En Afganistán a veces los hermanos no saben que lo son por asuntos de prejuicio y discriminación sociales. En su primera novela, intitulada Cometas en el cielo (llevada al cine en 2007 por Marc Forster), Khaled Hosseini, nacido en Kabul en 1965 pero aposentado en Estados Unidos desde 1980, trata sobre esta compleja y envilecida realidad: el hondo contraste de las cunas aunque la semilla haya provenido de la misma fuente paterna: la mujer, y todavía lo sigue siendo, es un mero objeto de ornato, dimensionado de acuerdo a la clase a la que se pertenezca: un pobre ahí lo va a ser toda la vida, sin ninguna posibilidad de ascensión.
El tema es interminable, pues ofrece un abanico infinito de variaciones. El propio Hosseini, seguramente cargado de recuerdos vivos y quemantes, lo sabe muy bien. De ahí que en su segundo libro: Mil soles espléndidos (Ediciones Salamandra, 2008), vuelva angustiosamente a referirse a estas indignas cuestiones.
Es la historia de dos mujeres: Mariam y Laila, la primera 19 años mayor que la segunda, con la desventaja, la primera, de no haber sido hija de una de las tres esposas de Yalil, su padre, sino producto de una enfebrecida noche con la sirvienta, Nana, que fue por supuesto despedida cuando la evidencia se hizo demasiado visible. Mariam tenía cinco años cuando escuchó la palabra harami. Fue después de haber roto, sin querer, el tarro de azúcar que su madre conservaba de la abuela de Mariam.
Nana “enrojeció y el labio superior empezó a temblarle, y sus ojos, tanto el perezoso como el bueno, se clavaron en Mariam, fijos, sin pestañear. Parecía tan furiosa que Mariam temió que el yinn volviera a apoderarse del cuerpo de su madre”. Mas sus ataques no aparecieron esa vez, sólo agarró a la niña por las muñecas, la atrajo hacia sí y con los dientes apretados le dijo: “Eres una harami torpe. Ésta es mi recompensa por todo lo que he tenido que soportar. Una harami torpe que rompe reliquias”.
Mariam no lo entendió entonces, dice Hosseini, ya que no sabía lo que significaba la palabra harami: “bastarda”. Tampoco tenía edad suficiente “para reconocer la injusticia, para pensar que los culpables son quienes engendran a la harami, no la harami, cuyo único pecado consiste en haber nacido. Pero, por el modo en que Nana pronunció la palabra, Mariam dedujo que ser una harami era algo malo, aborrecible, como un insecto, como las cucarachas que correteaban por el kolba y su madre andaba siempre maldiciendo y echando a escobazos”.
Por supuesto, más tarde captaría el sentido exacto del término, entendió que “una harami era algo no deseado”. Por lo tanto, ella era “una persona ilegítima que jamás tendría derecho legítimo a las cosas que disfrutaban otros, cosas como el amor, la familia, el hogar, la aceptación”.
Laila, en cambio, es fruto de un matrimonio oficializado. La Niña Revolucionaria. Así le decían “porque había nacido la noche del golpe de abril de 1978”. Con una madre amargada que ya no soportaba a su padre y entristecida por la muerte de sus dos hijos en la guerra contra la Unión Soviética, vivía prácticamente acostada en la cama sin hacer nada, desinteresándose incluso de ir por Laila a la escuela. ¡Y pensar que “hubo una época en que el carácter olvidadizo y la ineptitud de su marido también a ella le habían resultado encantadores!”
El paso del tiempo todo lo revierte, sin embargo.
Y la casa de Laila, antes de que por fin la madre se decidiera abandonar Afganistán, era un hogar sin corazón. El único consuelo de la muchacha, su amigo Tariq -quien “tuvo la suerte” de haber perdido sólo una pierna cuando tenía cinco años, en 1981, en Gazni por una mina antipersona-, de quien estaba enamorada, se iba con sus padres del país rumbo a Pakistán en busca de una mejor vida. Con él hablaba de todas las cosas, como con su adorado padre, quien le explicaba los complejos contornos del mundo.
-Para mí, todo eso de que yo soy tayiko y tú eres pastún y él es hazara y ella es uzbeka -decía babi, su padre- no son más que tonterías, y muy peligrosas, por cierto. Todos somos afganos, y eso es lo que debería importarnos. Pero cuando un grupo gobierna a los demás durante tanto tiempo... hay desprecio, rivalidades. Las hay ahora. Siempre las ha habido.
