Hacia finales de la era Meiji y durante la breve era
Taisho vivió en Tokio una criatura casi humana, frágil, con cuerpo de grulla y
cara de zorro a la que bautizaron en honor a los dragones. Un sabio de la época
lo confundió con el kirin, la bestia sagrada que, según la tradición oriental,
arrastra a su paso las bienaventuranzas. Nadie vio en él a un hombre. Vale
preguntarse si por eso la criatura se agotó tan pronto y terminó por renunciar
voluntariamente a su humanidad. ¿Hubiera preferido que la diosa de la fortuna
lo bendijera otorgándole la gracia de ser una persona mundana, poco sensible,
preocupada por las angustias que asolan a los comunes: el hambre, el dinero,
los hijos? El talento no bendice, condena. La sensibilidad orilla a sus hijos
al precipicio.
Ryunosuke Akutagawa no estaba preparado para que lo abatiera la belleza. La contemplación le había revelado un mundo abundante, vasto y, sin embargo, insuficiente. Al momento de morir su relación con los hombres es de enemistad y rencor, mientras que con la naturaleza y sus formas el sentimiento es de una modesta pero devastadora decepción. Se diría que la melancolía sella el pacto de Akutagawa con la muerte y es por ella que sus palabras finales rezuman de un anhelo incumplido de grandeza. Esperaba tan poca cosa de los hombres que ninguna perversión podría haberlo decepcionado del mismo modo en que lo derrumbó el darse cuenta de que aún en la generosidad el mundo es tacaño y mezquino.
Ryunosuke Akutagawa no estaba preparado para que lo abatiera la belleza. La contemplación le había revelado un mundo abundante, vasto y, sin embargo, insuficiente. Al momento de morir su relación con los hombres es de enemistad y rencor, mientras que con la naturaleza y sus formas el sentimiento es de una modesta pero devastadora decepción. Se diría que la melancolía sella el pacto de Akutagawa con la muerte y es por ella que sus palabras finales rezuman de un anhelo incumplido de grandeza. Esperaba tan poca cosa de los hombres que ninguna perversión podría haberlo decepcionado del mismo modo en que lo derrumbó el darse cuenta de que aún en la generosidad el mundo es tacaño y mezquino.
Durante los primeros años de su producción, Akutagawa perteneció a una escuela de pensamiento que valoraba el arte en tanto que fin sublime y que juzgaba despreciable la recreación de lo mundano por medio de la palabra. La literatura, postulaba en los debates que sostuvo con Tanizaki, no es un laboratorio como pensaban los positivistas ni tampoco la lupa con que los realistas se valen para hacer sus tediosos ejercicios de calco. Un oficio que se ciñe a las limitaciones del mundo inmediato no puede considerarse una forma de arte. Cuando un hombre de letras abjura de su rol creador se transforma en un simple instrumento de reproducción. Puede, en ese sentido, ser un buen cronista y testigo de los acontecimientos, pero no un verdadero artista. La escritura, pensaba el Akutagawa temprano, existe para trascender las limitaciones de la experiencia precisamente porque, a la luz de la sed que aqueja al espíritu artístico, lo que esta nos otorga es escaso.
En contraste con el naturalismo japonés, más deudor de la novela realista decimonónica que de los experimentos de Zola, Akutagawa se preocupa por la reinterpretación de mitos populares y la exploración histórica. Aunque se le tiene en buena estima por su talento, se le acusa de ignorar los compromisos de su tiempo y de valerse de una prosa autocomplaciente y ensimismada en un lirismo cuya consecuencia no puede ser otra que la del alejamiento del creador de su contexto. En los críticos contemporáneos de Akutagawa resuena la premisa que, en algunas décadas, formularía Mishima sobre las limitaciones del pensamiento sublime: cuando la belleza no hace sino buscarse a sí misma por medio del estilo elevado, el individuo corre, acaso sin advertirlo, hacia a una celda; esta prisión confortable será su método ficticio de supervivencia. Ficticio porque el esclavo de las ideas termina por perderse en un mundo ilusorio que lo aleja del pathos de su carne. A estos habitantes del cielo y prisioneros de lo sublime, el imaginario popular los considera dementes. Akutagawa habría concordado e incluso se habría complacido del calificativo ya que él mismo provenía de una estipe de desequilibrados mentales y su mayor temor era que en cualquier momento se diera el rompimiento definitivo con su cordura.
