«Es un valle que aprietan las
colinas, con manzanas demasiado simétricas para un Caribe donde impera el caos
desde hace siglos, entre olor a guarapo y rumba», así define Agustín Labrada parte
del mundo que nos ofrece, y gracias a un ejercicio de memoria efectivo hace de
Holguín, su mundo, el nuestro. Allí caminamos, calzados con esas infames botas
púrpuras de suela infinita, marca ineludible de una interdependencia histórica
que en la segunda mitad del siglo XX, en la Cuba de Fidel Castro, de la
Revolución, se tradujo en símbolos —tan potentes a la par de terribles—, y
Agustín, en su novela, desde el título nos hace saber lo decisivo que será ese calzado
característico en su historia, un calzado que incluso definía sectores sociales
con mucha facilidad.
Pero
las botas rusas no solo hacen de mero símbolo y atrezo cosmético, imprimen
huellas profundas que trazan un camino a seguir en la novela, son un fino hilo
conductor que nos sirve de guía por esa Cuba de contrastes, y a la vez nos empuja
a seguir leyendo. Agustín usa ese hilo de la mejor forma a través de una
narrativa con fuerte carga poética que nos transporta a diferentes parajes
holguineros plagados de almácigos, de manigua, de árboles frutales y de ese
calor caribeño que en cualquier momento puede transmutar en fríos aguaceros; el
ritmo que acompaña a esa vasta escenografía y que sirve de base a sus
protagonistas, dotándole de verdadera poesía en muchas de sus páginas es prueba
del gran oficio que tiene Agustín no solo como poeta consagrado, sino como un
narrador de muchas tablas. Aunque esta es su primera novela premiada —y publicada,
de acuerdo a los registros en internet—, podemos comprobar que ya consiguió ser
finalista del premio Herralde en 2013, un logro nada menor.
Regresando
a Botas rusas, hay frases que llaman la atención por su construcción y
su gran impacto, como esta: «Ahora él queda abajo y en su espalda sudorosa se
imprimen informes, listas, cuños: tatuajes del inútil papeleo que no llega a
testimoniar las emociones». Frases que Agustín suelta en medio del frenesí
sexual que desarrolla con minuciosidad tal que da un magistral golpe de efecto
al lector; valiéndose de sus herramientas poéticas, arroja a sus protagonistas
al fuego, para que se consuman en sus propias pasiones, como si fuese el último
día de sus vidas. Son escenas que en retrospectiva se recrudecen en nuestra
mente al contrastarlas con ese mundo represivo y hostil que debió ser Cuba en
1979.
Otro
detalle que llamó mi atención fue la cuestión de música manejada en la novela;
cuando hablo de narrativa suelo pensar que el escritor arriesga bastante al
usar un soundtrack o música que nos acompaña mientras leemos, con
letras, tarareos y demás. En mi caso, y seguro que en muchos otros lectores
(incluyendo el jurado del premio, claro está), Agustín cayó de pie: el 99 % de
menciones musicales me son más que identificables, resultando en mi lectura una
conexión muy fuerte con la que la novela se catapulta hacia un sentido total:
las canciones y sus músicos hacen que su presencia tenga sentido a lo largo de
la novela, y en mi caso particular es música que me ha acompañado largo tiempo.
Puede que ya entremos en los pantanosos gustos personales, pero he de admitir
que me ha complacido mucho escuchar bandas y artistas más que reconocibles en
mi espectro de gustos musicales.
Con
el tema, Agustín también sabe aprovechar su baza narrativa: solamente con mencionar
«Cuba de Castro y la Revolución» ya tenemos un potentísimo punto de partida por
todas las implicaciones políticas e históricas cuya trascendencia social permeó
en las familias, en la vida cotidiana; no hay que ser demasiado entendido para saber
que la vida en Cuba, desde la Revolución, no ha sido nada fácil para los
isleños. Aquí Agustín no cae en el fácil sentimentalismo de «nosotros los
pobres» y aunque los protagonistas no son ni mucho menos de alta alcurnia, el
autor no se olvida de los diferentes estratos sociales, y reparte protagonismos
fugaces con mucho color y variedad, desde el mismo Castro y los «pinchos»
(jefes) y su vida acomodada, alejada de la realidad comunista, pasando por
profesores que abusan de sus alumnos, hasta los grupos sociales que, aunque
conviven con el grueso de la población gozan de otros privilegios y una calidad
de vida que no está al alcance de casi nadie, ni de nuestros héroes
protagonistas. Y Agustín logra la alquimia con éxito: aun cuando la realidad sea
apabullante y corra el riesgo de naufragar en ella, logra que toda la historia
de Héctor, Rony, Gabriela y los demás logre despegarse se esa realidad
contundente, seguramente vivida en la isla por aquellos años. Andrés Jorge,
narrador de San Juan y Martínez —en el otro extremo de la isla, lejos de
Holguín— tiene un manejo curiosamente similar de las situaciones que se vivían
cotidianamente bajo el régimen de Castro en Kali la oscura (Barracuda 7,
2013): denuncias anónimas de los vecinos a la policía, contrabando de piezas de
carne, venta ilegal de enseres domésticos y ropa, y por supuesto, la represión
sistemática y el miedo perenne al régimen funcionando en diferentes niveles
sociales.
Cuba
de fines de los setenta, donde las «descarguitas» (fiestas), el guaguancó y el
sexo son motivos válidos para mantener la alegría en un aislamiento que se
antoja eterno, logran colarse como simulacros de libertad, placebos que solamente
quien lo vivió puede entenderlo. Aquí es donde entra la magia narrativa de Agustín,
quien logra transmitirnos esa intensidad (su intensidad) en cada escena, ya sea
sexo adolescente, peleas provocadas por el racismo y el clasismo, el odio a los
padres desvinculados de sus hijos, el miedo a ser encarcelado por hacer cosas
indebidas y no ser afín al régimen... Esa intensidad brilla tanto que nos
quema, y cuando por fin se consume y llegan las cenizas, todo suele terminar en
un atinado dicho: «En casa del pobre dura poco la alegría».
Sin
duda, Botas rusas se une a una gran tradición narrativa caribeña, donde
convivimos como escritores y lectores, donde las banderas desaparecen y quedan
historias apabullantes, historias como la que nos cuenta Agustín. Con el IX Premio
de novela corta de la Fundación MonteLeón en España, esta novela se alza como
una llamada a la Madre Patria sobre lo que se escribe en el Caribe, y el altísimo
nivel y variedad de esas historias que esperan ser escuchadas por el mundo.
MAURO BAREA (Cancún, 1981). Narrador y ensayista. Consultor en el documental Entre dos mundos (2012), coproducción con TV UNAM y difundido por National Geographic. Fue articulista para la revista Pioneros, publicación historiográfica de Quintana Roo (2011-2015). Ganador del Premio de Narrativa Breve del Certamen Jóvenes Creadores 2017 (Ávila, España). Incluido en Sureste, antología de cuento contemporáneo de la península (Ficticia, 2017). Gaceta del Pensamiento le publicó una antología propia de cuento: El gato sobre el féretro (2018). En 2019 publicó su novela Terra incognita sobre Gonzalo Guerrero y la conquista de Yucatán. Actualmente, colabora en las revistas Bitácora de vuelos (México), LO cultural (España) y Carátula, dirigida por Sergio Ramírez. Es miembro del CAL Centro Andaluz de las Letras. Su novela Kolymá (2022) fue distinguida con mención honorífica en el 19o Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano, organizado por la Universidad Autónoma del Estado de México.
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