Antes creía que las cucarachas sólo vivían detrás de los muebles
y entre los recovecos cochambrosos de las cocinas, ahora he aprendido que se acomodan
y se reproducen en cualquier ambiente, a pesar de que los entomólogos aseguran
que prefieren lugares oscuros y húmedos. Tengo dos bolsas, una en donde guardo mi monedero, mi
cepillo de dientes, mi lápiz labial y las llaves de mi apartamento, en la otra
llevo mis archivos, mi cuaderno de notas, mi diario y sobres repletos recibos y
cuentas por pagar.
Soy propensa a los clips, a las grapas, a las tarjetas, a
los folders, pero sobre todo al papel y a los cuadernos de cuadrícula chica.
No, nunca quise dedicarme a los archivos. El peso de mi bolsa me recuerda que tengo un trabajo pendiente,
que es necesario organizar los pensamientos por filias para evitar que se
vuelvan perecederos.
Me gusta el orden, pero cuando se trata de mi bolsa no me
interesa, es parte de mi interior, allí también tengo mis epitafios, ordenados de
acuerdo al tipo de fallecimiento, las frases célebres de mis autores favoritos
y el cuaderno de mis sueños, que ha sido el mismo desde que tenía quince años. No es pesimismo, tampoco la violencia e
inseguridad actual, es solamente lo imprevisible de los días.
Esta mañana encontré excremento de cucaracha en mi bolsa,
debe ser el papel que las atrae. Al mirar mis escritos con excremento de
cucaracha haciéndola de tilde y de punto sobre las íes no lo soporté. Una de
ellas vive entre los sueños que escribo.
Pasaron dos días sin ninguna anormalidad, mientras
desayunaba vi a la rubia meterse a mi bolsa con tanta familiaridad que supuse
que se había instalado entre mis cuadernos de cuadrícula desde hacía ya dos
meses que vino el exterminador. Ella fue
la única que dio con mi plan: espolvorear bórax en toda la cocina hasta crear
una nube blanca y contemplar como poco a poco el químico les carcomía las
entrañas hasta quedar sin vida.
La sobreviviente supo que el mejor refugio era mi bolsa
porque yo no sería capaz de hacerle eso a Virginia Woolf o a Anais Nin. Duró escondida toda la noche mientras hervía
los cadáveres que aún tenían un poco de movimiento para estar segura de que no
quedara ni un huevecillo, pero al parecer ella sobrevivió.
Tengo que tomar una decisión, todavía no he sido capaz de
vaciar mi bolsa para matarla, no quiero que los fragmentos de la Woolf y Nin se
conviertan en depósitos forenses. Otra opción sería sumergir la bolsa en agua
hirviendo dentro de la bañera y ver como se ahoga y se retuerce con sus
quemaduras de tercer grado. No me causaría ningún problema, los cuadernos los
pondría a secar y no tendría por qué manchar el final de mi sueño con esa
melcocha ámbar que brota de sus cuerpos al desmembrarlos, sin embargo, me he
detenido porque en algunas ocasiones escribí con grafito y temo que se
desvanezca. Será mejor esperar que la intrusa salga a conseguir viandas para
sus futuros críos y no la acusen de parricida.
Antes de aplastarla con la plancha me
gustaría hacerle algunas preguntas sobre la urbanización de sus predios, pero
sobre todo por su duelo porque mis escritos son el peor lugar para guardar
luto.
Las cucarachas pueden sobrevivir sin agua y comida por un
mes, la certeza de que esté viva no la tengo, quizás se le quedó atorada una
pata entre las grapas, o puede que presente signos de intoxicación, o
simplemente se decapitó en solidaridad para con sus homólogas. Como son muy inteligentes y para no levantar sospechas no
alteré mi rutina, me lavé los dientes, cepillé mi cabello y me puse crema en
las manos. Sin hacer ruido metí en mi bata de dormir una linterna de luz roja.
Me aseguré de cerrar la puerta con llave, apagué todas las luces y me senté en
la silla del comedor, permanecí inmóvil para no agitar el aire. Estaba
dispuesta a pasar noches, incluso meses en vela para deshacerme de la rubia.
Había buscado información en los manuales de exterminio y
no existía ningún método preciso para aniquilarlas y desafortunadamente, el
hombre aún no ha logrado domesticarlas. En realidad, no contaba con ninguna estrategia que me
facilitara su captura, lo que más temía era que hubiera más cápsulas de huevos
listas para eclosionar y que la rubia se hallara en reposo cambiando la
sintaxis de mis relatos para alimentar a sus vástagos con adjetivos y
sustantivos.
A la tercera noche de vigilia pensé que lo mejor que
podía hacer era deshacerme de la bolsa, salir de paseo y extraviarla de manera
voluntaria en algún cine que no contara con un departamento de objetos
perdidos, sin embargo, la idea de perder mi diario me daba fuerzas para
continuar con la búsqueda ya que no podía hacerme a la idea de prescindir del
registro de mis emociones y pensamientos del 23 de febrero al 6 de abril.
Consultar a un exterminador profesional podría ser la
solución, excepto que sus cuotas las calculan de acuerdo a los metros cúbicos
del espacio en donde se encuentra la infestación y mi bolsa apenas y medía 33
centímetros de base por veinte de altura y diez de ancho.
Finalmente decidí meter mi bolsa en una de plástico
transparente y extraje todo el aire con la aspiradora, así me aseguraba que
tendría sólo 45 minutos más de vida, su deceso sería por asfixia.
Puse su sepultura en el pasillo, lejos de mi vista, saqué
un cuaderno nuevo y continué escribiendo mi diario con la fecha del día
anterior. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que me quedé dormida sobre la
mesa. Cuando desperté alcancé a ver a la rubia y a sus hijos merodeando entre
mis lápices y su biografía.
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EDITH VILLANUEVA SILES. Nació en la ciudad de México.
Egresada de la Escuela de Escritores de México, SOGEM. En 1997 publicó su
primera novela Mi virginidad lleva acento. Ganó la beca del FONCA
de intercambio de residencias artísticas 2003. Ha colaborado con crónicas
en la Jornada semanal.
Actualmente reside en Nueva York.
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