Claridad y
contundencia son en Akutagawa los signos de la perdición. Sabemos por su último
testimonio, la carta que envió a Masao Kume, que se suicida cuando la belleza
se manifiesta en el pináculo de su intensidad y que esta revelación coincide
con el instante en que Akutagawa, sabiendo cuál era su herencia familiar,
comprende que no podrá hacer frente a su miedo de perder el control sobre la
realidad inmediata. Los calmantes han dejado de proveerle el alivio artificial
que le permitía escribir y leer, la vida con su esposa e hijos no es fuente de
inquietud y no de alegrías, el amor y el deseo se han tornado en asco
—Akutagawa repudia a una de sus amantes por tener una pésima caligrafía—, la
visión del mundo que han creado los hombres —el tradicional y el moderno— se le
presenta abyecta, solamente la naturaleza le resulta bella, majestuosa incluso,
y sin embargo insustancial: lo único que no produce repugnancia apenas tiene la
fuerza para sostenerlo.
¿En qué
momento Ruynosuke Akutagawa se convierte de un esteta que planea suicidarse en
un esteta del suicidio? Para hallar el instante preciso haría falta una
biografía y recorrer las mismas estaciones por las que pasó el kirin en su
avanzada hacia la sepultura. Al respecto abundan los libros, los reportajes y
las novelas que se valen de la ficción para delinear sus vidas. Una de las más
fascinantes, La grulla doliente, la
escribió una mujer que nunca soportó no recibir el reconocimiento por parte del
establishment literario al que ella
se sentía merecedora. Volveremos a ella.
La
prevalencia de Akutagawa como autor fantástico en los imaginarios académicos
induce a pensar, erróneamente, que la última etapa de su escritura se revela
contradictoria en tanto que subvierte, al menos vistos a vuelo de pájaro, los
postulados estéticos de sus primeras incursiones en el ejercicio narrativo.
Durante cinco años y hasta su muerte, Akutagawa dejará de lado las narraciones
históricas y fantásticas para centrarse en el mismo estilo de prosa
confidencial de la que había renegado. Pese al viraje súbito en sus temas, la
incursión de Akutagawa en la autoparodia, según consta en Puerros, cuento de 1919 y una
de las primeras piezas metaliterarias de las letras japonesas, debió haber
bastado para que sus últimas creaciones no tomaran por sorpresa a sus críticos
y lectores.
1926 marca
el año de publicación de Registro de
defunciones, uno de sus textos más íntimos. Obituario en el que el autor da
cuenta de su madre demente, el padre con quien apenas interactuó y una hermana
mayor a quien no tuvo oportunidad de conocer, en el fondo es un anticipo de su
propio desenlace o de cómo el miedo de perder acceso al mundo tal y como es
solo puede superarse con el suicidio. Del texto en cuestión existen dos
versiones al español, notables por contradecirse y poner en riesgo el entendimiento
que los lectores sin acceso al original pueden tener de las ideas que Akutagawa
sostenía respecto a la felicidad y la desdicha. Un tema que no es menor habida
cuenta de que el autor, como mostraremos, rubricaría su vida dudando de su
propia condición humana. La narración termina con Akutagawa frente a las tumbas
de sus familiares. En la versión de Mariló Rodríguez del Alisal y Clara Mie
Cánovas, ofrecida por Quaterni y que sigue la selección de Jay Rubin, se lee
«observando la lápida de piedra negra […], interrogándome sobre cuál de los
tres fue más feliz»[1],
mientras que en la de Yumika Matsumoto y Jordi Tordera para editorial Satori la
duda que se plantea el penitente es «si alguno de los tres pudo haber sido
feliz durante su existencia»[2]. El contraste es más que
de estilo. En la versión de Quaterni se asoma un Akutagawa optimista que, al
dar por hecho la alegría de los muertos, da a entender que la vida en la tierra
puede ser satisfactoria; en la versión de Satori se plantea la felicidad apenas
como una tentativa. Si el comentario «si alguno de los tres pudo haber sido
feliz durante su existencia» es el correcto, en él yace la semilla que habría
de germinar en el suicidio de Akutagawa.
