ENSAYO Ryunosuke Akutagawa: vida y suicido de un esteta | Krishna Avendaño


Hacia finales de la era Meiji y durante la breve era Taisho vivió en Tokio una criatura casi humana, frágil, con cuerpo de grulla y cara de zorro a la que bautizaron en honor a los dragones. Un sabio de la época lo confundió con el kirin, la bestia sagrada que, según la tradición oriental, arrastra a su paso las bienaventuranzas. Nadie vio en él a un hombre. Vale preguntarse si por eso la criatura se agotó tan pronto y terminó por renunciar voluntariamente a su humanidad. ¿Hubiera preferido que la diosa de la fortuna lo bendijera otorgándole la gracia de ser una persona mundana, poco sensible, preocupada por las angustias que asolan a los comunes: el hambre, el dinero, los hijos? El talento no bendice, condena. La sensibilidad orilla a sus hijos al precipicio.
        Ryunosuke Akutagawa no estaba preparado para que lo abatiera la belleza. La contemplación le había revelado un mundo abundante, vasto y, sin embargo, insuficiente. Al momento de morir su relación con los hombres es de enemistad y rencor, mientras que con la naturaleza y sus formas el sentimiento es de una modesta pero devastadora decepción. Se diría que la melancolía sella el pacto de Akutagawa con la muerte y es por ella que sus palabras finales rezuman de un anhelo incumplido de grandeza. Esperaba tan poca cosa de los hombres que ninguna perversión podría haberlo decepcionado del mismo modo en que lo derrumbó el darse cuenta de que aún en la generosidad el mundo es tacaño y mezquino.



Durante los primeros años de su producción, Akutagawa perteneció a una escuela de pensamiento que valoraba el arte en tanto que fin sublime y que juzgaba despreciable la recreación de lo mundano por medio de la palabra. La literatura, postulaba en los debates que sostuvo con Tanizaki, no es un laboratorio como pensaban los positivistas ni tampoco la lupa con que los realistas se valen para hacer sus tediosos ejercicios de calco. Un oficio que se ciñe a las limitaciones del mundo inmediato no puede considerarse una forma de arte. Cuando un hombre de letras abjura de su rol creador se transforma en un simple instrumento de reproducción. Puede, en ese sentido, ser un buen cronista y testigo de los acontecimientos, pero no un verdadero artista. La escritura, pensaba el Akutagawa temprano, existe para trascender las limitaciones de la experiencia precisamente porque, a la luz de la sed que aqueja al espíritu artístico, lo que esta nos otorga es escaso.

