Hace mucho tiempo que mi casa está embrujada. Estoy segura de que no siempre
ha sido así. Cuando me acababa de mudar aquí, todo era diferente, todo estaba
bien. Mi hogar ahora me da miedo, pero no a todas horas. El lugar que habito
necesita de algo, aún no se bien de qué. A veces, las horas se me convierten en
minutos cuando pienso a qué se refiere el verbo “habitar” y cómo se conecta con
el sustantivo “casa”, que, a su vez, se asemeja y se contrapone al sustantivo
“hogar”. Pienso en las paredes, los techos y los pisos que constituyen al todo
que llamamos “casa”. Pienso en las habitaciones como un individuo: la cocina,
la sala, la recámara principal, el estudio, el baño e incluso el patio. Si las
habitaciones fueran órganos, el corazón sería la habitación principal. La
habitación principal es mi espacio personal, en ella me pierdo y me encuentro. Para
llegar a ella, primero hay que atravesar el resto de la casa. Cada habitación
es especial porque cada una cumple una función diferente.
Cuando abro la puerta de mi casa, lo primero que me encuentro es un pasillo largo. Es un poco complicado transitarlo, ya que las luces son muy tenues y no se alcanza a ver con claridad. Hay que dar cada paso con firmeza y tener cuidado de no tropezar con algún objeto olvidado que pueda yacer sobre el piso. Al final del pasillo y a la derecha, se encuentra la sala. La sala funge de hipocampo para mi casa. Aquí siempre huele como a pino. Debe ser por los muebles y, en especial, por los grandes libreros de madera que decidí colocar en esta habitación. En ellos descansa la colección de libros que armo desde que tengo memoria. Están acomodados cronológicamente siguiendo como criterio los años recorridos de vida que llevo hasta ahora: desde los libros con más dibujos que palabras que me leía mi mamá, hasta las novelas que me han hecho llorar. La temperatura de la sala siempre es calientita: la ideal para remembrar y redefinir mis emociones. La sala es el mejor lugar de la casa para tomar una siesta.
Paralela a la sala (al final del pasillo y a la izquierda), está la cocina: el sistema digestivo de la casa. La cocina huele a muchas cosas, dependiendo del día. Por ejemplo, cuando estoy tan triste que se me queda la nevera abierta, huele mucho a helado de vainilla y hace tanto frío que no puedo evitar tiritar. Cuando estoy enojada, huele a chiles asados y el aire dentro de ella se vuelve asesino, me pica muy fuerte la garganta y termino escupiendo cosas que duelen entre tosida y tosida. Y, cuando tengo miedo, mucho miedo, tanto que no puedo hacer ninguna cosa, huele a basura en estado de descomposición: los restos de tantas cosas que han sido acumulados y olvidados por días y días. En la cocina se prepara lo que se necesita para seguir adelante todos los días. Al fondo de esta habitación hay una puerta que lleva a la parte trasera de la casa, en donde está el patio.
El patio de mi casa tiene múltiples propósitos. Mi patio son los pulmones de esta casa. Por un lado, ahí están la lavadora y la secadora para los domingos de lavar ropa. El último día de cada semana me toca dejar ir la mugre que se le ha pegado a la tanda de prendas de vestir que me protegió del lunes al sábado anteriores. Es reconfortante mirar cómo, ciclo tras ciclo, la misma ropa que entra, es la misma ropa que sale y, sin embargo, se ve tan diferente, tan nueva, como si no hubiera pasado por tanto. Cuando lavo la ropa, todo el patio huele como a bebé y a rosas: a lo que me imagino también huelen las nuevas oportunidades. Por otro lado, ahí también está un pequeño jardín que acoge un huerto con todo tipo de plantas: desde hierbas de olor, hasta hojas de tés medicinales que lo curan todo. Cuando requiero de algo para aliviar el dolor de estómago, todo el patio huele a cedrón y cuando no puedo dormir bien, todo el patio huele a limón. Finalmente, ahí también hay un pequeño espacio destinado a una hamaca muy cómoda, en la cual me acuesto para columpiarme de un lado a otro mientras observo el cielo y me recuerdo que con cada día viene nuevamente la decisión de hacer de esta “casa” mi “hogar”.