Para una
sociedad que elevaba a la familia tradicional por encima del individuo, la
publicación resultó particularmente incómoda: no solo exponía las miserias de
su autor, sino que desnudaba las de la estirpe completa. Lo usual entre los
escritores indiscretos que cultivaban la watakushi
shosetsu, o la novela del Yo, era que se limitaran a narrar sus propias
experiencias. Shimasaki Toson es recordado por inaugurar la novela moderna con El precepto roto, una narración en la
que un muchacho descastado se abre paso por un Japón que intenta modernizarse
pero que se aferra a sus atavismos feudales. En el caso de Toson la vergüenza
recae solamente en Ushimatsu Segawa, el muchacho que oculta su origen con tal
de ser visto como un igual en la sociedad hipócrita de la que aspira a formar
parte como un ciudadano ejemplar. La vocación iconoclasta de Akutagawa lo
llevaría a dar un paso más adelante y a quebrantar un tabú de mayores
proporciones que aquel al que se enfrentaba el personaje de Toson. Sin
preocuparse por resguardar el honor de su linaje noble, expone a su madre como
lo que fue, una loca sin instinto materno que abandonó a su hijo y cuyo mayor
pasatiempo consistía en abrir los álbumes familiares para dibujar zorros en las
caras de sus parientes.
En el mismo
tenor, la aparición de La grulla doliente de Kanoko Okamoto fue vista
por la intelligentsia como la materialización del oportunismo de una
mujer más comprometida con su propio ego que con la literatura. En tanto obra
individual, La grulla doliente difícilmente se sostiene por méritos
propios. La anécdota es simple. Una mujer, alter ego obvio de la autora, viaja
a Kamakura para pasar las vacaciones. En el hotel coincide con un famoso
escritor que planea suicidarse. Y ese escritor, ni que decir tiene, es
Ryūnosuke Akutagawa. En la obra desfilan otras figuras del entorno, algunas
bajo seudónimos muy obvios y otros no tanto. Los más notables, el futuro Nobel
Yasunari Kawabata, entonces un muchacho indiscreto que compartía datos
incómodos de sus colegas a los caricaturistas de los periódicos, y Jun'ichirō
Tanizaki acompañado siempre de su cuñada, amante, musa y, según Okamoto,
«mascota de los círculos literarios». En un perezoso juego de apariencias, el
suicida lleva por nombre Sonosuke Asagawa. A medida que avanza la narración,
Okamoto se cansa de aparentar ser la persona sutil que jamás fue y, sin
modificar sílabas, le adjudica a Asagawa los cuentos Rashoumon, El
biombo del infierno y Kappa.
El
desparpajo de Okamoto y su falta de decoro, inusitados en una mujer que se
abría paso por el mundillo de las letras con una novela que puede tildarse de
chismografía glorificada, enfureció a no pocas vacas sagradas del bundan.
Acaso fuera más incómodo para los que convivieron con Akutagawa constatar que
el Sonosuke de Okamoto reflejaba con espléndida precisión el carácter
autodestructivo y el lenguaje de su contraparte de carne y hueso:
En pocas
palabras, pensaba que el ser humano es una criatura miserablemente
insignificante que vive en este disparatado mundo dominado por algo tan efímero
como la existencia. Tanto en la esfera pública como privada, disfruta pensando
sobre cómo es la mutabilidad, el ideal o sobre cuál será la siguiente
vanguardia, pero, en realidad, qué es el hombre sino un ser desagraciado que
vive bulliciosamente como un gusano en lo más hondo de una cubeta.[3]
Más adelante dice: «¿Sabes que Dante escribió que le
gustaba más el infierno que el Paraíso? ¡El ser humano sueña con el paraíso
porque lo que realmente está deseando es irse al mismísimo infierno! ¡Y sobre
todo ese Dante!». En la declaración pueden oírse los ecos de Engranajes,
una de las dos obras póstumas de Akutagawa que acompañaban su carta de
despedida. El cuento relata unos pocos días en la vida de un novelista
atormentado por los demonios de la paranoia. A medida que transcurre la narración,
la ciudad que rodea al escritor se va transformando hasta adoptar el cariz de
una pesadilla que no termina. Angustiado e indefenso, el artista apenas puede
hallar atisbos de paz cuando se desplaza por los cuartos oscuros del hotel al
que ha ido a recluirse para completar un texto que le han encargado. La luz se
ha vuelto su enemiga, el mundo se ha invertido para el autor, los colores del
exterior y las caras de sus habitantes son la marca de un conflicto que no
puede resolverse si no es con el abandono: «Mientras maldecía doblemente el
infierno de Dante que había estado flotando ante mis ojos […] de nuevo sentí
que todo era una mentira». El suplicio en la reclusión resulta más soportable
en la medida en que el encierro prefigura la calma que solo puede conseguirse
mediante la fuga definitiva.
