SUTILEZAS El bar de las revelaciones **Ella sonríe y no responde. Imagino que aún tengo mis encantos, mi atractivo || Maikel Sofiel Ramírez Cruz


Ella me observa con el cinismo que deben usar las meretrices para seducir a sus posibles clientes. Llegó hace un rato al bar y pidió una cerveza, encendió un cigarrillo y clavó en mí la mirada de una mujer que anda en busca de sexo casual, pero encuentra sin querer algo codiciado. Yo estoy sentado en un extremo de la barra, de espaldas a la puerta, pero no pude ignorar su entrada, el olor a puta me obligó a voltear para verla.
            Ella es una diva envuelta en un vestido negro peligrosamente corto ajustado a su figura estructural, un vestido escotado que promueve un par de tetas magníficas. Tiene el pelo rojizo y suelto sobre los hombros, y unos ojos claros capaces de provocarle una erección a un anciano.
            Presagio el peligro. Mi economía tercermundista de país bloqueado no puede con tanto, un escritor que no escribe ni publica, no tiene como pagarle a una mujer así, pienso, y termino mi trago dispuesto a marcharme. Sin embargo, ella se acerca y se sienta a mi lado, pide otra cerveza y paga un trago para mí. Dice que hace mucho que no sentía deseos de singar gratis. Me pregunto (y le pregunto) qué vio en mí, soy un cuarentón encorvado y calvo, con una nariz enorme en medio de la cara. Ella sonríe y no responde. Imagino que aún tengo mis encantos, mi atractivo. No es por mi dinero, estoy seguro, incluso un ciego puede ver que soy un pelagatos.
            Me convida persuasiva a perdernos en una habitación en el hotel más cercano. Me promete una sesión de sexo multiorgásmico con garantía ilimitada, oferta única, válida sólo por esta noche. Desnudos sobre la cama después de cumplir con su promesa, me dice que tiene veinticinco años, y que desde los catorce supo que singar era lo más rico que había en este mundo. Me cuenta que su primer y único amor fue su padrastro. Él la mimó y la consintió como se mima y se consiente a una hija, pero ella siempre lo deseó como una gata en celo, desde bien niña. Él también la deseaba, pero se había jurado a sí mismo no hacer nada abominable, reprochable, insensato. Ella quería estar siempre con él, bañarse en el río, sentarse en su regazo a ver la televisión, adormecerse entre él y la madre en la cama matrimonial, y, en las madrugadas, acariciar su pinga involuntariamente dura mientras dormía. Una tarde de invierno el padrastro llegó a la casa un poco borracho y la despojó de la virginidad en su propia cama. Dice que pueblo chiquito, infierno grande. Que la gente es envidiosa, que todo era perfecto hasta que la madre un día los sorprendió templando al llegar antes de tiempo del trabajo, a causa del chisme de un vecino. Se formó una bronca memorable, y ella terminó en la calle con su ropa dentro de una maleta. Fue entonces cuando vino a buscar vida a esta ciudad. Dice que hasta hoy no ha regresado a su pueblo, ni ha tenido noticias de ninguno, a ella le gusta creer que siguen casados y viven en el mismo lugar.
            Fumamos plácidamente después del combate sexual, yo, a pesar del cansancio estoy listo para el segundo round. Ella me mira con el descaro que deben mirar las prostitutas a sus mejores clientes, sus ojazos claros tienen un brillo excepcional. Entonces se acerca, y me susurra al oído, que nunca había visto a un hombre que se pareciera tanto al esposo de su mamá.

 
MAIKEL SOFIEL RAMÍREZ CRUZ. Puerto Padre, Las Tunas, Cuba. Mayo de 1981. Licenciado en Psicología. He publicado relatos en las revistas Quehacer, de Las Tunas, Letralia, en Venezuela, y, Primera Página, en México. También en la web literaria Isliada.


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