       En contraste con el naturalismo japonés, más deudor de la novela realista decimonónica que de los experimentos de Zola, Akutagawa se preocupa por la reinterpretación de mitos populares y la exploración histórica. Aunque se le tiene en buena estima por su talento, se le acusa de ignorar los compromisos de su tiempo y de valerse de una prosa autocomplaciente y ensimismada en un lirismo cuya consecuencia no puede ser otra que la del alejamiento del creador de su contexto. En los críticos contemporáneos de Akutagawa resuena la premisa que, en algunas décadas, formularía Mishima sobre las limitaciones del pensamiento sublime: cuando la belleza no hace sino buscarse a sí misma por medio del estilo elevado, el individuo corre, acaso sin advertirlo, hacia a una celda; esta prisión confortable será su método ficticio de supervivencia. Ficticio porque el esclavo de las ideas termina por perderse en un mundo ilusorio que lo aleja del pathos de su carne. A estos habitantes del cielo y prisioneros de lo sublime, el imaginario popular los considera dementes. Akutagawa habría concordado e incluso se habría complacido del calificativo ya que él mismo provenía de una estipe de desequilibrados mentales y su mayor temor era que en cualquier momento se diera el rompimiento definitivo con su cordura.
Claridad y contundencia son en Akutagawa los signos de la perdición. Sabemos por su último testimonio, la carta que envió a Masao Kume, que se suicida cuando la belleza se manifiesta en el pináculo de su intensidad y que esta revelación coincide con el instante en que Akutagawa, sabiendo cuál era su herencia familiar, comprende que no podrá hacer frente a su miedo de perder el control sobre la realidad inmediata. Los calmantes han dejado de proveerle el alivio artificial que le permitía escribir y leer, la vida con su esposa e hijos no es fuente de inquietud y no de alegrías, el amor y el deseo se han tornado en asco —Akutagawa repudia a una de sus amantes por tener una pésima caligrafía—, la visión del mundo que han creado los hombres —el tradicional y el moderno— se le presenta abyecta, solamente la naturaleza le resulta bella, majestuosa incluso, y sin embargo insustancial: lo único que no produce repugnancia apenas tiene la fuerza para sostenerlo.
¿En qué momento Ruynosuke Akutagawa se convierte de un esteta que planea suicidarse en un esteta del suicidio? Para hallar el instante preciso haría falta una biografía y recorrer las mismas estaciones por las que pasó el kirin en su avanzada hacia la sepultura. Al respecto abundan los libros, los reportajes y las novelas que se valen de la ficción para delinear sus vidas. Una de las más fascinantes, La grulla doliente, la escribió una mujer que nunca soportó no recibir el reconocimiento por parte del establishment literario al que ella se sentía merecedora. Volveremos a ella.
La prevalencia de Akutagawa como autor fantástico en los imaginarios académicos induce a pensar, erróneamente, que la última etapa de su escritura se revela contradictoria en tanto que subvierte, al menos vistos a vuelo de pájaro, los postulados estéticos de sus primeras incursiones en el ejercicio narrativo. Durante cinco años y hasta su muerte, Akutagawa dejará de lado las narraciones históricas y fantásticas para centrarse en el mismo estilo de prosa confidencial de la que había renegado. Pese al viraje súbito en sus temas, la incursión de Akutagawa en la autoparodia, según consta en Puerros, cuento de 1919 y una de las primeras piezas metaliterarias de las letras japonesas, debió haber bastado para que sus últimas creaciones no tomaran por sorpresa a sus críticos y lectores.
1926 marca el año de publicación de Registro de defunciones, uno de sus textos más íntimos. Obituario en el que el autor da cuenta de su madre demente, el padre con quien apenas interactuó y una hermana mayor a quien no tuvo oportunidad de conocer, en el fondo es un anticipo de su propio desenlace o de cómo el miedo de perder acceso al mundo tal y como es solo puede superarse con el suicidio. Del texto en cuestión existen dos versiones al español, notables por contradecirse y poner en riesgo el entendimiento que los lectores sin acceso al original pueden tener de las ideas que Akutagawa sostenía respecto a la felicidad y la desdicha. Un tema que no es menor habida cuenta de que el autor, como mostraremos, rubricaría su vida dudando de su propia condición humana. La narración termina con Akutagawa frente a las tumbas de sus familiares. En la versión de Mariló Rodríguez del Alisal y Clara Mie Cánovas, ofrecida por Quaterni y que sigue la selección de Jay Rubin, se lee «observando la lápida de piedra negra […], interrogándome sobre cuál de los tres fue más feliz»[1], mientras que en la de Yumika Matsumoto y Jordi Tordera para editorial Satori la duda que se plantea el penitente es «si alguno de los tres pudo haber sido feliz durante su existencia»[2]. El contraste es más que de estilo. En la versión de Quaterni se asoma un Akutagawa optimista que, al dar por hecho la alegría de los muertos, da a entender que la vida en la tierra puede ser satisfactoria; en la versión de Satori se plantea la felicidad apenas como una tentativa. Si el comentario «si alguno de los tres pudo haber sido feliz durante su existencia» es el correcto, en él yace la semilla que habría de germinar en el suicidio de Akutagawa.
Para una sociedad que elevaba a la familia tradicional por encima del individuo, la publicación resultó particularmente incómoda: no solo exponía las miserias de su autor, sino que desnudaba las de la estirpe completa. Lo usual entre los escritores indiscretos que cultivaban la watakushi shosetsu, o la novela del Yo, era que se limitaran a narrar sus propias experiencias. Shimasaki Toson es recordado por inaugurar la novela moderna con El precepto roto, una narración en la que un muchacho descastado se abre paso por un Japón que intenta modernizarse pero que se aferra a sus atavismos feudales. En el caso de Toson la vergüenza recae solamente en Ushimatsu Segawa, el muchacho que oculta su origen con tal de ser visto como un igual en la sociedad hipócrita de la que aspira a formar parte como un ciudadano ejemplar. La vocación iconoclasta de Akutagawa lo llevaría a dar un paso más adelante y a quebrantar un tabú de mayores proporciones que aquel al que se enfrentaba el personaje de Toson. Sin preocuparse por resguardar el honor de su linaje noble, expone a su madre como lo que fue, una loca sin instinto materno que abandonó a su hijo y cuyo mayor pasatiempo consistía en abrir los álbumes familiares para dibujar zorros en las caras de sus parientes.
En el mismo tenor, la aparición de La grulla doliente de Kanoko Okamoto fue vista por la intelligentsia como la materialización del oportunismo de una mujer más comprometida con su propio ego que con la literatura. En tanto obra individual, La grulla doliente difícilmente se sostiene por méritos propios. La anécdota es simple. Una mujer, alter ego obvio de la autora, viaja a Kamakura para pasar las vacaciones. En el hotel coincide con un famoso escritor que planea suicidarse. Y ese escritor, ni que decir tiene, es Ryūnosuke Akutagawa. En la obra desfilan otras figuras del entorno, algunas bajo seudónimos muy obvios y otros no tanto. Los más notables, el futuro Nobel Yasunari Kawabata, entonces un muchacho indiscreto que compartía datos incómodos de sus colegas a los caricaturistas de los periódicos, y Jun'ichirō Tanizaki acompañado siempre de su cuñada, amante, musa y, según Okamoto, «mascota de los círculos literarios». En un perezoso juego de apariencias, el suicida lleva por nombre Sonosuke Asagawa. A medida que avanza la narración, Okamoto se cansa de aparentar ser la persona sutil que jamás fue y, sin modificar sílabas, le adjudica a Asagawa los cuentos Rashoumon, El biombo del infierno y Kappa.
El desparpajo de Okamoto y su falta de decoro, inusitados en una mujer que se abría paso por el mundillo de las letras con una novela que puede tildarse de chismografía glorificada, enfureció a no pocas vacas sagradas del bundan. Acaso fuera más incómodo para los que convivieron con Akutagawa constatar que el Sonosuke de Okamoto reflejaba con espléndida precisión el carácter autodestructivo y el lenguaje de su contraparte de carne y hueso:

