pregunta el
aburrido. No entiende que los otros festejan justamente eso: la fiesta misma,
su posibilidad en tanto victoria provisoria sobre la percepción angustiosa de
la duración. "No hay nada que festejar," piensa el aburrido, y tiene
razón: no hay nada que festejar para él, quien no puede ni querría sustraerse a
la percepción del tiempo.
Y es que la conciencia del tiempo va unida a la conciencia de la propia
subjetividad, a la que el aburrido no podría renunciar nunca. Fascinado en la
contemplación de su propia subjetividad, el aburrido desarrolla tal horror al
ridículo de verse haciendo algo (parcializándose, cediendo de sí en aras de
algún capricho seguramente absurdo) que queda paralizado. El aburrido, sujeto
para quien no existe ya por esto ninguna esfera de acción, no puede ser otra
cosa que conciencia. Conciencia de sí mismo y conciencia del paso del tiempo:
éstas no son dos conciencias separadas sino una, que pareciera tener dos
objetos (el propio ser y el tiempo) que son vividos como distintos pero
percibidos con proporcional intensidad: al escuchar música, por ejemplo, se
ahonda la conciencia de sí en la contemplación del tiempo intensivamente
representado en la música. El oyente, contemplador de su propio desarrollo en
el tiempo, se siente existir a medida que la música fluye. No puede bailar,
porque sólo su inmovilidad total le asegura el nivel de atención que necesita
para poder percibir su propio espíritu de esta manera. Escuchar música para
bailar, con su repetición insensata de cadencias y acordes, lo minimiza, lo
lacera, le roba esos preciosos instantes que no se repetirán, malgastándolos:
en suma, lo aburre.
El aburrido está afuera del ahora. No lo vive, sino que lo oye pasar
como si ya hubiera sucedido. Por eso no hay esfera de acción posible para él,
que respira a la zaga del tiempo. Siendo puro lugar, el aburrido presencia el
tiempo como espectáculo. El tiempo es de los otros, que pueden olvidarlo: la
fiesta es de los otros, que pueden fundirse momentáneamente en su transcurrir.
Si algo constituye la fiesta para el aburrido, es un paisaje: pero un
paisaje que él solo puede habitar irónicamente. No puede habitarlo, o de lo
contrario se iría. ¿Qué le impide irse y abandonar el sufrimiento de esta
fiesta aburrida? ¿Compromisos sociales que se salvarían con una mera excusa?
Nada de eso: el aburrido está atrapado por la fascinación de la fiesta como
espectáculo, en la medida en que dicho espectáculo constituye la opacidad donde
se espeja, en gozoso contraste, la conciencia del aburrido mismo, ampliada y
perfeccionada en sus detalles con la perfección alucinatoria que sólo ESA
fiesta puede darle.
Digamos en beneficio del aburrido que él también construye la fiesta
como acontecimiento pero del revés y en negativo. En el espejo que la fiesta le
ofrece, el aburrido contempla embelesado, como si se tratase de un
caleidoscopio, las sucesivas fracturas y reacomodamientos de su propia
subjetividad a través de cada instante del tiempo que irreversiblemente
transcurre. Eso es lo que los otros se pierden: cada arborescencia única e
irrepetible, singular e intransferible, cada iridiscencia de una escritura
secreta: la que produce su mente en el acto privado del pensarse. (Diría Walter
Benjamin: "esa droga terrible, nosotros mismos, que tomamos en la
soledad".) Estos fugaces diseños inefables se superponen a los rumores
ajenos de la fiesta que allá, como un tapiz de fondo, los refracta en una
niebla de lejanía: esta distancia es melancolía.
En la novela "El Gran Gatsby" de Scott Fitzgerald, la fiesta
es para Gatsby un ejercicio de ascetismo. Sólo Gatsby es capaz de crear sus
propias fiestas y periódicamente aburrirse en ellas…secretamente, en el
anonimato de un rincón de su mansión. Los demás personajes sólo saben con
certeza de Gatsby una cosa: que da divertidísimas fiestas. Lo demás son
rumores. Gatsby no existe sino en tanto condición de posibilidad de sus
fiestas, así como podría decirse que Dios no existe sino en tanto causa o
condición de posibilidad del mundo.
El aburrido vigila cada instante del tiempo del mundo como si él fuese
Dios. El aburrido no puede distraerse, no puede rebajarse a criatura, Ni
siquiera el alcohol consigue animalizarlo. Puede pasarse horas con su trago en
el sofá más cómodo y oscuro, enhebrando en la tanza de su spleen cada segundo
del tiempo. Cada tanto alguien lo divisa y le pregunta: "¿Estás
aburrido?" "No, que vá, la estoy pasando bárbaro," contesta el
aburrido con tal mezcla de desprecio y resignación que los demás aprenden
pronto a ignorarlo. El aburrido es un estoico del sufrimiento del tiempo. Un
artista sin obra, que ha renunciado a toda utilidad. El aburrido habita un
pliegue del clima que solamente él conoce, y en lo infinito de esa melancolía
se conserva eternamente joven.
Buenos Aires, 1996.
Artículo publicado
en el número 2 de InterNauta poesía, marzo 1997.
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BEATRIZ
ELVIRA VIGNOLI BLOTTA. Novelista, poeta, periodista, traductora y crítica de arte
argentina. Nació en Rosario (provincia de Santa Fe), el 29 de enero de 1965. Es
nieta del escultor rosarino Erminio Blotta (1892-1976). Fue crítica de arte y
espectáculos del diario Buenos Aires Herald. Actualmente escribe en Página/12.
Imagen | Melanie Wasser
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