Bécquer - Domingo/4:00 p.m.
—Soy un poeta —estaba frente a
un reflejo como de hombre que no es hombre, hablaba consigo mismo—. Parece que
el oficio de tocar entre las mesas de un restaurant como el Impala o el
Pistache sobre la Boulevard no es tan diferente a la métrica que acentúa mis
canciones. Y la verdad es que si te miras a un espejo acabas esperando mucho
como para usar una de esas guayaberas hasta cumplir los dieciocho años;
estupideces. Te ves estúpido. Mírate. No. Así no debe ser. Eres un poeta. Debo
dejarlo más claro: me presento, soy poeta, aunque quisiera confesarte que
escucho la libre y no tan libre música jazz en los Helados Colón siempre que
don Chucho enciende su gramófono antiguo y me enseña lo que fue la ciudad de
antaño. Admito que soy admirador de Miles Davis pero también le doy a la
cantada popular y soy dulce de yuca o de nance, como también podría ser
pastelito de camote para dulcificar las pintas de casa, y cacahuate salado para
los sándwiches de Oxxo o 7eleven. Uno debe mantener el estómago lleno. En todo
caso —y aquí entraría la pregunta—: ¿cuál es tu cantante favorito de la música
regional?
El mío
es Guty Cárdenas.
Conocí a
Ojos tristes un domingo mientras inauguraba las primeras fugas de casa.
Enseguida me volví como un raro niñete kitsch que no ha tenido ningún cariño,
ninguna caricia ajena y, si sobra expresarlo al mundo, me pude enamorar en un
instante de alguna manera ridículamente posible. Las ruedas de bicicleta
vintage, de a quince la hora sobre la Boulevard, nos hicieron conocerla en un
paro de urgencia sobre la fuente de Texcoco atrás del Monumento Patria. Primero
miramos a los anti-tauromaquias hacer su performance conmemorativo para que las
calesas dejasen de sobreexplotar a los potros del Centro Histórico. Sin hacer
mucho caso de lo que me rodeaba leía algunos versos de Sabines, por aquello de
que a papá le descubrieron su lado Chiapas hace unos meses. Atrás, en la
fuente, Ojos tristes varada con unas botas negras y unos leggins rotos; se
figuraba como la Gioconda en un close-up daguerrotipo, y sus piernas eran algo
emo y emotiva; con sus audífonos, íntegros, acomodados entre oreja y pelo,
emanaba una madurez para decirle a todos: “¡aléjate, raboverde!”.
Tenía
que mantener la ignorancia a flote. Arrojé el poemario a la fuente. Conseguiría
su número. “Hola, soy poeta y también tengo una banda de jazz”, le dije, luego
se me acordó que no podía tocar ningún instrumento porque según mamá era
disléxico desde el kinder y no tenía tantos amigos en la escuela, mucho menos
en el barrio. Sobre la música en mí, afirmo: en casa sólo se escuchaba trova y
no había más que una radio de cassettes compactos que nadie se atrevía a tirar
porque, se supone, era herencia del abuelo.
Cuando
la abuela René me presentó al Tío Cosme, también me dieron ganas de ser músico;
yo era arrítmico y tenía los dedos más tiesos de la historia humana. El Tío me
regaló una guitarra purépecha. Nomás con eso se aprende cuando no hay para el
pan. No me gustaba el color de la tarrita, son las más baratas en el mercado y
las cuerdas se le desafinan al instante. Algo es algo. Cerca de una mata de
naranja agria me enseñó los primeros acordes y los primeros versos; me dijo:
“¡somos poetas!”. Hasta ese momento yo no sabía la carga que significaba ser de
esa clase de hombres —poetas— y me la creí de a mucho.
—Soy un
poeta —volvió a decirse frente al cristal. Han pasado dos semanas y es el día
de la cita—. Mejor me guardo el discurso y comienzo improvisar, a lo trovador
de veras, como dice el Flaco de oro. ¿En dónde estarán esos cabrones? Le dije
que sea puntual. Pinche Memo, ojalá haya conseguido al bataco.
Chita - Domingo/4:15 p.m.