En mi casa también hay un estudio. El estudio está en el segundo piso por lo que hay que subir las escaleras. Para las escaleras hay que volver a entrar a la cocina, atravesarla, salir de ella y volverse a encontrar con el pasillo. Hay que retroceder, como si se quisiera salir de la casa y detenerse justo a dieciséis pasos de la entrada principal. Una vez ahí y a la derecha luego-luego se ven: de madera y aparentemente infinitas. Hay que subirlas con mucho esfuerzo porque van en caracol y habrá que girar unas tres veces. Ya recorridas las escaleras, salta a la vista un baño chico muy bien iluminado gracias al tragaluz que se extiende sobre toda la superficie del techo. Hay que entrar al baño. Inmediatamente es distinguible una puerta, al lado izquierdo del lavabo (que está hasta el fondo de esta habitación); esa, es la puerta del estudio.
Sin embargo, hay que deambular por el baño primero para poder llegar hasta allá. En el baño todo es completamente blanco, desde los azulejos del suelo, pasando por la taza de baño de cerámica, los marcos de las puertas de vidrio de la regadera y hasta el mueble que carga al espejo y alberga al lavabo. El baño, con todas sus salidas de agua corriente son las glándulas lagrimales de mi casa. Aquí siempre huele como al mar: a un tipo de solución salina. Aquí, vengo a [ver] llover cuando la melancolía me duele demasiado. Dejo correr a los chorros de la regadera. Dejo golpear el tragaluz a los plup, plup, plup de la lluvia. Dejo, gota a gota, al setenta por ciento de mí, reverberar.
Hay que abrir la puerta al lado izquierdo del lavabo para estar de frente al estudio. Habrá que prender la luz al tantear la pared que queda a la derecha y entrar. En el estudio no hay muebles. Aquí sólo hay varias pilas de papeles con contenidos variados: documentos de identificación personal, apuntes azarosos y fragmentos de ideas. Huele a té (a veces a café) y a tinta. El estudio son las cuerdas vocales de la casa. En esta habitación se definen y se pronuncian esas palabras que de vez en cuando revolotean sin rumbo por el resto de mi casa.
Si estando a la entrada del estudio miramos a la derecha, podremos ver una pared con una puerta justo al centro. Esa, es la puerta de la habitación principal. El corazón de la casa. El espacio más especial. Aquí siempre huele a lavanda: a tranquilidad, a paz. Aquí están mi cama y mis objetos más preciados. Es la única habitación en la que puedo estar segura cuando mi casa me da miedo.
Mi casa me da miedo cuando, por las noches, estando todo muy oscuro, me propongo dormir. Cada noche y sin excepción, las puertas de las demás habitaciones se abren, una tras otra… pero, nunca la de la habitación principal— por eso me refugio en ella. Me hago bolita debajo de mis cobijas mientras escucho el rechinar de las puertas y el sonido fuerte de algo que suena como el viento: un viento muy fuerte que amenaza con destruirlo todo. En las peores noches incluso se puede escuchar cómo algún plato se rompe, algún libro se cae de su lugar y… cómo alguien toca a mi puerta con todas sus fuerzas.
Por las mañanas me
despierto sin recordar cómo ni cuándo logré conciliar el sueño. Me olvido del
miedo de las noches durante el resto del día, hasta que la oscuridad regresa,
siempre puntual. Hay que cerrar la puerta de la habitación principal y
asegurarse de que no se pueda abrir desde afuera. Mi casa está embrujada, lo ha
estado desde hace mucho tiempo, por eso hay que cerrar la puerta de la
habitación principal y asegurarse de que no se pueda abrir desde afuera.
