Sebastián Bruno Fernández Miglierina (Montevideo, Uruguay, 23 de mayo de 1985) es un futbolista hispano-uruguayo. Juega de delantero en Nacional de la Primera División de Uruguay. |
Pelota de papel reúne
cuentos escritos por futbolistas y directores técnicos. Pero es también mucho
más que eso. Son 24 historias creadas por reconocidos deportistas, presentadas
por escritores y periodistas de renombre e ilustrados por grandes dibujantes y
artistas. Una verdadera selección de 72 talentos. Que juegan y hacen jugar, y
sueñan con ampliar el radio de la literatura entre los amantes de fútbol y, de paso,
dar de baja algunos prejuicios en el mundo literario. Además, donan sus
regalías con fines solidarios. La pelota de papel, la que se usa en la escuela,
la de los partidos fascinantes, es el símbolo. Las historias, adorables o
tremendas, amasadas y desplegadas con habilidad, son el corazón. El resto se
puede ver, como corresponde, en la cancha o, más bien, en estas páginas
preciadas que aquí se anuncian repletas de jugadas colectivas, destrezas
técnicas y peligro de gol.
En
Bitácora de vuelos, les compartimos “De barrio” de Sebastián Fernández, presentado
por: Diego «Chavo» Fucks
«Ese es
un maestro. No sabés la cantidad de pibes/botijas que sacó…» El physique du
rôle del descubridor de talentos futboleros es como cuenta Sebastián Fernández,
delantero, goleador y campeón. Es un hombre solitario, con algún desengaño
amoroso a cuestas, con una lejana familia y con hijos propios a los que cuida y
protege menos que a los chicos que juegan al fútbol bajo su égida. Sus días
suelen ser largos y sus noches están condenadas a una soledad que ni siquiera
calman esos tragos servidos por el «Gallego» Santín. Estos tipos jugaron al
fútbol en sus juventudes y se quedaron en el camino por lesiones rebeldes, por
malas decisiones o por la falta de un tipo como ellos. Se desentienden de su
cuidado personal porque todo lo que les importa es que los chicos del club
coman, descansen y jueguen. Ellos se escudan en el «los saco de la calle»,
pero, en realidad, no podrían vivir de otro modo. Sin esos pibes/botijas —sin
Marquitos— estos personajes no subsistirían, sus almas no tendrían paz. Los
chicos del fútbol cubren espacios que no ocupará ningún otro camino de la vida,
por más dulce y placentero que sea. Ni siquiera el viaje a París que les cuenta
a los pibes/botijas todos los días se compara con el amor por esa canchita
polvorienta y por la pelota desvencijada que sus chicos llevan de acá para
allá.
Sebastián
Fernández hace una descripción tan exacta y tan maravillosa del barrio
montevideano, del viejo maestro que entregó su vida por los pibes/botijas y del
fútbol de los comienzos y los finales prematuros, que vamos a estar todos
ayudando a Marquitos Lamón para que cumpla su sueño de ponerse la celeste
uruguaya cuando sea grande.
Diego
«Chavo» Fucks
Caminando
entre calles angostas y desordenadas va pensando qué les dirá a los muchachos.
Calles que conoce aunque no haya nacido acá, las mismas casas, los mismos
comercios, las mismas pintadas que nadie borró. Hoy no encuentra palabras y es
también por eso que lleva una mueca de disgusto, está pesimista, cansado aunque
no reconozca ni quiera aceptar, todo el día en la obra y encima el frío. Piensa
que quizás hoy los chiquilines no vayan.
Frena y
ve a los pibes de siempre charlando en la esquina, andá a saber sobre qué. Las
caras pálidas, los gestos rápidos y ansiosos, las miradas vacías. Sabe que «La
Dama» los mira, que ya los fichó, mientras ellos indefensos y sin temor, le dan
la espalda y la llaman a gritos. Si es triste o está viejo no es siquiera una
pregunta.
—Ojalá
Marquitos zafe de esa, de esa esquina, de esa agonía y de esta vida.
Se
acomoda la boina, escupe, mueve la bolsa de pelotas de un hombro a otro y ahí
siente el día, en la espalda. Está cerca, si sigue bajando llegará a la cancha,
al barro, los arcos herrumbrados, la cuerda marcando límites a los que miran y
las casas rodeándola. Parece que el barrio nació ahí, es su centro, las calles
surgen de ella y salen en todas direcciones. Es por eso que se inunda y demora
tanto en irse el agua. Y hace días que llueve, llovizna más bien.
Piensa
en tomar a la derecha, subirse a un colectivo y no volver más a este lugar
donde siempre gana la miseria, donde todos pierden y nadie sabe a qué. Sigue
caminando por inercia más bien, sin ver, solamente porque el camino lo hizo
miles y miles de veces. Pero, al tomar la última curva, ve asomar la esquina de
la cancha y ese palo que alguna vez tuvo un banderín y siente una ola de aire
nuevo, fresco, que le aclara el corazón y las ideas. Y entiende por qué está
acá, lo sabe con todo el cuerpo, vino hasta acá para acompañarlos y disfrutar
con ellos. Porque jugar a la pelota es de las cosas más lindas que le pasaron
en la vida, y aunque nunca haya hecho mucho, los está ayudando a ellos… y se
está ayudando él.