En las
biografías mucho se insiste en el temor de Akutagawa, el hombre, a enloquecer,
pero poco se habla de la fiebre alemana que aquejaba a Akutagawa, el esteta. El
capítulo 45 de Vida de un idiota
narra un deslumbramiento que parece sellar su pacto con la muerte:
Pudo
contemplar a Goethe de pie y con el gesto sereno, en el equinoccio de todos los
bienes y males. Sintió una envidia rayana en la desesperación. Ante sus ojos,
el poeta Goethe era más grandioso que el poeta Cristo. En el corazón del poeta
alemán florecían no solamente los rosales de la Acrópolis y del monte Calvario,
sino también los de Arabia[4].
El éxtasis pronto redunda en desesperación: «calmado
el torbellino de sus emociones, no pudo evitar sentir desprecio por sí mismo». Consciente
del carácter desolador de la belleza, Akutagawa está a seis capítulos de
suicidarse.
En la carta
que escribió habiendo puesto punto final a Vida
de un idiota, Akutagawa comenta a Masao Kume que la obra de Philipp
Mainländer, el heredero intelectual de Schopenhauer que terminó por suicidarse,
le había instalado una urgencia: «describir de modo concreto el camino que
lleva a un espíritu hacia la muerte»[5]. Es de suponer que el
resultado fue Vida de una idiota, esa
autobiografía lírica y disgregada en 51 episodios con que Akutagawa clausuró su
actividad literaria. El deseo que le había infundado la lectura de Mainländer,
las ansias de articular una pieza que se erigiera en una teoría individual del
suicidio, aquel compromiso artístico y egoísta superaba en fuerza a la
compasión que sentía por su familia. «Seguramente lo considerarás inhumano», le
dice a su amigo, «y no me extraña, porque yo también soy inhumano».
Entendimiento que sella su convicción de darse muerte. «Tengo el deber último de
ser sincero», insiste el kirin que ha renegado de su condición humana.
La pluma del
último Akutagawa es errática, copiosa de lagunas, llena de frases inconclusas y
puntos suspensivos. Sus desarrollos argumentales no son menos aleatorios. El
encanto de Engranajes está en que si
bien no es una pieza depurada evidencia a un escritor febril que con la fuerza
bruta de su talento encara los demonios de la inestabilidad mental. Vida de un idiota, mucho más sutil y
lírica, es a mi juicio la verdadera obra maestra del último Akutagawa en tanto
que sublima su sensibilidad. La carta de despedida, epílogo necesario, revela
la gloria y la miseria del escritor que ponía un punto final a su literatura
para iniciar un proyecto sublime que se desarrollaría en un solo acto: la quema
del manuscrito malogrado que fue su vida por medio de la autodestrucción
sublimada. Superado el tema de la familia, realiza un salto cuántico y se
sumerge en una discusión no muy lúcida pero sin duda entretenida sobre cuál es
el método más placentero para suicidarse. Es en este punto en que se revela
como un esteta de su decadencia. «Imaginarme la figura de mí mismo muriendo
ahorcado [como Mainländer] me produjo
una repugnancia estética». De igual manera le provocan náusea el
atropellamiento y el saltar de lo alto de un edificio; considera que ahogarse
es una opción incongruente dado que sabía nadar; la pistola y el cuchillo
presentan la posibilidad del fracaso y de salpicaduras innecesarias, el
nerviosismo no debería ser causa de estropicios. «Debido a estas
circunstancias, decidí morir por sobredosis [puesto que] tiene la ventaja de
que no produce repugnancia estética». Terminada la disertación, reaparecen los
asuntos familiares solo para confirmar que el esteticismo de Akutagawa se
derrumba ante su faceta más plañidera y materialista: desprecia a los burgueses
porque ellos pueden darse el lujo de tener una casa de verano en la cual
suicidarse; a él no le queda más remedio que morir en el estudio de la casa que
comparte con su esposa e hijos, encargarles a ellos su cadáver, pedir disculpas
por depreciar el valor del inmueble. «Me apenaba el hecho de que por haberme
suicidado mi casa no se fuera a vender», concluye. En cierto modo es congruente
con su amargura, el mundo que los hombres han creado no merece consideración ni
gestos nobles.