“Cambia de casa”, me han repetido muchas veces. “Casa” y “hogar” no son la misma cosa, pero lo son. Mi casa está embrujada, pero mi casa es mi hogar. Aquí guardo la pulsera oxidada de papá, los utensilios de cocina de mamá, el primer libro de cuentos que leí, las tijeras que el amor de mi vida me regaló y muchas otras cosas más que no se pueden cargar en la mudanza.
Cuando abro la puerta de mi casa, lo primero que me encuentro es un pasillo largo. Es un poco complicado transitarlo, ya que las luces son muy tenues y no se alcanza a ver con claridad. Hay que dar cada paso con firmeza y tener cuidado de no tropezar con algún objeto olvidado que pueda yacer sobre el piso. Al final del pasillo y a la derecha, se encuentra la sala. La sala funge de hipocampo para mi casa. Aquí siempre huele como a pino. Debe ser por los muebles y, en especial, por los grandes libreros de madera que decidí colocar en esta habitación. En ellos descansa la colección de libros que armo desde que tengo memoria. Están acomodados cronológicamente siguiendo como criterio los años recorridos de vida que llevo hasta ahora: desde los libros con más dibujos que palabras que me leía mi mamá, hasta las novelas que me han hecho llorar. La temperatura de la sala siempre es calientita: la ideal para remembrar y redefinir mis emociones. La sala es el mejor lugar de la casa para tomar una siesta.
Paralela a la sala (al final del pasillo y a la izquierda), está la cocina: el sistema digestivo de la casa. La cocina huele a muchas cosas, dependiendo del día. Por ejemplo, cuando estoy tan triste que se me queda la nevera abierta, huele mucho a helado de vainilla y hace tanto frío que no puedo evitar tiritar. Cuando estoy enojada, huele a chiles asados y el aire dentro de ella se vuelve asesino, me pica muy fuerte la garganta y termino escupiendo cosas que duelen entre tosida y tosida. Y, cuando tengo miedo, mucho miedo, tanto que no puedo hacer ninguna cosa, huele a basura en estado de descomposición: los restos de tantas cosas que han sido acumulados y olvidados por días y días. En la cocina se prepara lo que se necesita para seguir adelante todos los días. Al fondo de esta habitación hay una puerta que lleva a la parte trasera de la casa, en donde está el patio.
El patio de mi casa tiene múltiples propósitos. Mi patio son los pulmones de esta casa. Por un lado, ahí están la lavadora y la secadora para los domingos de lavar ropa. El último día de cada semana me toca dejar ir la mugre que se le ha pegado a la tanda de prendas de vestir que me protegió del lunes al sábado anteriores. Es reconfortante mirar cómo, ciclo tras ciclo, la misma ropa que entra, es la misma ropa que sale y, sin embargo, se ve tan diferente, tan nueva, como si no hubiera pasado por tanto. Cuando lavo la ropa, todo el patio huele como a bebé y a rosas: a lo que me imagino también huelen las nuevas oportunidades. Por otro lado, ahí también está un pequeño jardín que acoge un huerto con todo tipo de plantas: desde hierbas de olor, hasta hojas de tés medicinales que lo curan todo. Cuando requiero de algo para aliviar el dolor de estómago, todo el patio huele a cedrón y cuando no puedo dormir bien, todo el patio huele a limón. Finalmente, ahí también hay un pequeño espacio destinado a una hamaca muy cómoda, en la cual me acuesto para columpiarme de un lado a otro mientras observo el cielo y me recuerdo que con cada día viene nuevamente la decisión de hacer de esta “casa” mi “hogar”.