En una banca frente a las Casas
Gemelas, de cabeza y con los calcetines en las sandalias, Memo se hallaba
moviendo el swing a contratiempo y esperaba a su amigo Chita; enfoquemos al
animal: un prodigioso músico, hijo de un músico, nieto de otro músico salido
del Conservatorio Nacional. Llegaron a la provincia para sacarle las monedas al
cochino, abriendo escuelas por doquier de a mil pesos la semana y unos insultos
mediocres como mediocre es la plusvalía por cada alumno solfista. Le dicen
Chita porque su madre es una antropóloga aficionada a los problemas sociales de
África. Sin embargo, él adoptó su nombre singular por la rapidez con que toca
la batería. Se graduó del CEMUS antes de los trece; fábrica de los
Mozart-express. Usa cinta aislante para cubrirse los dedos y fuma de la verde,
pues los fines de semana ensayaba a escondidas con un grupo de reggae que
lograba hacerlo sentir un Bob Marley. Memo fue por él un viernes a la
medianoche; sabía que el Chita estaba más allá que pa’ acá. Aquella invitación
era lo mejor que pudo haberle sucedido.
—El
Bécquer busca un bataco para formar una Cool Jazz Band. ¿Le entras? —Memo sabía que el jazz
importaba un pito en la sociedad contemporánea y que pocos eran los aficionados
como el Chita.
—Si
logras convencer al viejo, te digo que sí —le respondió a Memo, que tampoco era
de un temperamento estable—. Acepto si me dejas hacer mi papel de Joe Morello
en las tocadas. Y, claro, tú sabes, me dejas fumar mota.
La
versión de un Take five ejecutado profesionalmente hacía ignorar los “géneros
pendejos”. Chita mantuvo esa idea en cada segundo de su vida. No sirve para él
una música under de oscuros metales, arañados, de una garganta coca o heroína.
La música dejó de ser un oficio divertido desde los seis años cuando su padre
lo encerró con un piano de cola y jugaban a copiar partituras completas de los
conciertos de Bach por obligación a la disciplina heredada.
El Chita
le dice sí a todo. Su furia dejó caerlo en la batería, así lograba olvidarse de
las lecciones 24/7 y los conciertos de cumbia a los que su papá lo enviaba para
ganarse un billete de quinientos. Su padre creía enteramente que él se
convertiría en un director de orquesta o un político para financiar las plazas
sindicales de la Filarmónica Típica del Estado.
Y llegó
corriendo.
—¡Vámonos,
Memo!
—¿Y tu
padre?
—¡A la
verga! Hay una ciudad que necesita oírnos.
—¿Memo, eres tú? —llamó Bécquer—. Soy el de la secundaria estatal Urzaiz Rodríguez —del otro lado del teléfono el amigo joven freestyle se tomaba un trago de José Cuervo, era su costumbre: embriagarse a la hora muerta y releer partituras del Mingus Ah Um—. Soy el poeta.
—Pinche
Bécquer, ya te iba a mentar la madre. ¿Qué quieres, güey?
—¿Te
acuerdas del gran sueño?, ¿aquel de la Minton’s playhouse en Mérida? —Memo era
sobrino del Violonchelista por excelencia de la región. Dicen que le nombraron
“Don Cellini, The Major God”, por su enorme talento nato. En un ataque de
alcoholismo y de pobreza, no pudo comprarse las cuerdas de un Stradivarius para
un concierto que le prometía una beca completa en Nueva York. El Major God
decidió dedicarse a bolear zapatos frente a la catedral, recibiendo entrevistas
de noticieros nacionales con frecuencia; y él, rechazándolos y diciéndoles:
“¡putos italianos, maricones, esto es México, por favor quítense de la Orquesta
del Estado!”, se contentaba la pochera de music hall sonriéndoles
hipócritamente. Al llegar a casa se dedicaba completamente al estudio musical
de su sobrino para enmendar sus errores —después de que en un accidente de
tránsito murieran los padres del niño sobre el periférico de la ciudad por
culpa de un camión urbano pesetero—; derramaba el talento de sobra que se le
había arrugado en las manos y se empeñaba en enseñarle la dura disciplina, a
crear un monstruo de la improvisación inalcanzable, a interrumpir las horas de
juego con interminables lecturas sincopadas: “tú solventarás mis fracasos, Memo,
¡órale, a practicar!”. Antes de comenzar le ensartaba un sorbo de alcohol en la
boca; quizá por eso siempre llegaba borracho a la escuela y tenía problemas por
romperle su instrumento a los niños de la Orquesta Estudiantil.