Akutagawa
deja en su testamento una última pregunta: ¿podríamos, como sociedad, imputar
cargos criminales a quienes alientan al suicidio? Dostoievski, sin decirlo
directamente, plantea esta misma pregunta cuando Verjovenski irrumpe en la
habitación de Kiríllov y, entregándole la pistola, le informa que el día de su
suicidio ha llegado; y también cuando Stavrogin, recluido en su cuarto, oye los
pasos de su víctima con la conciencia de que esta se encamina a la horca. Akutagawa,
que no alcanzó a plantear el problema en su literatura, no cree que valga la
pena condenar a nadie más que al suicida. En tal caso, argumenta, habría que
encarcelar a los comerciantes, a los doctores y, en última instancia, a la
sociedad entera. El tiempo se agota, pero mientras no termine de cerrarse la
noche Akutagawa sabe que aún puede permitirse una mentira: «se me había
ocurrido suicidarme de manera que mi familia no se diera cuenta». Cuando suelta
la pluma es de madrugada. Su compromiso con los vivos no es tan fuerte como
para ahorrarles la pena. El mundo puede soportar una pincelada más de horror.
Akutagawa abandona la idea de no lastimar a su familia porque en caso de ser
gentil y desparecer sin dejar rastros no podría enviar mensaje alguno a la
sociedad que aborrecía. Su cuerpo inerme debe servir de testamento, dejarse
leer como un libro bien escrito: despedazar el cuerpo o dejarlo con una mueca
de dolor es corromper la obra que al ser destruida traerá la redención, y ese
es el único crimen que no puede perdonarse el esteta. El barbital será su
aliado. Dejará un cuerpo intacto, un legado lúcido y sin artificios.
Así es como
razonaba Akutagawa, hombre falible que ya no aspiraba a convertirse en Dios.
¿Sospechó antes de tomar los somníferos que, tras haber caído de lleno en la
trampa de su mente, estaba por fracasar en su proyecto de sublimación? Lo
artero del esteticismo de Akutagawa queda patente en que el suicidio, pese a
sus pretensiones elevadas, termina por articularse como una evasión desesperada
del sufrimiento.
____________
[1]
Ryunosuke Akutagawa, El dragón, Rashomon
y otros cuentos, p. 292
[2]
Ryunosuke Akutagawa, Vida de un idiota y
otras confesiones, p. 97
[3]
Kanoko Okamoto, La grulla doliente,
p. 79
[4]
Ryunosuke Akutagawa, Vida de un idiota y
otras confesiones, p. 173
[5]
Idem, p. 182.
Fotos de autor e interiores: Google
Krishna Avendaño (Ciudad de México, 1989). Escritor. Estudió Economía en la Facultad de Economía de la UNAM. Es autor de libro de poemas Una ciudad transgénica (ÉPICA, 2009). Ha recibido en tres ocasiones el premio Caminos de la Libertad para Jóvenes en la categoría de ensayo. Textos suyos han aparecido en las revistas Punto en línea, DAAD Magazine, Página Salmón, Campos de Plumas, Pluma en acción, entre otras. Páginas: Blog, Goodreads
0 Comentarios
Recordamos a nuestros lectores que todo mensaje de crítica, opinión o cuestionamiento sobre notas publicadas en la revista, debe estar firmado e identificado con su nombre completo, correo electrónico o enlace a redes sociales. NO PERMITIMOS MENSAJES ANÓNIMOS. ¡Queremos saber quién eres! Todos los comentarios se moderan y luego se publican. Gracias.