UN NUEVO EMPIRISMO
A Guillermo
Carnero
La muerte no
existe.
Nadie existe
que haya vuelto del
pórtico frío
para
diseccionar
el latido hirviente de la
ausencia.
Sólo existe lo que
conocemos, las manos
tañen la luz,
los ojos se acuestan
sobre el océano,
el olvido sabe a música
proscrita,
tus labios hieden
a perfume de rosas maltrechas.
Eso que llamamos muerte
es la sangre de la vida.
Eso que llamamos muerte
es la inicua vida
acabándose,
acabándose,
pero nunca
su término.
Al cadáver le han brotado
enjambres de miel nueva,
en tu tumba el hortelano
lloró una primavera.
No existe el tiempo. La
materia se eterniza. Siempre
es aquí, en la pesadilla
del conocimiento.
Y si alguien se atreve a
respingar por falaces turbaciones,
háganle saber que la vida
es también una condena.
Sólo la vida existe:
En la carne vacía, en el
pozo del alma
sin fondo: Sólo la vida
existe.
A Martha
Lilia Tenorio
Necesitamos
que una voz inspirada nos recuerde que el planeta es azul, que el mundo es
hermoso, y que nos comunique el más que nunca imprescindible entusiasmo.
Robert
Jammes, “Góngora, poeta para nuestro siglo”
Un mar
cerniéndose, un fuego cerniéndose, pesado como el mar y leve como el mar, sin
dejar por ello de seguir siendo palabra: no pudo retenerlo y no debía hacerlo;
para él era inconcebiblemente inefable, pues estaba más allá del lenguaje.
Hermann
Broch, La muerte de Virgilio
La pluma aborta a mi pie,
hidrópico
de plata tierna,
el cetro eterno de la
poesía.
La huerta más se
entenebrece
que calado cristal en imagen estigia.
Dejaré latir, en esta
noche última,
el fanal de escrita miel,
campo de péndolas
en que sombra no lloraré.
Me resisto a soñar
como alteza funeraria de
alabastro
que infinitamente tasca
lóbrega espuma de abismos
nevados.
Mortaja mía el mayo sea,
no cortada grama mi calavera.
Yo no muero. Conmigo
muere el mar.
La sed no muere. Conmigo
muere la verdad.
Se moría como fénix del estuario,
la pena argentando de
Brindisi, delante
la quilla undosa del oro.
Nadie convidó su testamento,
como Nadie su Ítaca
soñando seguiría.
¿Quién quemaría la tinta
del laurel?
“Yo no muero. Conmigo
muere el mar,
los hechiceros que Sol me
nombraron,
ardorosa carroña de los
cuervos,
augurios embozados son de
luz
que deserta de su nombre:
la magia ya no escribe al
hombre.”
Y un pobre hombre escribiría,
volando el pie germanas
palizadas,
que toda muerte es hoy, o
tarde, o mal,
muerte de única verdad,
porque fuera de ti,
insepulta encina,
no existe la verdad.
Esas palabras son süaves
féretros
en que ahora anhelamos
revivir.
Huyo de la hoja
calcinante, olfateo
el incendio que llamamos
cielo, taño
las torturas de animales
ofrendados al petróleo
y me pregunto, en la
matanza del silencio,
si este mundo volvería a
olvidar a los poetas,
si este mundo leería su
verde sangre,
si este mundo al mundo
leería,
si este mundo es o sería.
Mejor callo. Canta el
silencio en la horca del ruïdo.
Cierro los ojos. La
ceguera es Medusa del corazón.
Mis orejas se derriten:
¿quién escucha a Dios?
Soñamos conocer de lo que
hablamos
y hablando callamos para
siempre,
la palabra es un Narciso
de pétalos de muerte.
No soy yo quien se quema,
es el mar:
su nombre devela apenas algo:
la Nada en su naufragio…
El presente nos borra,
su razón afásica de Verbo
descarnado,
sarcástica
hemorragia de armonía:
¡Podrá haber poetas pero
ya no habrá poesía!
Y que nadie
diga:
Quiero
volver a las comunes cosas:
el
agua, el pan, un cántaro, unas rosas…
PEDRO MARTÍN AGUILAR (Madrid, 1991). El autor ha vivido casi toda su vida en la
Ciudad de México. Es egresado de la Licenciatura en Lengua y Literaturas
Hispánicas de la Universidad Nacional Autónoma de México y Maestro en Letras
españolas por la misma institución. Se dedica a la investigación literaria de
la poesía de Luis de Góngora y a la lírica española de la segunda mitad del
siglo XX. Es profesor de poesía hispánica en la Universidad del Claustro de Sor
Juana, en la Ciudad de México.
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