En pocas palabras, pensaba que el ser humano es una criatura miserablemente insignificante que vive en este disparatado mundo dominado por algo tan efímero como la existencia. Tanto en la esfera pública como privada, disfruta pensando sobre cómo es la mutabilidad, el ideal o sobre cuál será la siguiente vanguardia, pero, en realidad, qué es el hombre sino un ser desagraciado que vive bulliciosamente como un gusano en lo más hondo de una cubeta.[3]

Más adelante dice: «¿Sabes que Dante escribió que le gustaba más el infierno que el Paraíso? ¡El ser humano sueña con el paraíso porque lo que realmente está deseando es irse al mismísimo infierno! ¡Y sobre todo ese Dante!». En la declaración pueden oírse los ecos de Engranajes, una de las dos obras póstumas de Akutagawa que acompañaban su carta de despedida. El cuento relata unos pocos días en la vida de un novelista atormentado por los demonios de la paranoia. A medida que transcurre la narración, la ciudad que rodea al escritor se va transformando hasta adoptar el cariz de una pesadilla que no termina. Angustiado e indefenso, el artista apenas puede hallar atisbos de paz cuando se desplaza por los cuartos oscuros del hotel al que ha ido a recluirse para completar un texto que le han encargado. La luz se ha vuelto su enemiga, el mundo se ha invertido para el autor, los colores del exterior y las caras de sus habitantes son la marca de un conflicto que no puede resolverse si no es con el abandono: «Mientras maldecía doblemente el infierno de Dante que había estado flotando ante mis ojos […] de nuevo sentí que todo era una mentira». El suplicio en la reclusión resulta más soportable en la medida en que el encierro prefigura la calma que solo puede conseguirse mediante la fuga definitiva.