Por
suerte vinieron casi todos. Los reúne y con los ojos brillando les dice:
—Gracias,
gurises, por venir y aguantarme, ahora vamo’ a darle.
Después
del entrenamiento, como siempre se quedó largo rato charlando con Marquitos,
que había jugado bárbaro, como siempre también, cada día mejor, con más clase y
con más fuerza, con gracia; solo por verlo hubiera ido caminando hasta el
Verdún.
Hacía
mucho frío y había entrado la noche, hacía rato ya que hablaban. El botija se
estaba enfriando y él también pero no querían terminar. Le contaba de sus años
de soltero, de sus viajes, de sus hijos que eran su vida, de su compañera que
lo había aguantado en todas. Lo hacía reír. Quería mostrarle todo ese mundo que
había vivido y que latía lejísimos de aquel barrio. Aguantando el frío contó la
vez que casi lo matan en París, donde era camionero y se había enredado con una
mina del jefe. Mientras hablaba de amenazas —frío— empujones y el filo de las
navajas Marquitos pregunta:
—¿Dónde
queda París, es lejos?
Se
quedó cortado. De a poco empezó a recordar cómo había hecho para llegar hasta
allá. Le contó lo pelado que nació y que en realidad seguía, que empezó a
trabajar en la obra con trece años mientras jugaba en inferiores de Nacional
donde llegó a tercera pero no a primera:
—De
ahí me fui a River —dijo mientras se le erizaba la piel—, jugué dos años en
primera.
Pero
solo con el fútbol no daba para vivir, eran otras épocas. Entre alguna changa
en la obra y lo que ahorraba de boleto con largas caminatas pudo comprar el
pasaje de ida a París. Nunca supo muy bien por qué, en esa época no conocía
mucho y además siempre fue muy terco. Se le metió París en la cabeza y se fue.
Le estaba contando que allá conoció a su compañera cuando sintió un aire frío
que le entró por la espalda y entendió que debía arrancar la vuelta a casa.
Pensando en lo difícil que es transmitir sentimientos le dio un abrazo fuerte
al muchacho, le dijo que se cuidara, le mandó un beso para la vieja y al loco
de Adrián, y que lo esperaba el jueves para seguir con la pelota y con la
historia.
En
el largo trayecto de vuelta sentado contra el vidrio húmedo, cansado, mirando
por mirar nomás se acordaba de sus chiquilines, no los que entrenó sino los
suyos, los que aunque no quisieran llevaban su sangre. ¡Mirá que eran duros
esos guachos! Duros como el pasamanos del que se estaba agarrando. Se aferró
con las dos manos. Levantó la mirada y fijó la vista en un perro muy pequeño
que hamacaba la cabeza asintiendo de un lado a otro acompañando el andar del
ómnibus. Ese balanceo le generaba de alguna manera inseguridad, lo hacía sentir
que algo no andaba bien. Entre dudas se preparó para bajar, esperó a que el
bondi frenara por completo y se dejó caer en la tierra de la vereda. Una vez
erguido prendió un cigarro y se sacó la boina para rascarse la cabeza con el
pucho entre los dedos. Largando el humo enfiló rumbo a casa. Sonrió de costado
pensando en dónde y qué andarían haciendo sus hijos, mirando la tele, cenando,
buscando alguna chiquilina o haciendo alguna cagada quizás.
Caminando
despacio relojeó las luces del bar y aunque ansiaba llegar, entró. Las luces
bajas, las paredes amarillas, el piso oscuro y el «Gallego» Santín que detrás
de la barra lo veía entrar mientras daba la espalda a una repisa con unas pocas
botellas y una copa de campeón de quién sabe qué. Cubriéndolo todo, una fina
capa de polvo. Sintiendo los pequeños ruidos del bar casi vacío y un tango
sonando bajo, tomó una caña sin hablar ni sacar la vista al vaso, moviéndolo
lento. Cuando pidió la segunda le dijo al «Gallego» que se sirviera también.
Bebieron en silencio mientras uno secaba los vasos y el otro lo miraba hacer
como tantas veces. Así terminaron y él empezó a acomodarse para marchar, cerró
la campera, pidió que anotaran las copas, dijo hasta luego y enfiló hacia la
salida. El «Gallego» Santín observaba su ritual en silencio, no le interesaba
en realidad pero aburrido terminó por preguntar:
—¿Y,
Mario? ¿Hay algún pibe que la mueva en el cuadro?
Al
escuchar aquella voz ronca, Mario detuvo sus pasos, respiró hondo y giró la
cabeza para contestar esa pregunta que ansiaba responder. Apuró las palabras y
luchando con la emoción dijo:
—No
sabés, hay uno…
Los
ojos húmedos escondiéndose buscaron la puerta y retomar su camino.
—Acordate
de este nombre, Marquitos Lamón, la va a romper, se va a poner la celeste ese
pibe…
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