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El pasado 31 de enero cumplió 85 años de vida. Es japonés. Sus
historias, impregnadas “con fuerza poética”, crean “un mundo imaginario donde
se condensan la vida y el mito para formar una imagen desconcertante de la
condición humana”, según apuntó la Academia Sueca en 1994, hace ya un cuarto de
siglo —a tres meses de que Oé se convirtiera en sexagenario—, cuando
decidió otorgarle el Nobel de Literatura. Y nadie discutió aquel merecimiento.
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La primera novela del japonés Kenzaburo Oé: Arrancad las semillas,
fusilad a los niños, publicada en 1958 —a sólo tres décadas y media de
recibir el máximo galardón literario—, fue incorporada hacia 1999, con el
número 422, a la colección “Panorama de Narrativa” de la editorial
barcelonesa Anagrama. Traducida del japonés por Miguel Wandenbergh, el libro
del Nobel 1994 es la historia desgarradora de una infamia en los tiempos de la
muerte: “Igual que un prolongado diluvio —cuenta Oé—, la guerra descargaba
su locura colectiva, que tras invadir el cielo, los bosques y las calles había
penetrado en las personas para inundar hasta los más recónditos recovecos de
sus sentimientos”.
Era la época “en que los
adultos enloquecidos se rebelaban en las calles, se daba la paradoja de que
había verdadera obsesión por encerrar a quienes todavía tenían la piel suave, o
apenas les despuntaba un poco de vello en la entrepierna, porque habían
cometido alguna fechoría sin importancia o, simplemente, se consideraba que
mostraban ‘tendencias asociales’. Los bombardeos se intensificaron, y al
hacerse evidente que se acercaba el fin, se pidió a los familiares de los
internos que pasaran por el reformatorio a recogerlos, pero la mayoría de ellos
no quiso saber nada de sus molestos y perversos parientes. Así, pues, los
responsables de la institución, obsesionados por cumplir con su deber hasta el
final y no dejar escapar a sus presas, planearon la evacuación en masa de los
chicos que no habían sido reclamados”.
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El protagonista y narrador en primera persona de esta inconcebible
historia de maldad, uno de los adolescentes enjaulados, sintió “una gran
alegría” al ver llegar a su padre (“que era quien me había denunciado”)
acompañado de su hermano, pero dicho entusiasmo se diluyó con prontitud porque
el señor, “al no haber encontrado refugio adecuado para su hijo menor, se le
había ocurrido aprovechar la evacuación para incluirlo en ella”. A los dos
hermanos el futuro les deparaba un negro destino.
“Teníamos unas ganas terribles de perder de
vista aquellas alambradas de espino, de un insólito color naranja, que nos
aprisionaban —dice el mayor de los niños—, pero no tardamos en darnos
cuenta de que fuera de ellas seguíamos estando presos. Era como si avanzáramos
por un corredor que uniera dos prisiones”.
Los adolescentes son
enviados a un remoto pueblo de montaña, cuyo alcalde cree que hay que suprimir
a los revoltosos desde la semilla, que es decir la evaporación total, eliminar
el mínimo rastro de la persona que fue.
Tras tres semanas de
camino, los chicos llegan al lugar indicado: “Los campesinos se fueron
congregando poco a poco a nuestro alrededor; tenían la cara sucia y la ropa
deshilachada, y empuñaban sus armas con decisión. Nos miraban con aprensión a
causa, sin duda, de nuestro aspecto miserable. Estábamos hambrientos, sucios,
recelosos y asustados”.
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Oé exhibe con crudeza la insensibilidad oriental. No hay ningún asomo de
piedad. Acaso los únicos que muestran un cierto sentimiento de humanidad son
precisamente los adolescentes, pero, tal como ya lo había dejado asentado el
británico William Golding (1911-1993, Nobel 1983) cuatro años antes, en 1954,
con su libro El señor de las moscas, también los niños, como los
adultos, son crueles cuando se bastan a sí mismos, cuando sólo ellos conforman
la sociedad donde viven.
Oé cronica la miseria
humana: “¡Si los sorprendemos robando, provocando incendios o alborotando, los
mataremos a palos! —advierte el alcalde a la hora de recibir a los niños—.
¡Recuerden que para nosotros sólo son parásitos! ¡Y, encima, tenemos que darles
de comer! ¡Recuerden que no son más que parásitos y que no los necesitamos para
nada, desgraciados!”
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A los muchachos los ponen a enterrar cadáveres de animales (“un
montículo de cuerpos muertos que se pudrían lentamente”), con lo que su
evacuación no es sino la extensión de su castigo penal: las autoridades,
no conformes con su guerra personal, hacen también la guerra a los niños de su
país. “El asombro nos tenía paralizados —cuenta el protagonista—. El
montón de cadáveres desprendía un hedor casi líquido que impregnaba no sólo
nuestras narices, sino todos los poros de la piel de nuestras caras”.
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Pero viene la epidemia y los habitantes de la aldea abandonan sus casas,
abandonando a su suerte a los 15 chicos del reformatorio, que no saben qué hacer
ante su encierro involuntario (porque los campesinos han puesto vigías con sus
escopetas en las fronteras de su pueblo para que no escapara ningún niño),
rodeados del olor de la muerte, odiándose a sí mismos.
Ante su insalvable soledad,
no tuvieron otro remedio que entrar a las casas para buscar comida. “Mi hermano
y yo —narra el protagonista— seguimos escudriñando casas porque no
teníamos nada mejor que hacer. No obstante, aquella tarea, despreciable y
que, en el fondo, nos dejaba mal sabor de boca, cada vez nos atraía menos. Las
casuchas eran pobres, y lo que encontrábamos en ellas por fuerza había de ser
mísero”.
Los muchachos iban de un
lado a otro sin saber qué hacer, “con un espíritu de holgazanería y apatía” que
hacía sentir mal a todos, de modo que por cualquier cosilla se irritaban al
grado de desearse la muerte. Uno que otro asunto los reanimaba, como las
apariciones de un coreano (de un pueblo vecino también abandonado), de un
soldado desertor y de una niña (el primer amor del protagonista, un amor tan
intangible y violento, tan tierno e inverosímil como sólo puede asomarse en la
narrativa iracunda de Oé) que no quiere separarse ni un minuto de su madre
muerta.
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Sin embargo, los campesinos regresan casi una semana después (ya en ese
lapso habían sucedido varias pequeñas infamias, como la huida misma del hermano
menor a causa de la incomprensión y el aturdimiento de la mayoría de los
chicos, aterrorizados por el posible brote epidémico en sus cuerpos) y llegan,
los campesinos, para vengarse, luego de ver sus casas saqueadas, de lo que
ellos consideran un ultraje imperdonable. Su rencor es inaudito. Y Oé se
encarga de describir en el décimo y último capítulo, “con una prosa
horriblemente perfecta” —tal como dijera el crítico literario de Publishers
Weekly—, la infame tortura a la que son sometidos los niños enjuiciados.
Y hubiésemos preferido no haber
llegado nunca al final de esta angustiante lectura...
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Parece que fue escrita ayer, en efecto: la violencia, la discriminación,
el desamparo, la incomprensión, la infamia, la migración, la pobreza, la
tortura, la epidemia, el amor, la envidia, el desamor y la muerte…
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