Quizás por eso la sentencia favorita de babi era una cruel paradoja: “El único enemigo al que un afgano no puede derrotar es a sí mismo”. Y mientras discutían qué raza era superior de entre todas las habidas en Afganistán (en este punto los talibanes exhibieron ser por lo menos los más feroces misántropos y misóginos, como se puede apreciar en el catálogo ordenado de su política transcrita en el párrafo siguiente), la gente padecía enfermedades, injusticias, crueldades, abominaciones de diversa índole, como las perpetradas contra las mujeres, para quienes el grupo en el poder había lanzado una advertencia innombrada bajo estos lapidarios incisos, según consigna Hosseini:
* Permanecerán en sus casas. No es decente que las mujeres vaguen por las calles. Si salen, deberán ir acompañadas de un mahram, un pariente masculino. Si se las descubre solas en las calles, serán azotadas y enviadas a casa.
* No mostrarán el rostro bajo ninguna circunstancia. Irán cubiertas con el burka cuando salgan a la calle. Si no lo hacen, serán azotadas.
* Se prohíben los cosméticos.
* Se prohíben las joyas.
* No llevarán ropa seductora.
* No hablarán a menos que se les dirija la palabra.
* No mirarán a los hombres a los ojos.
* No reirán en público. Si lo hacen, serán azotadas.
* No se pintarán las uñas. Si lo hacen, se les cortará un dedo.
* Se prohíbe a las niñas asistir a la escuela. Todas las escuelas para niñas quedan clausuradas.
* Se prohíbe trabajar a las mujeres.
* Si se les halla culpables de adulterio serán lapidadas.
* Escuchen. Escuchen atentamente. Obedezcan.
Ante tal escalofriante catálogo de procedimientos (absolutamente real, no ficticio aunque esté incorporado a una novela), Hosseini arma su historia de modo que tanto la harami Mariam como la legítima Laila padezcan el mismo calvario de la voracidad masculina.
La primera es obligada a casarse con el zapatero Rashid por las tres esposas de Yalil para deshacerse con prontitud de ella, pues su padre la acogió luego del suicidio de su madre, que no soportó que su hija se atreviera a abandonarla una noche para visitar a su progenitor, que la dejara finalmente en la calle por temor a su deshonor. Y Laila acepta ser la segunda esposa del zapatero después de que los talibanes asesinaran a sus padres mediante un proyectil explotado en su casa un poco antes de que decidieran abandonar Afganistán. Y acepta no por otra cosa sino porque se ha percatado, alarmada, que en su vientre se está gestando el hijo de Tariq con quien tuvo una relación amorosa durante la despedida con el muchacho. Las dos mujeres sufrirán golpizas salvajes de su marido y su desprecio permanente, que las convertirá en cosas inservibles, ornatos reducidos a la nada, polvo innecesario en el hogar, sexo ocasional -con Laila, pues Mariam a sus cuarentaipico era ya una anciana para el hombre- de acuerdo a la gana varonil.
Mientras los talibanes irrumpían en el “desvencijado Museo de Kabul y destrozaron las estatuas preislámicas, es decir las que aún no habían sido objeto del pillaje de los muyahidines”, cancelaban la universidad, quemaban todos los libros excepto el Corán y cerraban las librerías a punta de fusil, estas dos mujeres se mantenían vivas gracias a una solidaridad inquebrantable: sólo en los momentos difíciles, ya se sabe, se conoce a las verdaderas amistades. Como en Cometas en el cielo, este Khaled Hosseini, caray, logra de veras con estos sus Mil soles espléndidos también conmovernos, hay que decirlo y reconocerlo, hasta las lágrimas mediante su cuidadosa y certera prosa.
0 Comentarios
Recordamos a nuestros lectores que todo mensaje de crítica, opinión o cuestionamiento sobre notas publicadas en la revista, debe estar firmado e identificado con su nombre completo, correo electrónico o enlace a redes sociales. NO PERMITIMOS MENSAJES ANÓNIMOS. ¡Queremos saber quién eres! Todos los comentarios se moderan y luego se publican. Gracias.