Una horrible
sensación de paz nos invade conforme vemos caer cada vez más gente en torno a
nosotros. Nos volvemos completamente pasivos, y ya no devolvemos el golpe. Nos
convertimos en pacifistas de la guerra contra la muerte y le ofrecemos la otra
mejilla y a la primera persona que aparezca. De esto, de este agotamiento y
debilidad, extraen su capital las religiones.
Uno que se convierte en asesino de masas porque una enfermedad a
consecuencia de la cual murió la persona a la que más quería se vuelve curable
poco tiempo después de esa muerte.
Imagínate que a
todos les han quitado, como a
ti, las ilusiones, que nadie barrunta ningún Más Allá, que todo se acaba para
todos en el momento de la muerte, y que aquí, en todas partes y para siempre,
los hombres se han vuelto de
este mundo – ¿qué cambiaría
exactamente en su vida en común? ¿Serían menos o más emprendedores? ¿Más
astutos? ¿Más herméticos? ¿Les bastaría con ocultar sus maldades hasta el
último momento, aun sabiendo que luego, de un solo golpe, serán despojados de
todo? ¿O bien el recuerdo que dejen detrás de sí ocuparía por completo el lugar
de la vida ulterior? No creo que se pueda decidir esto con precisión, porque
los residuos de credulidad que permanecen en cada uno de nosotros contribuyen a
formar una opinión a este respecto; pero sí puedo imaginarme que el placer de
hacer el bien se transforme, en uno de esos incrédulos, en una verdadera
pasión, como si él mismo representase a una potencia suprema e iluminada y todo
lo que de ésta puede esperarse.
¿Será posible que su muerte me haya curado de los celos? Me he
vuelto más tolerante con las personas a las que quiero. Las vigilo menos. Les
concedo gustoso su libertad. Pienso para mí: haced esto, haced aquello, haced
lo que os divierta, siempre que viváis; haced, si es necesario, todo lo posible
contra mí, ofendedme, engañadme, ponedme a un lado, odiadme – yo no espero
nada, no quiero nada, tan sólo una cosa: que
viváis.
La parálisis entre muerte y muerte: ninguna palabra libre entre
medio, ningún paso libre. La parálisis más grave, esa esperanza sin esperanza
de que a pesar de todo la supere.
¡Oh, la comodidad de los creyentes que pueden disiparlo todo, que
pueden consolarse con la idea de un reencuentro que no les será concedido
nunca! ¡Lo que daría uno por vivir en ese mundo tranquilo y virtuoso en el que
los muertos sólo se han ido de viaje! En el que basta con llamar adecuadamente
para verlos y oírlos, al menos por un breve tiempo, antes de llegar del todo a
ellos. En el que se pueden enfadar con nosotros y conseguir así que los
calmemos; en el que pasan frío, hambre y sed y se preocupan por los deudos. Mi
anhelo de ese mundo de la fe es a veces tan intenso que no soy capaz de
concebir otra idea. Veo entonces las sombras de Odiseo y deseo que las mías se
encuentren entre ellas. Dibujo su imagen en el vacío y una hábil voz dice en
ese preciso instante: ¡Cree, y las tendrás cuando quieras! Pero es esta voz la
que me hace entrar en razón. No puedo comprar a mis muertos. No puedo permitir a nadie
que negocie entre ellos y yo. Si están cautivos,
que me lo hagan saber, y yo pondré todo mi empeño en liberarlos. Si están rendidos, todavía me queda
tiempo para dejarme llevar por esa misma terrible rendición/sumisión, y el
plazo que tengo hasta entonces, el plazo de la rebelión, es lo más valioso que
poseo. Si no están en ninguna
parte, no quiero ninguna ilusión engañosa en torno a ellos, allí acaban
para mí todas las mentiras y todas las ficciones, allí, y sólo allí, quiero la
verdad más pura.
Vacío en un local que hace unos momentos estaba lleno. Los niños
han desaparecido, sus voces han enmudecido. La fuerza repentina del reloj. Las
dos camareras que ahora acceden al poder; ya nadie les da órdenes, ellas han
salido vencedoras. Todo vacío de este tipo es tranquilizador y triste a la vez;
como si uno ocupara un sitio en el que la muerte no lo alcanza; como si ella
hubiera alcanzado a todos los demás.
Su letra, que es cada vez más valiosa cuanto menos legible; que
alcanza el valor máximo cuando ya no significa nada en absoluto. El miedo a que
se borre en el bolsillo. ¿Cuándo empieza algo a ser reliquia? ¿Cuándo temblamos
por el objeto más insignificante por el mero hecho de que un ser querido lo
tuviera en su mano? ¿Cuándo comenzamos a cuidarlo como lo mejor por lo que uno
pueda vivir, esto es, como a los propios vivos? No sé lo que se desplaza en ese
momento; lo que hemos de experimentar una y otra vez para tomárnoslo en serio;
lo que sólo podemos experimentar como algo singular; lo que no se aprende nunca
porque nunca se puede reconocer. Incluso en el objeto que podría quedar le
estamos diciendo a la muerte: ¡no, no! ¡Pero qué le importa a la muerte una vez
que ha conseguido su triunfo máximo, una vez que nos ha obligado a trasladar a
un simple objeto el amor por la persona que hemos perdido! Nunca sabremos si
existe una intención detrás de aquello que llamamos muerte; pero, si existe,
sólo puede ser la siguiente: rebajar y degradar lo vivo a mero objeto fútil, a
una huella que no es ni una millonésima parte de lo que habría podido ser el
viviente.
Un moribundo inmortal... ¿Qué si no es Jesucristo?
El fallecido nos
arranca de todos los vivientes, con tanto más intensidad cuanto más cercano es
a nosotros. No aguantamos las actitudes desbordantes de los vivos, las poses
que adoptan y que contraponen a la impotencia y al desamparo del fallecido, que
no nos abandonan nunca. Hay una injusticia bárbara en el hecho de que los vivos
asuman la herencia y pisoteen al muerto. Nos ponemos del lado de los caídos y
despreciamos a los vencedores. Es tan fácil desear la muerte a alguien y tan
difícil mantener a alguien con vida. El sentimiento cargado de parcialidad por
el fallecido se torna tan fuerte que todos los demás que participaban de la
misma carrera se encogen por el mero hecho de seguir con vida; y olvidamos que
cada uno de ellos, si hubiera sido el primero en perder la carrera, habría
cobrado la misma importancia para nosotros.
Tomado de El libro contra la
muerte (Editorial Galaxia Gutenberg, 2017).
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ELIAS CANETTI (Ruscuc, hoy Ruse, Bulgaria,
1905-Zurich, 1994). Escritor búlgaro en lengua alemana. De origen sefardita,
pasó su infancia y su juventud en diversas ciudades europeas. En Berlín entró
en contacto con las vanguardias literarias y escribió su primera y única novela,
Auto de fe (1935), parábola sobre la
oposición entre la cultura de masas y la dignidad individual. Enlazando con
esta preocupación, el clima creciente de totalitarismo se tradujo en una serie
de obras teatrales centradas en el abuso de poder y sus consecuencias sobre el
individuo. Alcanzó la celebridad a partir de 1960, año de la publicación del
ensayo antropológico Masa y poder, en
el que se manifiesta contrario a las teorías freudianas sobre la psicología de
masas. También alcanzaron un gran éxito sus memorias, sobre todo el primero de
sus tres volúmenes, titulado La lengua
absuelta (1977). En el año 1981 fue galardonado con el Premio Nobel de
Literatura.
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