—Acepto,
Bécquer, nomás te digo que si es una Yoko Ono, le paramos a la jugada y
seguimos con lo nuestro.
—No lo
olvides. Domingo. Cuatro en punto. En la Montejo, frente al Monumento Patria a
donde van los chairos. De ahí nos trasladamos a La Quilla. Consígueme a un
bataco, eso nos hace falta.
—¿Y el
sax?
—Ya
contacté a uno por el Facebook. Le apodan “Ligerito Rodríguez”.
—Tiene
que ser maricón, a eso me suena —bajo la hamaca, botellas de alcohol y negros
vinilos resaltaban las obsesiones más queridas del Memo; finalmente, las ganas
de ahogar penas y pesares se fueron. Atrás de la puerta se derrumbó un Don
Cellini con la escopeta en mano; apuntaba directamente hacia la nuca de su
sobrino.
—¡Órale,
cabrón! ¡Póngase a estudiar!
Ojos tristes - Domingo/4:30 p.m.
– Lunes/00:00 a.m.
—Llegas tarde, Memolonga,
dijimos a las cuatro en punto.
—Esperaba
al Chita, no te me alteres. Chita: El Bécquer. Bécquer: El Chita. Ahora que se
conocen, presúmenos, ¿en dónde está la güerita?
—Está
por llegar. Hoy no tocaremos, es noche de música indie, creo. El plan es que
nos presentemos como grupo —dijo Bécquer, que con los nervios doblegados inició
a contemplar como halcón a Ojos tristes que llegaba desde el fondo con los
audífonos bien puestos; venía como se lo esperaba, tan soñada, tan única.
—No
mames, Bécquer, se parece a Mon Laferte.
—Cállate
Chita, vas a agüitar al Bécquer; debe ser una de esas cantantes guturales de
metal.
Ojos
tristes caminó por una línea de concreto sobre la escarpa de la avenida. Para
Bécquer esto hizo que se acentuara más su figura. Las hojas caían sobre su pelo
y se anudaban entre los audífonos. Como equilibrista, mantenía su andar de
modelo en pasarela, pero desde el principio de su cuerpo que no se conocía ni
se acertaba, era común tener unas ganas inmensas de tatuarse ese su nombre
irreconocible; tener en la espalda una marca indeleble de su misterioso color
negro. Al llegar y presentarse fue un hecho, era una cantante de metal que
gustaba escucharse a sí misma entre bandas de La Quilla: un lugar de toquines
independientes para músicos guturales amateurs. Quién lo diría.
Un poco
más tarde, en el camión, los labios hinchados de Ojos tristes se quedaron en
Bécquer, quien estaba incluso más nervioso que antes. “Hoy canto, algo así como
a la Here Comes The Kraken!”, nadie dijo nada porque nadie sabía qué mierda era
eso.
Cuando
llegaron a La Quilla se dieron cuenta, todos vestían de negro y hacían un slam
lleno de golpes. Lo que más excitó al Bécquer fue verla entrar a ese derrumbe
de sudores y danza ritualista de secta haciendo invocación al diablo. “¿Qué
verga hacemos aquí?”, se preguntaron todos, pero el Bécquer decidió tomarse un
pulque en chinga para olvidarse de que, el próximo mes, Ojos tristes iba fingir
que le gustaba la música jazz e iría a verlos a una competencia de bandas sin
género, enfrentándose, tal vez, al estilo que acababan de conocer en serio y
que no tenía nada que ver con el Kind of Blue de Miles Davis ni mucho menos a
los suaves vals de Guty Cárdenas.
Ligerito Rodríguez - Lunes/1:00
a.m.
Se fueron de La Quilla porque a
Bécquer se le subieron las tripas después de entrar a los tanques de marihuana.