Okamoto también captura los efectos traumáticos que la historia familiar tuvo sobre Akutagawa. «¿Qué es para ti el matrimonio o la familia?», pregunta Sonosuke, «para mí, como mínimo, es una institución que perpetúa la mala genética. Y no es un suponer. Yo mismo soy la prolongación de un error genético de mis padres, de mis abuelos». En la cuarta parte de Engranajes, después de mucho deambular por la ciudad dantesca que se cae a pedazos, el novelista se encuentra con un colega. Acepta tomar un café con él. Durante la plática sale a relucir el cuento Registro de defunciones, que el amigo califica de obsceno. Habiéndolo criticado, le pregunta a bocajarro, sin que venga a cuenta, si sigue enfermo. El novelista se limita a responder que sí para después entrar en trance: abre y cierra la boca como un pez recién salido del agua. Cuando recupera el control de la quijada está convencido de que ha dicho las palabras que resuenan en su cabeza, pero al poco tiempo se da cuenta de que ha sido incapaz de pronunciar correctamente el término «insomnio». Antes de despedirse, se disculpa con el colega ofreciéndole una explicación no solicitada sobre el porqué de la afasia: «—Tratándose del hijo de una loca, es lógico, ¿no crees?».
En las biografías mucho se insiste en el temor de Akutagawa, el hombre, a enloquecer, pero poco se habla de la fiebre alemana que aquejaba a Akutagawa, el esteta. El capítulo 45 de Vida de un idiota narra un deslumbramiento que parece sellar su pacto con la muerte:

Pudo contemplar a Goethe de pie y con el gesto sereno, en el equinoccio de todos los bienes y males. Sintió una envidia rayana en la desesperación. Ante sus ojos, el poeta Goethe era más grandioso que el poeta Cristo. En el corazón del poeta alemán florecían no solamente los rosales de la Acrópolis y del monte Calvario, sino también los de Arabia[4].

