La calle donde vivían los abuelos ya luce un tanto obscura y con los primeros asomos del invierno. Toda esa colonia es un viaje a los años 70 y 80. Las fachadas de las casas permanecen con los detalles de aquella época, por fortuna. Porque ahora vas a las nuevas colonias residenciales y sus muros enormes con retoques minimalistas, en algunos casos, suelen ser muy parecidas. Tan impersonales.
Hay cosas que han cambiado, nuevos vecinos, carros de reciente modelo. Pero la fachada de la casa de los abuelos sigue prácticamente intacta. Los muros aperlados con los retoques de piedra también de color claro, las enormes ventanas con sus marcos dorados y cortinas de tela gruesa. Hay una cochera de rejas color café, cerrada. No se puede ver quien está adentro, no sé quien la habita de nuevo.
Desde donde estoy no logro ver la sala, donde mi abuela con alguna de mis tías colocaba el árbol navideño. De niña, desde los cinco o seis años me fascinaba ver los adornos, porque más que esferas tenía todo tipo de muñequitos, animales, renos, perros, borreguitos de tela afelpada. Era muy colorido, a diferencia del mío que solo tenía esferas y escarcha. Además, era muy grande, porque tenía que resguardar los regalos de todos los nietos.
No alcanzo a ver el pequeño pasillo que lleva a la planta alta, donde había una silla de terciopelo rojo para quedarse a descansar o esperar a alguien, a los que siempre llegaban tarde a la cena de navidad, con el postre, o el elemento faltante: la ensalada o el puré. Esa silla, casi un sillón, tenía descansa brazos y retoques dorados.
Tampoco percibo, en especial, la cocina. Esa eterna guarida de mi abuela. Mucho menos puedo ver la ventana que daba a su patio y jardín, donde lavaba trastes mientras veía sus macetas de geranios, también tenía pequeñas macetas en el marco de la ventana. Era siempre una vista soleada, el suelo del patio era de esas formas ovaladas rojas que se usaban en los 80´s. No sé porque lo recuerdo tan acogedor, me resulta difícil encontrar suelos que llamen a quedarse más tiempo en las colonias nuevas.
Mucho menos encontraré el cuarto que daba al patio, el de alguna de mis tías, ese lugar al que casi ninguna visita alcanzaba a llegar. Había dos cuartos que eran como cuevas, para los tiempos en que mis tías y tíos llegaban de madrugada y debían descansar de la juerga, al día siguiente.
Hace más de 20 años que pasé la última navidad en esa casa de los abuelos. Sé que hay muchos recuerdos vagos, pero uno en especial se me aparece últimamente. Tenía alrededor de 6 o 7 años, usaba un vestido verde de lana y mallas blancas. Me quedé dormida entre tamales, refrescos, licor y risas. A la media noche, el llanto de una muñeca me despertó, la abracé y me volví a dormir.
Ahora que tanto le decimos a las niñas, que no sean como princesas y que pensamos que las mamás no solo debemos de obsequiarles muñecas que refuercen los estereotipos de la maternidad, yo no logro borrar ese recuerdo.
Porque todo al día siguiente, con muñeca nueva en manos, amaneciendo en la cama de alguna de mis tías, con un vaso de leche tibia esperándome en el comedor de Inés, todo era perfecto. Ninguna tormenta, ningún desvelo, ninguna preocupación parecía que se iban a aproximar en mi vida.
Pero no sabía que esas navidades se terminarían tan pronto. Que creceríamos y no jugaríamos más en el patio de suelo rojo con sus muebles, sillas y mesa de herrería blanca. Ese era el diciembre de nuestra infancia.
Fotografía de Pexels, editada.
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