De a poquito y cojeando, el lomo de Chita y los hombros de Ojos tristes,
tuvieron que cargar el cuerpo de un poeta crucificado; con Memo de guarda,
caminaron hasta la Catedral. No hubo suerte. La plaza seguía llena y, en la
explanada de San Idelfonso, el poeta se les vomitó sobre las luces del suelo.
La luz de la iglesia franciscana iluminó: los fracasos de fosa en la cara de
Bécquer y los anhelos rotos de Chita por tener una banda de jazz. Derrotados
por el calor de la noche, sentaron al hombre muerto. Ojitos prendió una
luciérnaga sabor melón y decepcionada dijo: “no tienen una banda de jazz,
¿verdad?” Memo titubeó y se mordió las uñas, empujó al Chita.
Del otro
lado de la calle, retumbó como de una versión remasterizada, el Blue Train de
John Coltrane, y apareció: pedía dinero en las mesas de sopa de lima y tortas
de asado con queso, vestía con sombrerito jipijapa y unos converse de suela
abierta.
—Es él,
muchachos. Es Ligerito Rodríguez, ¡coño, miren nomás al cabrón! —había revivido
Bécquer, para dar esperanza al grupo, para señalar al maestro. Era un
saxofonista bohemio de las calles.
—Lo veo
—dijo Chita con las pupilas dilatadas—. Es un maldito, un prodigioso y
vagabundo jazzero de manos ágiles, de nueva gran estafa por melodía, y es algo
tan parecido al hijo de Bird, el pájaro Parker invocando al bebop bajo la luz
de una luna, tocando a orillas de Harlem e improvisando notas de cuna para
Shakespeare.
—No seas
mamón. Creo que tengo un orgasmo en los oídos —remató Memo, con sus ojos
entrecerrados y siguiendo el compás imposible.
Ligerito
Rodríguez es hijo del señor doctor Cantinas, cliente frecuente en el Cardenales
Club y músico cubano en La Negrita los sábados. El señor doctor Cantinas fue
más bien un menonita rebelde exiliado y que presumió su overol y la camisa
siempre-a-cuadros frente a la barra. Ahora vive en el norte de la ciudad por
City Center y el Club Campestre Deluxe. El apodo es por su garganta tequilera y
de espino de henequén. Ligerito Rodríguez es también hijo de una cubanita que
hacía críticas cinematográficas de Fidel Castro y unos mangos de Caín
pudriéndose. Sus padres se conocieron cuando el menonita sudó el carnaval
caníbal de La Habana, en un viaje que hizo desde el puerto de Sisal. Su primer
instrumento fue el nylon de un empaque de sabritas clásicas de contrabando y un
peine soplador de plástico chino.
Las
clases de solfeo fueron las de su madre recién mexicanizada y libre del
comunismo, las lecciones en el sax eran de Alto Cedro e iba a Macané para ir
hasta la Buenavista Social Club con su compadre el Compay Segundo al compás de
un son chan chan y una pena del Junica en el puerto de Progreso, para toparse
por fin con la Blanquita, la Mérida de los pájaros chifladores a pleno
atardecer/pueblo antiguo, ciudad T’Hó, prometida capital de la cultura.
Un
domingo, en su octavo cumpleaños, llevaron al niño Rodríguez a conocer el
Mcdonald's de la ciudad. A través de la ventana, un snowbird vagabundo
embarbado se desvivía con otro ritmo, un tono desconocido, extraño,
inalcanzable, y lo sintió familiar. Era un Round Midnight, era un tipo de amor
musical a primera vista.
—Buenas
noches, señor, soy Luis.
—Evening,
cuate, ¿qué se le ofrece? —El hombre bajó un momento el sax oxidado con el que
tocaba y se limpió la saliva con mucha normalidad.
—Mi
hijo quería acercarse a escucharlo tocar —dijo su madre.
—Thank
you, my kiddo! Con-sejo: decimos adiós, pero nada nos quita… —al extranjero
jubilado se le olvidó cómo decir corazón, por ese motivo se tuvo el sax pegado
al pecho y extendió su mano esperando recibir una moneda. Su madre miró en el
niño los óvalos de su pupila dilatándose, como flotando, y como que era de
verdad: la imagen de un músico de calle nocturna se le había estampado en su
cajita feliz esa noche.