El éxtasis pronto redunda en desesperación: «calmado el torbellino de sus emociones, no pudo evitar sentir desprecio por sí mismo». Consciente del carácter desolador de la belleza, Akutagawa está a seis capítulos de suicidarse.
En la carta que escribió habiendo puesto punto final a Vida de un idiota, Akutagawa comenta a Masao Kume que la obra de Philipp Mainländer, el heredero intelectual de Schopenhauer que terminó por suicidarse, le había instalado una urgencia: «describir de modo concreto el camino que lleva a un espíritu hacia la muerte»[5]. Es de suponer que el resultado fue Vida de una idiota, esa autobiografía lírica y disgregada en 51 episodios con que Akutagawa clausuró su actividad literaria. El deseo que le había infundado la lectura de Mainländer, las ansias de articular una pieza que se erigiera en una teoría individual del suicidio, aquel compromiso artístico y egoísta superaba en fuerza a la compasión que sentía por su familia. «Seguramente lo considerarás inhumano», le dice a su amigo, «y no me extraña, porque yo también soy inhumano». Entendimiento que sella su convicción de darse muerte. «Tengo el deber último de ser sincero», insiste el kirin que ha renegado de su condición humana.
La pluma del último Akutagawa es errática, copiosa de lagunas, llena de frases inconclusas y puntos suspensivos. Sus desarrollos argumentales no son menos aleatorios. El encanto de Engranajes está en que si bien no es una pieza depurada evidencia a un escritor febril que con la fuerza bruta de su talento encara los demonios de la inestabilidad mental. Vida de un idiota, mucho más sutil y lírica, es a mi juicio la verdadera obra maestra del último Akutagawa en tanto que sublima su sensibilidad. La carta de despedida, epílogo necesario, revela la gloria y la miseria del escritor que ponía un punto final a su literatura para iniciar un proyecto sublime que se desarrollaría en un solo acto: la quema del manuscrito malogrado que fue su vida por medio de la autodestrucción sublimada. Superado el tema de la familia, realiza un salto cuántico y se sumerge en una discusión no muy lúcida pero sin duda entretenida sobre cuál es el método más placentero para suicidarse. Es en este punto en que se revela como un esteta de su decadencia. «Imaginarme la figura de mí mismo muriendo ahorcado [como Mainländer] me produjo una repugnancia estética». De igual manera le provocan náusea el atropellamiento y el saltar de lo alto de un edificio; considera que ahogarse es una opción incongruente dado que sabía nadar; la pistola y el cuchillo presentan la posibilidad del fracaso y de salpicaduras innecesarias, el nerviosismo no debería ser causa de estropicios. «Debido a estas circunstancias, decidí morir por sobredosis [puesto que] tiene la ventaja de que no produce repugnancia estética». Terminada la disertación, reaparecen los asuntos familiares solo para confirmar que el esteticismo de Akutagawa se derrumba ante su faceta más plañidera y materialista: desprecia a los burgueses porque ellos pueden darse el lujo de tener una casa de verano en la cual suicidarse; a él no le queda más remedio que morir en el estudio de la casa que comparte con su esposa e hijos, encargarles a ellos su cadáver, pedir disculpas por depreciar el valor del inmueble. «Me apenaba el hecho de que por haberme suicidado mi casa no se fuera a vender», concluye. En cierto modo es congruente con su amargura, el mundo que los hombres han creado no merece consideración ni gestos nobles.
Akutagawa deja en su testamento una última pregunta: ¿podríamos, como sociedad, imputar cargos criminales a quienes alientan al suicidio? Dostoievski, sin decirlo directamente, plantea esta misma pregunta cuando Verjovenski irrumpe en la habitación de Kiríllov y, entregándole la pistola, le informa que el día de su suicidio ha llegado; y también cuando Stavrogin, recluido en su cuarto, oye los pasos de su víctima con la conciencia de que esta se encamina a la horca. Akutagawa, que no alcanzó a plantear el problema en su literatura, no cree que valga la pena condenar a nadie más que al suicida. En tal caso, argumenta, habría que encarcelar a los comerciantes, a los doctores y, en última instancia, a la sociedad entera. El tiempo se agota, pero mientras no termine de cerrarse la noche Akutagawa sabe que aún puede permitirse una mentira: «se me había ocurrido suicidarme de manera que mi familia no se diera cuenta». Cuando suelta la pluma es de madrugada. Su compromiso con los vivos no es tan fuerte como para ahorrarles la pena. El mundo puede soportar una pincelada más de horror. Akutagawa abandona la idea de no lastimar a su familia porque en caso de ser gentil y desparecer sin dejar rastros no podría enviar mensaje alguno a la sociedad que aborrecía. Su cuerpo inerme debe servir de testamento, dejarse leer como un libro bien escrito: despedazar el cuerpo o dejarlo con una mueca de dolor es corromper la obra que al ser destruida traerá la redención, y ese es el único crimen que no puede perdonarse el esteta. El barbital será su aliado. Dejará un cuerpo intacto, un legado lúcido y sin artificios.
Así es como razonaba Akutagawa, hombre falible que ya no aspiraba a convertirse en Dios. ¿Sospechó antes de tomar los somníferos que, tras haber caído de lleno en la trampa de su mente, estaba por fracasar en su proyecto de sublimación? Lo artero del esteticismo de Akutagawa queda patente en que el suicidio, pese a sus pretensiones elevadas, termina por articularse como una evasión desesperada del sufrimiento.

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[1] Ryunosuke Akutagawa, El dragón, Rashomon y otros cuentos, p. 292
[2] Ryunosuke Akutagawa, Vida de un idiota y otras confesiones, p. 97
[3] Kanoko Okamoto, La grulla doliente, p. 79
[4] Ryunosuke Akutagawa, Vida de un idiota y otras confesiones, p. 173
[5] Idem, p. 182

Fotos de autor e interiores: Google


Krishna Avendaño (Ciudad de México, 1989). Escritor. Estudió Economía en la Facultad de Economía de la UNAM. Es autor de libro de poemas Una ciudad transgénica (ÉPICA, 2009). Ha recibido en tres ocasiones el premio Caminos de la Libertad para Jóvenes en la categoría de ensayo. Textos suyos han aparecido en las revistas Punto en línea, DAAD Magazine, Página Salmón, Campos de Plumas, Pluma en acción, entre otras. Páginas: Blog, Goodreads

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