En mi casa también hay un estudio. El estudio está en el segundo piso por lo que hay que subir las escaleras. Para las escaleras hay que volver a entrar a la cocina, atravesarla, salir de ella y volverse a encontrar con el pasillo. Hay que retroceder, como si se quisiera salir de la casa y detenerse justo a dieciséis pasos de la entrada principal. Una vez ahí y a la derecha luego-luego se ven: de madera y aparentemente infinitas. Hay que subirlas con mucho esfuerzo porque van en caracol y habrá que girar unas tres veces. Ya recorridas las escaleras, salta a la vista un baño chico muy bien iluminado gracias al tragaluz que se extiende sobre toda la superficie del techo. Hay que entrar al baño. Inmediatamente es distinguible una puerta, al lado izquierdo del lavabo (que está hasta el fondo de esta habitación); esa, es la puerta del estudio.
Sin embargo, hay que deambular por el baño primero para poder llegar hasta allá. En el baño todo es completamente blanco, desde los azulejos del suelo, pasando por la taza de baño de cerámica, los marcos de las puertas de vidrio de la regadera y hasta el mueble que carga al espejo y alberga al lavabo. El baño, con todas sus salidas de agua corriente son las glándulas lagrimales de mi casa. Aquí siempre huele como al mar: a un tipo de solución salina. Aquí, vengo a [ver] llover cuando la melancolía me duele demasiado. Dejo correr a los chorros de la regadera. Dejo golpear el tragaluz a los plup, plup, plup de la lluvia. Dejo, gota a gota, al setenta por ciento de mí, reverberar.
Hay que abrir la puerta al lado izquierdo del lavabo para estar de frente al estudio. Habrá que prender la luz al tantear la pared que queda a la derecha y entrar. En el estudio no hay muebles. Aquí sólo hay varias pilas de papeles con contenidos variados: documentos de identificación personal, apuntes azarosos y fragmentos de ideas. Huele a té (a veces a café) y a tinta. El estudio son las cuerdas vocales de la casa. En esta habitación se definen y se pronuncian esas palabras que de vez en cuando revolotean sin rumbo por el resto de mi casa.
Si estando a la entrada del estudio miramos a la derecha, podremos ver una pared con una puerta justo al centro. Esa, es la puerta de la habitación principal. El corazón de la casa. El espacio más especial. Aquí siempre huele a lavanda: a tranquilidad, a paz. Aquí están mi cama y mis objetos más preciados. Es la única habitación en la que puedo estar segura cuando mi casa me da miedo.
Mi casa me da miedo cuando, por las noches, estando todo muy oscuro, me propongo dormir. Cada noche y sin excepción, las puertas de las demás habitaciones se abren, una tras otra… pero, nunca la de la habitación principal— por eso me refugio en ella. Me hago bolita debajo de mis cobijas mientras escucho el rechinar de las puertas y el sonido fuerte de algo que suena como el viento: un viento muy fuerte que amenaza con destruirlo todo. En las peores noches incluso se puede escuchar cómo algún plato se rompe, algún libro se cae de su lugar y… cómo alguien toca a mi puerta con todas sus fuerzas.
“Cambia de casa”, me han repetido muchas veces. “Casa” y “hogar” no son la misma cosa, pero lo son. Mi casa está embrujada, pero mi casa es mi hogar. Aquí guardo la pulsera oxidada de papá, los utensilios de cocina de mamá, el primer libro de cuentos que leí, las tijeras que el amor de mi vida me regaló y muchas otras cosas más que no se pueden cargar en la mudanza.
Foto de Golnar sabzpoush rashidi en Pexels
ROXANA ARROYO (Ciudad de México, 1998). Escritora y poeta. Es pasante de tesis de la licenciatura en Letras Inglesas por la Universidad Nacional Autónoma de México. En 2019 fue parte del programa de verano Creative Writing en la Universidad de Oxford, Reino Unido. Su poesía y narrativa han sido publicadas en medios electrónicos como el Blog del perro y Revista Página Salmón. Ha sido becaria del proyecto de investigación “Teoría literaria y cultural para el siglo XXI: la lectura en las Américas” en el Centro de Investigaciones Sobre América del Norte desde el 2020. Twitter: @roxiearroyo Instagram: roxiegrams
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