—PUTA
madre, tocas chingón, eres una… —decía el Memo, que hasta le dio el resto de
las luciérnagas de melón como ofrenda.
—No
fumo, gracias —dijo Ligerito, pues sus pulmones eran el aparato de su oficio
bohemio. Caminaron hasta el inicio del remate de la Montejo y hablaron de las
bandas locales y su moda indie sintetizada y progresiva; entraron a un Oxxo
para comprarle un café al Bécquer.
—¿Y cómo
se llaman? —preguntó Ojos tristes.
—Poeta,
está preguntando que cómo nos llamamos —murmuró Memo, que giraba la vista hacia
las bebidas alcohólicas para decir un nombre de pila provisional; en su
desesperación alzó la voz para decir—: Vodka Beethoven.
—Ah, ok.
¿Y no les parece que es un nombre como neoliberalista? —opinó Ojitos. Desde
luego sabía que mentían y esperaba que dejaran de comportarse como imbéciles.
También no dejó de mirar a Chita, que asombrado, no podía dejar de inventarse
las soluciones para que Bécquer dejara de vomitar.
—Ahora
que te vas a poner chaira, Miss Monroe, dinos una de tus magnificas opciones
para el nombre del grupo —dijo Memo, harto de las tambaleadas del Bécquer.
Sentados
todos en una banca pensaron: el nombre debía de ser emblemático, descarado.
Entonces miraron hacia el edificio más porfiriano de la ciudad. Como de
epifanía, de mandamiento de Dios escrito sobre roca, y en un aviso turístico
para los extranjeros: Montejo Boulevard era su nombre: escúchese la pista 37 de
su guía turística en voz de Jorge/Loquendo.
Ensambles
En un cartelito de la Telcel se
anunció el concurso de bandas: ¡Rescate de géneros, nuevos talentos! El ganador
abriría el concierto de The Killers en el Auditorio Nacional.
—Qué
pendejada —dijo Bécquer—. ¿No conoces a alguien que pueda darnos nuestro debut
como banda independiente?
—Claro
que sí, está Xibalbá, es amigo de un amigo, es amigo de todos —dijo Chita, que
no tardó en sacar el teléfono y conseguir un toquín en La Quilla—. Tenemos dos
meses muchachos, a trabajar.
En el
segundo piso abandonado del Bécquer pegaron con kola loka la fotografía de
Louis Armstrong y le prendieron una veladora. Fumaron y se pusieron a ensayar.
—¿Y
quién va a cantar? —preguntó Bécquer.
—Pues
tú, no jodas —afirmaron todos, y Chita lo convenció—: tienes la voz de Frank
Sinatra en sus años de mayate en el Acapulco Golden.
Las
noches fueron contratiempos de a ¾: el swing de Chita en la bataca, el chan
chan de los solos de Ligerito en el sax, un bajo salvaje en los dedos del Memo
y la voz al itálico modo del Bécquer. Al principio estaban rancios, pero
después de mucho embriagarse, de fumarse y de tocarse todo lo que necesitaban,
no les bastó nada más que el vivir de ellos y de su música.
—Nosotros
somos Montejo Boulevard y ésta rola nos la plagiamos de una versión desconocida
del Time Out —dijo Bécquer, ahora con look bohemio y hippioso.
Todos
los gargantúas no se movieron porque el swing no les cabía en los oídos. Mejor
bienvenidos serían en el Café Chocolate. Ligerito lo supuso. Sin embargo,
hicieron ambiente como de elevador en las plazas comerciales y pusieron a todos
a fumarse de la chronic tropical y de la oaxaqueña recién llegada.
En pleno
ambiente swing entró Ojitos y los miró desde la entrada junto a Xibalbá.
—¿Ya
viste, poeta? Ese cabrón se parece a Tankian —dijo Memo antes de tocar la
última rola.
—¿A
quién?
—El de
Sytem of a Down, mira su barba, es como un cabrito.
Cuando
bajaron del escenario, Xibalbá los recibió y les propuso una nueva noche
beatnik para amantes del jazz como ellos. Les recomendó quitarse ese outfit de
popero drogadicto y presentarse como verdaderos jazzistas; después de todo,
logró convencerlos para entrar al concurso y pensar en el primer álbum del
renacimiento jazzístico de la historia meridana en décadas.
En más
noches de ensayos, mientras planeaban el robo de un carrito del supermercado
para el video de su primer sencillo, la Ojos tristes comenzó a atragantarse con
el Bécquer. Era un sueño cumplido. Después de todo, el objetivo estaba hecho.
Era verdad, Ojitos era una metalera chida. Leían poemas de una antigua edición
de Tarumba después de tener sexo hasta el punto de tomarse una foto replicada
del mismo Sabines y Chepita o de Lennon y Yoko. Analogías casuales del mundo
artístico. La vida de músico no da para dos pasiones carnales. Por eso, en la
primera noche beatnik de La Quilla, después del After, Bécquer descubrió a la
Ojitos metiéndose coca y cogiéndose a Xibalbá.
—No la
mereces, concéntrate en el concurso, falta una semana —Ligerito se lo dejaba
claro seriamente, mientras se repartían peyote y pedazos de pizza; continuó—:
¿te digo algo? Debemos dedicarnos a la vida de músico el resto del tiempo que
nos queda. Estudiar en la veracruzana. Imagínate.
—Hoy
mismo le diré a mis padres —declaró el Bécquer, asegurándose una vida de perro,
o no. Porque fue el único que esa noche pudo enfrentar al lugar de sacrificio,
la mesa de comida con su padre y madre al frente:
—Voy a
ser músico —declaró Bécquer. Y explotaron unas fosas de alambre de la boca
repleta de huevos estrellados y de tortillas. Pues esta época, escuchó del
sermón, es demasiado miserable como para ser un sucio vagabundo. Esa noche soñó
con el Monumento Patria rebosado de partituras y él en calzones postrado como
iguana en piedra.
Y helos
aquí. Esperando su turno en el backstage del Rock Campeonato Telcel. Esperan
con trajes de nervios. Chita no está y la banda no puede subir sin bataco.
Después del After
—Mi nombre es Adolfo —dijo y, en
un plano americano saludando, estaba Bécquer sobre las escaleras del Monumento
Patria hecho hombre de barbas y arrugas. La señorita reportera local vestía con
una falda azuloscuro y anolaba sus Tic tacs Oranges—. He puesto la música
regional en la cumbre —recalcaba— y era el único visionario conciliatorio de la
quinta etapa de la composición jazzística experimental del Sureste—. El Poeta
se percató de la señorita y de sus pupilas que se dilataban casi como a Ojos
tristes; retrocedía entonces, y era como cuando se le expandían las ideas
hermosas virginales de su juventud.
—Y ahora
que ha vuelto a la ciudad, ¿es usted, señor Poeta, un representante de la
música yucateca a nivel nacional e internacional? —le preguntaban, pero el
juego de respuestas se hundía para Bécquer hasta donde no alcanzaba la vista;
de esta forma, la avenida se hizo aún más larga y, como contándose los años en
retroceso, él también se redujo a casi todo.
En el
McCarthy’s, Montejo Boulevard abría su homenaje con el Moanin’ de Art Blakey y
los Mensajeros del Jazz. Ahora ya sin Chita, tocaban para los mediacosabonita y algunos hijosdepapi. Todo daba igual, nadie
sabía qué clase de música sublime les entraba por el oído. Así como se
interiorizaba, así se les salía de los audífonos y terminaban escuchando alguna
escala de salsa colombiana o en el peor de los casos un remix de Come Together
en bachata, cumbia o reggetón, en donde la palabra Coca-cola retumbaba aún más
que la voz de John Lennon.
—Cuando
me muera, Bécquer —le dijo Memo atrás de la barra, cuando todos se habían ido y
escuchaban Imagine a escondidas—, quiero que me entierren en el Monumento
Patria.
—Promesa
—le contestó. Era indudable, no era el único que deseaba enterrarse sobre la
Montejo; al fin de cuentas era una manera afrancesada de soñar con la muerte—.
Me dieron resultados —le confesó— me voy de la ciudad.
—¿Y qué
pasará con Ojotes Tristes? —preguntó Ligerito, que dormía sobre restos de papa
y colillas, y que apenas escuchó lo de Bécquer soltó algunas lágrimas de
nostalgia premeditada.
—Estará
bien. Ya no me necesita.
—¡Quién
cómo tú, mi Bécquer! Siempre supe que tú sí te ibas a convertir en Poeta.
Apenas
puso un pie en Mérida, lo primero que hizo fue llamarle a Memo. Nunca contestó.
Decidió ir al Impala para tragarse un Club Sándwich. Mientras masticaba el
tercer bocado, no se engañó a sí mismo, era Ligerito Rodríguez cargado por un
par de huesos y una camisa hawaiana con una figurita bordada de Bob Esponja en
la espalda. Tocaba mejor que nunca el sax. El óxido también le cubría parte de
su cuerpo y era un hombre derribado por los años bohemios. Sin embargo, sus
movimientos en las manos eran incluso más bailarines, más equilibristas sobre
motocicleta que antes. En la cumbre del reencuentro estuvo Ligerito sorbiendo
persistentemente el café escaso, sus dientes amarillos sacudían los rastros de
mosca y las canas de lobo Alaska despeinaban unos meses de renta sin pagar.
—Tienen
un hijo... Yo fui su maestro de sax hace cinco años —dijo, contento de volver a
conversar con un viejo hermano—; y lo de Memo fue lamentable. Lo peor es que su
familia tiene los restos en su casa, está sobre una grabadora que reproduce los
hosannas del coro católico más espantoso que te puedas imaginar.
—¿Te
acuerdas que al Memo siempre se le ocurrió grabar ese videoclip sobre la
Boulevard? —recordó gloriosamente Bécquer, y soltó los años de coraje entre el
primer enjambre y el olvido de un joven-amor-rencoroso-e-inmaduro. Entonces, en
un arranque de apuestas sin motivo y en los restos de inocencia que le
sobraba—: ¡vamos por él, Rodríguez!, ¡vamos por él!
Frente a
la cámara, Bécquer ha dejado de responder. Frente a los años dorados encima, se
expandió el sueño de encueradas hojas en blanco y un cuerpo desnudo al sol. En
paralelo, empezó a sentir que todo le debe al Montejo Boulevard, absolutamente
todo. Parecía que acababa de tragarse una mentira. De pronto sobre el paseo de
Montejo surgieron: Ojos tristes, al volante; Chita, en guayabera verde limón; y
atrás Ligerito, alzando la caja de Memo y con todos los instrumentos achocados.
Sobre
una Chevrolet y con la promesa impertinente se fueron dentro de la oscuridad de
los faroles en la avenida. Se hizo de noche y los restos de su amigo empezaron
a silenciarse a lo John Cage y un pentagrama fue alejándose en medio de toda la
verdadera Montejo Boulevard, echando en sus bordes las cenizas de su joven
incredulidad con las ansias de llegar a ser músico.
DANIEL SIBAJA (Mérida, Yucatán, 1997). Es alumno de la Licenciatura de Literatura Latinoamericana en la Universidad Autónoma de Yucatán. Egresado del Centro de Educación Artística “Ermilo Abreu Gómez” en el área de Letras. Ha publicado en diversos medios digitales e impresos. Ganador del Concurso de Cuento Breve de la 6° Feria Nacional del Libro INBA-CEDART 2015. Becario del PECDA Jóvenes Creadores en la categoría de cuento (2017-2018) y del Festival Cultural Interfaz 2018. Forma parte del Consejo Editorial de “Bistró. Revista Bimestral de Poesía y del Centro de Experimentación Literaria”. Por decisión unánime, las jurados de la Convocatoria a Primer Edición de La Comuna Girondo eligieron a Montejo Boulevard, para su edición en esta fondo editorial.
1 Comentarios
"Montejo Boulevard" es un cuento que se ve seriamente un poco afectado por el uso excesivo de galimatías. El autor parece haberse esforzado tanto en complicar el lenguaje que la historia pierde un poco de coherencia y claridad, mezclada con el excesivo uso de coloquialismos en sus dialogos, y si, naturalmente hablamos de una historia, pero todo se reduce en algo tan vivencial y propio que no me da la oportunidad de identificarme.
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